Historias de un médico forense

Quién me explica

Una nueva historia de las más crudas realidades sociales vistas desde el mundo de la medicina

Autor/a: Julio César Guerini

Mi nombre es Ezequiel. Nací en Elortondo, Santa Fe. Decidí estudiar medicina y soy especialista en medicina legal. Trabajo como médico forense del lugar del hecho. Es un trabajo durísimo, pero me la banco. Siempre tuve pelotas para todo, inclusive para abandonar al hijo de mil putas mi padre que se encontraba próximo a la muerte.

Dos semanas después, me encontraba viendo a un hijo sin padre, sin madre, huérfano. Un hijo que pide explicaciones mirando el suelo, mientras un desconocido le apoya su mano en la espalda. Mira el suelo porque sabe que jamás las tendrá y le da rabia. Mira al suelo, porque no soporta además que el resto lo mire con pena, con lástima.

Estaba terminando de jugar el segundo tiempo de ese partido de semifinales de la liga cuando cunado vio su número de camiseta en el cartel del línea. El entrenador con el que acaba de hablar y programar una jugada, inesperadamente puso el cambio. Lo sacaba a él, un delantero extraordinario, y ponía un mediocampista.

Se arrodilló con la pierna derecha en el suelo, se bajó las medias hasta mitad dejando ver media canillera y salió enfurecido. Iba rebuznando, con la mirada hacia abajo, apretando los puños, pateando la tierra con la punta de los botines y dejando pequeñas nubes de polvareda a su paso. Había metido dos goles y le faltaba uno para cumplir la promesa. Estaba jugando un partido fenomenal y a diez minutos de terminar, lo sacaban. No entendía nada.

Hacía cuatro horas su papá lo había dejado en el Club Atlético Peñarol como todos los Domingos. Hernán, o Nani como le decían todos, se bajó de la camioneta, agarró la mochila y la botinera, y con un trote cortito encaró para los vestuarios.

- ¡Dedicame aunque sea alguno de los goles Nani! – Le gritó su papá sonriendo y con ojos de admiración. 

Estaba con el brazo y antebrazo izquierdo apoyado sobre la ventana de la Ford F-100 blanca, sacando media cabeza hacia afuera. Su hijo se dio vuelta, y con una sonrisa cómplice levantó la mano derecha con tres dedos en alto. Su papá continuó mirándolo hasta que se perdió en medio de sus compañeros de equipo que estaban en la entrada del club.

Ninguno de los dos, padre e hijo, sabían que esa sería la última imagen que tendría cada uno del otro; pero con la diferencia de que el papá tendría las respuestas del por qué y Nani no. Él no suponía ni cerca que era la última imagen de su padre que registraría su cerebro. Las siguientes y las anteriores que su memoria tenía guardadas iban a quedar borrosas, pixeladas para siempre. Él sólo iba a elegir, para poder seguir, quedarse con esa última imagen.

Carlos, el papá de Nani, puso primera en la camioneta y retomó la avenida. A las ocho cuadras giró a la derecha, siguió tres cuadras más, giró a la izquierda y a treinta metros estacionó y apagó el motor. Como hipnotizado se quedó mirando el frente de esa casa con rejas y rosales.

Esa casa que había sido su hogar por quince años. Esa casa donde había formado su familia y construido sus ilusiones, sus proyectos, su futuro. Esa vivienda que antes había sido un terreno baldío con cardos y yuyos, a los cuales había cortado de raíz al día siguiente de comprar el lote.

Comenzó a recordar aquel día que, junto a su esposa, luego de rastrillar los restos de pasto, se habían sentado a tomar mates en el suelo, felices, disfrutando ese olor tan particular, primaveral y único del césped recién cortado.

Ella había sido abandonada por su papá cuando tenía dos años y durante la infancia su madre la cuidó como pudo. Sólo lo conocía por una foto. Había sufrido por no tener padre, por la incertidumbre. Carlos también había sido huérfano. Según le contó la tía que lo crió, su papá había matado a su mamá por una infidelidad y después se había suicidado. Por suerte él no recordaba nada porque todo ocurrió a los cuatro meses de nacer.

