¿Cuál es el sentido de la vida?

“Mascarita”

Un relato conmovedor que plantea algunas de las preguntas fundamentales de la existencia humana

Autor/a: Ricardo T. Ricci

Empuñó el picaporte de la vieja puerta decorada con una estrella blanca y abriéndola ingreso a la pequeña habitación. En el escueto recinto encontró el desorden de siempre, lo invadió ese olor rancio mezcla de alcohol y sudor. Dejó a un lado su ropa de calle y se puso el overol multicolor, su atuendo de trabajo. Sosteniéndolo con un elástico bastante usado, mandó todo su cabello para atrás. Ahora había que trabajar con la cara, toda ella expuesta ante el deslumbrante espejo.

Carlitos, su bebé, el hijo de la madurez, permanece internado en la neonatología. Hace tres días en medio de la renuente euforia del papá cincuentón el parto tuvo una complicación inesperada, la cesárea finalmente se efectuó de urgencia y nació el niño con bajo peso y signos manifiestos de sufrimiento fetal severo. Desde entonces permanece internado y su pronóstico parece no ser bueno, la hipoxia ha sido prolongada.

Comienza extendiendo la base por toda la cara, es una cera blanca que se adhiere pronto a la piel, debe ser bien distribuida con una esponjita o con los dedos, a él la esponjita nunca le gustó. Son sus dedos lo que se aseguran la homogeneidad perfecta del blanco. El área maquillada describe un ovalo: toda la frente y hasta la barbilla, a lo ancho de oreja a oreja, como si fuera un plato blanco, lo demás queda sin colorear. Los pulgares casi no participan, son los otros dedos que, embadurnados de blanco, repasan una y otra vez la superficie de toda la cara en búsqueda de imperfecciones.

Acaba de dejar a Graciela, su compañera de toda la vida, su amante, su vida, al cuidado de la mamá de ella. La señora ya anciana, la mima, le da con todos los gustos y atiende solícitamente a los mellizos ya adolescentes. Estos tienen que estudiar, mañana tienen prueba de matemáticas. Uno de ellos, el Joaquín está a punto de quedar libre a mitad de año. Antes de todo esto del nacimiento la situación de Joaquín lo desvelaba, ese chico no va, el colegio no parece ser lo suyo. Es vivaz, simpático, ocurrente, amiguero. Es el animador de todas las fiestas, pero con el estudio no va. No se queda quieto, se distrae, inventa tareas extra, visitas, y no se sienta a estudiar. Es posible que su vida no pase por el estudio, el problema es que tiene 17 años y no se vislumbra por donde le pasa, está francamente descarrilado.

Una vez que el blanco ha quedado perfecto, con un pincelito untado en un gris claro, traza algunas líneas horizontales en la frente para imitar y resaltar las arrugas. Los ojos, la expresión máxima junto con la sonrisa, son a los que más tiempo les debe dedicar. Pinta unos rombos azules que los rodean por completo, rombos más largos que anchos, en el derecho, el ángulo inferior se resalta y se lo prolonga casi hasta la altura de la comisura de la boca. El azul, en un principio homogéneo, ahora va en cadencia desde un celeste muy claro en el centro hasta un azul muy oscuro en la periferia. Los rombos terminan netamente enmarcados en un negro firme, el mismo negro que diseña las anchas cejas semicirculares con la concavidad hacia abajo.

Las cosas no están del todo bien con Graciela, la nota cansada, distraída. Ha perdido la chispa vital que la caracterizó desde siempre. Desde hace dos o tres años la nota retraída, mezquina, intolerante. Siempre se bancó sus salidas nocturnas, últimamente no las soporta más. Su trabajo, los amigos, las parrandas, han conseguido desgastarla. Malhumorado, se comporta violentamente con ella a menudo, eso sí, siempre le pide perdón y le promete que será la última vez. La noche, el alcohol y alguno que otro aditivo te van minando, te van sacando del rumbo hasta impedir la claridad de tus objetivos. Llegas a menospreciar a tus compañeros de viaje, a bajar la guardia con tus responsabilidades.

Un frio lo recorre por dentro, ha dejado de estar atento a las necesidades de Graciela, ha sido desconsiderado, desagradecido, se le ha enfriado su amor. Esa sensación lo corroe por dentro ahora que lo piensa, un escalofrío de desahuciada soledad le recorre la espalda.

A la boca la pinta de un rojo bermellón, vistoso, furioso. Le da la forma de una sonrisa permanente e inmóvil. Le agrega unas pinceladas de blanco para realzar el brillo, para darle movilidad, para aumentar su impacto. Sus dientes ya no son blancos como en otros tiempos, de todos modos aún resaltan entre tanto rojo y tanta sonrisa congelada. Los límites se marcan con una sutil línea de negro, a las mejillas las colorea de un rosado suave, como difuminado. Su cara ya parece estar lista, faltaría solo el fijador, de lo contrario todo lo que tocara con su cara quedaría lleno de pintura.

Él mismo hace tiempo que no es el mismo. No es viejo aún pero de vez en cuando se ha encontrado pensando en su muerte. Los excesos ya no lo divierten, aun incrementándolos, aún probando nuevas experiencias, no consigue alegrar sus días. La paz, la plenitud que alguna vez conoció, hoy han tomado el cariz de la nostalgia, de la pena, en algunos casos hasta del olvido. Si alguien le preguntara por el sentido de su vida hoy, no sabría responderle, se siente vacío. Su trabajo es una rutina, da toda la impresión de que ya no irá más allá, que su cima está en este horrible tugurio, que lo que resta esperar es el lento declive hacia la nada. Ni la suerte de Carlitos, Joaquín o Graciela logran espabilarlo, ya ni siente deseos de hacer nada por nadie.

¡Ha perdido, la vida hizo de él lo que ella quiso, lo derrotó! En ese momento, desde el ángulo inferior del rombo del ojo derecho se deslizó una gota que le llegó al cuello, la trayectoria de la negra lágrima quedó patéticamente marcada en el rostro. Al poner el fijador ya no había forma de borrarla.

Golpearon la puerta…     


El autor: Dr. Ricardo T. Ricci, médico clínico. Profesor Titular de la Cátedra de Antropología Médica en la FM - UNT