Ayer por la mañana una ambulancia trajo a Adela a la guardia del hospital. La pierna derecha estaba inmóvil, la rodilla apuntando hacia fuera y el pie apoyado sobre su lado externo. No se quejaba. Le dije que tenía que revisarla pero que lo haría con la mayor prudencia para evitarle un sufrimiento innecesario. Giró la cabeza pero no me dijo nada. Le pregunté si me había comprendido. Pensé que podría estar confusa o desorientada. Apenas me miró. Era una mujer delgada con la mandíbula prominente. Los ojos claros, tal vez azules. Las pupilas rodeadas por un arco senil amarillento. El cabello gris y la boca arrugada en las comisuras. Parecía estar pensando en algo alejado de lo que sucedía a su alrededor. Ausente. Mientras la examinaba Manuela me hizo señas para que me acercara. Quería decirme algo sin que ella pudiera escucharnos.
- No quería venir al hospital. Se resistió mucho. Insultó, forcejeó hasta que lograron traerla. La encontraron tirada en el piso abrazada a su esposo Nadie logró que él hablara más que dos o tres palabras. Parecía enfermo o algo así. La mujer no quería dejarlo solo y él no quiso acompañarlos.
Le hicimos radiografías y análisis. Tenía una fractura de cadera. Se decidió operarla algunas horas más tarde. Se lo dije, pero tampoco eso modificó su actitud.
- Adela va a ser necesario operarla. Le vamos a dar anestesia general y no va a sentir nada. Quédese tranquila.
Me escuchó con indiferencia y volvió a concentrarse en sus pensamientos. De a ratos se frotaba el muslo con la palma de la mano como única señal de que sentía algún dolor. Nada de lo que le sucedía parecía importarle demasiado. La trasladaron a la sala de mujeres para prepararla para la cirugía.
La sala tenía dos filas de quince camas distribuidas a lo largo de unos veinte metros. En el centro un par de escritorios de madera en muy mal estado repletos de papeles desordenados. Sobre un soporte, instalado en la pared a gran altura, había un televisor pequeño que mostraba escenas de un documental sobre ballenas. Una mujer tejía con una sola aguja. No miraba lo que hacía, movía los dedos automáticamente mientras el hilo abandonaba un ovillo blanco que se movía dando saltos como una marioneta sobre el piso.
Pasé varias veces cerca de Adela. Siempre estaba en la misma posición. Después de cenar fui a verla para hacerles los últimos controles antes de que la llevaran al quirófano. Busqué una silla pero todas estaban rotas. Me senté sobre el borde la cama. Olía a colonia de baño. Aún miraba al techo. Tenía los cabellos largos y blancos atados con un rodete sobre la nuca. Por delante el peinado era tenso. La frente despejada le agrandaba los ojos. Me palmeó las rodillas y sonrió al verme. Su actitud había cambiado.
- Adela, ¿tiene ganas de hablar?
- Creo que va a ser la primera noche que paso fuera de mi casa en los últimos diez años doctor.
- ¿Sí? ¿Por qué?
- Nunca lo dejé solo a mi Pedro.
Hablaba como si nuestra conversación viniera desde tiempo atrás aunque era la primera vez que lo hacíamos. Me veía, pero no me escuchaba. Parecía querer contarme algo que consideraba que yo debía saber. O tal vez se lo estaba contando a sí misma en voz alta.
- Esa tarde doctorcito, no me la puedo sacar de la cabeza. Podría contarle cada detalle. La ropa que tenía puesta, las miradas entre el Pedro y yo cuando el Diego salió a la calle. “Andá, salí, hay algo para vos en la vereda, un regalo de tus viejos”. Caminó despacio, desconfiando. “Dale, dale, no seas cabezón” le decía el padre. Salió sin imaginar lo que iba a encontrar. Había soñado tanto con esa moto. Le pusimos Diego, por el Diego, ¿vió? Nació en Agosto del 86, poco después del Mundial y el padre se empecinó en que debía llamarse así. Mi esposo trabajó los fines de semana durante todo un año para juntar peso sobre peso. Había terminado el secundario, era buen alumno, trabajaba en un quiosco cuando salía del colegio. No hacía más que agradecernos lo poquito que le habíamos podido dar. Pero el Pedro insistía: “el pibe se lo merece Adela, se lo merece”. Y se la compró doctor. Estaba más feliz que el chico. Nunca lo había visto así, se lo juro.
Se encendía a medida que avanzaba en el relato. Hacía lo posible por levantar la espalda y acompañaba las palabras con movimientos de las manos. De a ratos me miraba para comprobar que le estaba prestando atención.