Ahora, los dos juntos sentados en el pasto, sentían que esos miedos y esa tristeza se vaporizaban. Estaba segura con él y se lo decía permanentemente. Mientras Carlos recordaba cada frase, sus pensamientos conectaron con su cuerpo y le cayeron dos o tres lágrimas de cada ojo. Miró hacia atrás del asiento y sacó la matera.

Tenía la costumbre de llevar el mate siempre con él. Destapó el frasco donde tenía la yerba, destapó también un ratito el termo para optimizar la temperatura del agua y buscó la bombilla en la guantera. Golpeó el frasco de costado con la palma de la mano, para que el polvillo de la yerba se esparciera un poco. Después, lo inclinó suavemente contra el mate hasta que se cubrió poco más de la mitad.

Tapó el frasco, y cual coctelera sacudió el mate algunas veces cubriendo con la mano la parte superior. Agarró el termo y tiró el primer chorrito de agua contra el costado, donde la yerba había quedado inclinada. Recordó en ese mismo instante el día que vio a Nani volverse un adulto. Y no fue porque debutara en un cabaret con alguna puta del pueblo, como solía suceder.

Para Carlos, Nani se volvió un adulto el día que lo vio prepararse por primera vez su propio mate. Lo miró, espiando a través de la cerradura de la puerta que comunicaba el living con la cocina. Era domingo a la mañana. Había sido al día siguiente que Nani cumpliera los 11 años. Un recuerdo hermoso.

Mirando nuevamente el frente de su casa, su ex-casa en verdad, todos esos momentos se desvanecieron. Era como un raspón que después de quince días, desprende la “cascarita” y te deja una tenue cicatriz blanquecina que desaparece de a poco. Así desapareció de a poco también la emoción que Carlos acababa de sentir.

En ese momento, un auto gris, moderno, se detuvo justo en frente. Vio que dos personas se abrazaban y se acariciaban el rostro. Al conductor lo vio bien clarito, pero no lo conocía. Del lado del acompañante bajó su esposa.

Eso pensó Carlos, aunque, como su casa, también ya portaba el penoso prefijo “ex”. Se había separado hacía apenas tres meses. En verdad, la separación había comenzado hacía más de dos años, luego que la rutina horadara de a poco aquellos sueños que habían tenido y programado en el terreno con el pasto recién cortado, quince años atrás.

Él, trabajando permanentemente en el campo para ganar más dinero, a pesar que no lo necesitaban. Ella, estaba cansada de reclamarle que prestara más atención a su hijo y a ella, a la familia. Él convencido de que si tenían más plata iban a ser más libres y felices; y ella convencida de todo lo contrario.      

Se quedó quieto, creyendo que lo que estaba viendo era la confirmación de su hipótesis. Se había convencido de que su mujer lo había dejado por otro hombre. Jamás hizo la autocrítica de los planteos que su esposa le había hecho. Él mantenía la teoría de que ella lo dejó por otro. Y lo que acababa de pasar, se lo confirmaba. Esperó que se fuera el auto y se quedó unos minutos más en la camioneta.

Al ratito bajó y cruzó la calle sin mirar a ningún lado más que la puerta de ingreso a la casa. El perro de un vecino se le acercó moviendo la cola, olfateándolo, y dando pequeños saltitos tratado de llegar con el hocico a la mano derecha. Siempre lo hacía y recibía una caricia a cambio.

Esta vez, recibió una patada inesperada. La cola que hasta hace unos minutos venia moviendo feliz, ahora se había metido entre las patas traseras, mientras volvía corriendo a la seguridad de su dueño que estaba sentado en una reposera en la vereda de la casa del frente. Carlos pudo ver que Marcelo, su vecino de toda la vida, movía la boca insultándolo, pero lo ignoró.

Abrió la reja, pasó y golpeó con violencia la puerta de madera. Esa puerta que él mismo había lijado y barnizado tantas veces. Volvió a golpear. Mariela, que recién se acababa de bajar del auto, estaba en la cocina cortando unas rodajas de pan para preparar tostadas y esperar a su madre. Tenía que contarle lo que había pasado ayer y hoy. Una noticia que había cambiado por completo su realidad.

Cuando sintió los golpes se exaltó, sabía que su madre no tocaba así la puerta. Con un repasador blanco a cuadritos rojos en la mano derecha y el cuchillo en la mano izquierda, fue hasta la entrada. Corrió la cortina y vio a Carlos parado. Era su ex marido, siempre había sido respetuoso y cariñoso.

Se veían una o dos veces por semana, cuando él iba a buscar a Nani para llevarlo a los entrenamientos del club. Inclusive, después de la separación habían cenado alguna que otra vez los tres juntos. Sin siquiera preguntarle porque había golpeado así, confiando, le abrió la puerta.

Carlos entró enceguecido:

- ¿Así que al final nos separamos porque yo trabajaba mucho? Sos una puta de mierda. Te acabo de ver bajar del auto de otro tipo. Vi que se acariciaron.

Mariela lo miró con incredulidad y cometió un error irreparable. Se le escapó una sonrisa, una mínima muesca en la comisura labial derecha, soltando un pequeño soplidito. Error fatal. Fue el estímulo necesario para que Carlos se saliera de sus cabales. Ella no había notado que él estaba caminando sobre una tanza en un precipicio. Y esa mueca, fue el filo de la tijera que cortó la tanza.

Sin mediar palabra, Carlos le pego una trompada en medio de la nariz, y antes que cayera, le arrebató el cuchillo. Por suerte, si es que se puede llamar así, después del golpe Mariela perdió el conocimiento. No sintió más nada. No sintió las puñaladas que ingresaban a su cuerpo, ni una sola de todas las que recibió. En la vorágine de la locura homicida, un sonido lo trajo a la realidad. Lo sacó de la escena en la que estaba inmerso. El sonido de los golpes en la puerta interrumpió el frenesí homicidia.

Se levantó y por primera vez vio lo que había hecho. Estaba con el rostro, el torso y los brazos ensangrentados. Mariela muerta, Mariela esposa, Mariela madre de Nani. Mariela. Volvieron a golpear la puerta. Se dio vuelta, y como un zombie de una película de bajo presupuesto, se dirigió a la puerta y la abrió.

Parada y sin poder creer ni entender lo que veía, la madre de Mariela gritó, pero con un grito ahogado, esos que se hacen para adentro, mezcla de terror y sorpresa. Mantuvieron un breve diálogo sólo con las miradas. Ambos se entendieron al instante. Ella sabiendo que la iban a matar y él sabiendo que lo tenía que hacer, comprendiendo que la ley es sin testigos. No había otra opción para ninguno de los dos. La criminología llamaría a Carlos, Spree Killer o asesino itinerante; yo lo llamo un loco de mierda.

La mamá de Mariela recibió un golpe en la boca del estómago y quedó muda, inclinada hacia adelante como un realizando un gesto de cortesía. Él la agarró de los pelos y la metió a la casa. Sin soltarla, con una mano enredada en el cabello, y la otra con el cuchillo, comenzó a apuñalarla también, hasta que ella dejó de luchar y cayó al suelo.

Por segunda vez, Carlos observó lo que había hecho. En ese mismo instante, otro sonido irrumpió en la casa y lo trajo a la realidad. Era el sonido de una llamada que estaba ingresando al celular de Mariela. Miró la pantalla. Era un número; no estaba agendado. Agarró el aparato, se lo metió al bolsillo y salió a la calle.

Marcelo, que continuaba en la reposera acariciando su perro golpeado, lo vio caminar todo ensangrentado, enajenado, con paso firme hacia la camioneta con un cuchillo en la mano.

Carlos se subió, encendió el motor y desapareció a toda velocidad. Marcelo se paró y con paso muy lento y temeroso fue hasta la casa de Mariela. La reja estaba abierta y la puerta de ingreso a la vivienda también. No le hizo falta entrar. Volvió corriendo a su casa y desde el teléfono fijo llamó a la policía. Media hora después, esos mismos policías recibirían el llamado notificándoles otro muerto.

A once cuadras de ahí, en pleno partido, el entrenador de Peñarol lo llamó a Nani aprovechando que una pelota se había ido a la tribuna y le indicó una estrategia de ataque. Éste volvió corriendo a la cancha, porque sabía que si todo funcionaba como su entrenador había programado, iba a poder meter el tercer gol que le había prometido a su papá hace unas horas.

A los pocos segundos, mientras Nani estaba parado en el área chica del rival, un policía se acercó a su entrenador y le contó lo ocurrido. Sin poder creer ni saber qué decir, llamó al línea y le pidió el cambio urgente. Mientras lo veía venir a Nani con la cabeza baja, pateando el piso, molesto, fastidiado, no pudo evitar sentir que a su mejor jugador, ese nene de 15 añitos, le acababan de arruinar la vida para siempre. Y él iba a ser el responsable de comunicarle la noticia.

A menos de dos metros de llegar al banco de suplentes, Nani levantó la vista para mostrar su enojo. La situación lo descolocó más que el cambio. Pudo ver al entrenador con los ojos llenos de lágrimas, un policía a la derecha y el vecino de su casa junto a ellos, también con los ojos llenos de lágrimas. Se quedó parado. No dio un solo paso más. Miró la salida de la cancha, y su instinto lo hizo correr desesperado hacia su casa. Ni el policía, ni el entrenador, ni Marcelo pudieron alcanzarlo para frenarlo.

Fue en vano. En menos de diez minutos, vestido con el equipo de su club, arrastrando los pies y con los tapones raspando las baldosas, Nani llegó hasta la vereda de su casa y vio una cinta de nylon roja y blanca con la inscripción de “peligro”, atada en la entrada de reja. Estaba todo traspirado, pero no era por el partido ni por la corrida hasta la casa. Era por lo que estaba viendo a través de las rejas y de la puerta abierta de su casa. La esposa de Marcelo, se acercó corriendo y lo abrazó. Los dos, en simultáneo, lloraron.

A 30 km del pueblo, Carlos manejaba a toda velocidad. Sentía la vibración del teléfono de Mariela en su pierna. Lo sacó y miró la pantalla. Otra vez el mismo número. Detuvo la camioneta al costado de la ruta, sin apagar el motor. Cortó la llamada y abrió Whastapp. Buscó el número que estaba llamando hasta recién y abrió la conversación, tratando de conseguir las pruebas para limpiar su culpa, para confirmar su hipótesis y así alivianar la carga de lo que había hecho.

El primer mensaje que había era del día anterior, a la mañana, y decía lo siguiente:

- Mariela, éste es mi número. Soy Ezequiel. Ni bien esté sólo te llamo y coordinamos para encontrarnos. Todavía no le puedo contar esto a mi mujer, hasta que veamos cómo se lo vas a decir a Carlos.

El pulso de Carlos comenzó a acelerarse. Deslizó el dedo por la pantalla y cuando leyó el resto de los mensajes, en lugar de continuar alivianando su culpa, sintió que la piedra de Sísifo caía sobre sus hombros. El segundo mensaje decía lo siguiente:

- Te mando por acá las fotos que no podía mostrarte por Facebook.

El pulso de Carlos llegó a lo máximo. Abrió la imagen y no tardó ni un segundo en reconocer a una de las dos personas que aparecían en la foto. Era el padre de Mariela, un poco más viejo de como él lo recordaba en la foto que una vez Mariela le mostró. A su lado, un chico de unos 14 años.

En la siguiente foto, también el padre de Mariela, ya más viejo con el mismo chico, pero también más grande. La tercera foto, el padre Mariela y el que estaba a su lado era…no, no podía ser…no podía ser…era el tipo que había visto a la mañana. El amante de su ex-esposa. No entendía nada. Mientras su cerebro trataba de encontrar la lógica a todo esto, la cuarta imagen fue lapidaria. Era una foto de una carta escrita a mano, firmada por el papá de Mariela:  

ija querida, jamás me voy a perdonar haberte dejado a vos y a tu mamá libradas a su suerte. Ahora, después de tantos años, próximo a mi muerte, no me quiero ir sin que sepas la verdad.

Me diagnosticaron cáncer de páncreas hace dos meses y según el doctor no hay nada para hacer. Dijo que como mucho me quedará un mes más.

Quería ante todo pedirte perdón otra vez por lo que te hice pasar, pero sobre todo por lo que vas a tener que pasar el resto de tu vida.

Me tuve que ir, que escapar. Cuando vos eras bebe tuve una relación ocasional con Irene López. Era una vecina nuestra que vos no la llegaste a conocer porque la mataron. La mató el marido. Irene era la madre de Carlos, tu esposo. Y yo soy su padre. Me fui porque no podía soportar la realidad y por miedo. Irene me dijo que le iba a contar la verdad a su marido.

Al siguiente me enteré que la mató. Sabía que si no me iba, me mataba a mí también. Vos tenías 2 añitos. Y si me mataba les iba a arruinar la vida a ustedes dos. Si salía la verdad a la luz, no solamente iban a sufrir vos y tu mamá, sino también Carlos. Por eso me fui. Nunca pensé que ustedes dos terminarían juntos, formando una familia. Perdoname hija, por favor, perdoname. Vos y Carlos son hermanos.

Acá en Elortondo, formé una nueva familia, traté de rearmar mi vida como pude. Tuve dos hijos más. Ezequiel y Lautaro. Cuando me diagnosticaron el cáncer, les conté a ellos toda la verdad. Lautaro no me perdonó y se fue. Ezequiel, ahora está acá conmigo, cuidándome. Es médico y vive a 15 km de tu pueblo. Él va a ser quien te entregue esta carta. Me dijo que te iba a buscar por Facebook.

Fue él quien insistió en que te cuente toda la verdad. Me apuré a escribirte esta carta, porque me dijo que se va hoy mismo. No me puede perdonar tampoco. Me abandona él también. Ahora siento lo que deben haber sentido vos, tu mamá, Carlos. Siento el dolor de la soledad y de la incertidumbre.

Te quiero, siempre te quise. Nunca me pude perdonar. Espero que vos y tu mamá sí lo hagan.

Mientras Carlos iba leyendo, comenzó a temblar como un perro mojado en pleno invierno. Lloraba sin parar. Miró la ruta, puso primera y aceleró. Cuando llegó a la máxima velocidad que daba su camioneta, fijó la mirada en una columna de un puente que tenía unos cien metros adelante y giró el volante.

Mientras Nani lloraba abrazado junto a la esposa de Marcelo, el móvil del policía que estaba custodiando la casa recibió por la señal de radio la noticia. Con las interferencias propias de las radios policiales, se llegó a escuchar:

…“acabamos de encontrar la camioneta de Carlos Amuschástegui estrellada contra la columna del puente; iba solo y está muerto”…

No sólo escuchó el policía, sino todos los que estaban ahí, inclusive Nani.

Ahora, unas horas después, parado solito en la sala velatoria, mira al suelo, porque no soporta la incertidumbre, la falta de explicaciones. Que el resto lo mire con pena, con lástima. Y yo, un total desconocido para él, apoyándole mi mano en la espalda.

Quién me explica, que yo haya tenido que trabajar en éste hecho, buscando a las dos mujeres asesinadas, madre e hija; y al padre homicida ahora suicidado. Quién me explica que yo haya sido quien vio las pericias informáticas del teléfono de Mariela, hallado en la camioneta de Carlos, y volviera a leer la carta que yo mismo había traído desde Elortondo.

Quién me explica que yo haya decido estudiar medicina y que haya elegido la especialidad de forense. Quién me explica que esa mañana me haya encontrado con Mariela para contarle la verdad sobre nuestro padre. Y sobre todo, quién me explica como le digo a Nani que yo soy su tío y que tengo las respuestas a todas sus dudas, pero no las pelotas suficientes para contárselas.  


 
 El autor
 
Julio César Guerini
Oriundo de Venado Tuerto, Santa Fe
Médico (UNC)
Especialista en Medicina interna (UNC)

Especialista en Medicina legal (UNC)
Médico del Gabinete Médico-Químico-Psicológico de la Policía Científica de la Dirección General de Policía Judicial. Poder Judicial del la Provincia de Córdoba. Ministerio Público Fiscal.
Prof. Asist. de Semiología (Hospital Nacional de Clínicas - Córdoba)
Prof. Asist. de Patología (IIda Cátedra de Patología - UNC)
Docente de Postgrado en la Especialidad de Medicina Legal (UNC)
Fanático de la pesca