- Lo espiamos a través de la ventana. Los dos abrazados, no lo podíamos creer. Acarició la moto, así con la palma de la mano. Se daba vuelta y nos buscaba. Entró corriendo y nos abrazó. Lloró como cuando era un chico. Nos apretaba tanto que creí que no lo iba a aguantar. Si hasta hematomas me salieron al otro día. Unos manchones negros aquí en los brazos. El Pedro se soltó, le dio un beso y se fue al baño. Yo sé que él también se fue a llorar.
Le tomé la mano y se la apreté. Me pareció que tenía que detenerla para que llegara a la cirugía menos alterada. La historia que me estaba contando la llenaba de emociones. No supe qué hacer. Le acaricié la cabeza y le acomodé la almohada. Manuela apoyó su mano sobre mi hombro como una advertencia. Entonces comprendí que tenía que permitir que Adela hablara.
- Fue en el primer viaje. Se bañó, se puso la mejor ropa. Una campera nueva que la había regalado el padrino y las zapatillas que le compramos en Navidad. Cuando subió a la moto nos volvió a mirar por la ventana. Le hice señas de que se subiera el cierre, estaba fresco. Con el Pedro nos quedamos escuchando el ruido de la moto hasta que desapareció.
Se calló. Tal vez había hecho silencio para volver a escuchar el ruido de la moto alejándose por la calle hasta desaparecer.
- No serían ni las nueve de la noche doctorcito. El Pedro miraba las noticias en la televisión. Tocaron la puerta. Raro, ¿vió? Un sonido extraño, malo, muy malo. Yo supe que era una desgracia. No nos dijimos nada. El policía era gordo. Una especie de mono con uniforme. Me lo dijo así nomás. Como si se tratara de una noticia cualquiera. Rapidito. Yo no quería escucharlo, pero ya lo había dicho. Nos dejó un papelito arrugado con el teléfono y la dirección de la comisaría y se fue. El Pedro me tomó del brazo y me apretó. Pensé que se iba a desmayar. Lo acompañé al sillón y lo senté. Lo abracé. Nos quedamos quietitos sin saber qué hacer, qué decir.
Volvió a hacer una pausa. Le pedí que se tranquilice, que no era el mejor momento para recordar algo tan terrible.
- Cuando volvimos del cementerio llovía. El Pedro estaba sentado junto a la ventana y miraba hacia la vereda. Tuve miedo. “Sentate”, me dijo. “Mirá Adela, al pibe lo maté yo ¿sabés? Tomalo con calma pero quiero que sepas que ahora me voy a matar. No voy a decírtelo otra vez.Lo voy a hacer” Y no lo dudé doctorcito. Yo sabía cuando el Pedro estaba decidido a hacer algo y cuando no.
Ya era de noche. Afuera todo seguía ajeno a lo que vivíamos dentro del hospital. Seguí el movimiento de los autos desde que aparecían hasta que ingresaban en un punto ciego más allá del rectángulo de la ventana. El relato de Adela no me daba tregua.
- No nos dijimos nada más doctor. Nunca. Sólo esas palabras y después un silencio que ya lleva diez años. Jamás pudo llorar, nunca. Yo sabía que no tenía que dejarlo solo ni por un minuto. Y no lo dejé. Nunca. Él se fue quedando quieto. Fue dejando de hablar. Nada le interesaba. Los canarios que criaba en el patio se fueron muriendo. Era lo que más le gustaba en el mundo pero ni siquiera le importó. Le daba de comer, lo bañaba, lo dormía. Lo llevaba a cobrar la jubilación y a hacer las compras. Lo sentaba en la cocina mientras preparaba el almuerzo o limpiaba la casa. Lo afeitaba y lo vestía. En Navidad armaba una mesa en el patio y nos sentábamos los dos solos. Cuando llegaban las doce le ponía una copa en la mano y lo obligaba a brindar. Entonces le pedía a Dios que no me lo quite doctor. Después empezó a caminar raro, con pasitos cortos. Se caía. A veces se levantaba de madrugada y se iba al patio. Se quedaba allí, muerto de frío. Yo lo espiaba desde la ventana de la cocina. Lo dejaba un rato y después le llevaba una frazada, lo cubría y me lo llevaba despacito de vuelta a la cama. Cada vez se movía con más dificultad. Se puso duro, como si fuera de piedra. Nunca, nunca lo dejé solo porque sabía lo que iba a pasar si yo me distraía. Cuando me caí de la escalera y sentí ese crujido de los huesos, lo agarré fuerte de la mano y lo obligué a que me arrastre hasta la cama. No lo quería soltar. Nos quedamos así agarrados toda lo noche. Me moría de dolor pero me lo aguanté.
El carro de la comida entró a la sala. El ruido metálico y el tintineo de los platos rebotando sobre las bandejas resultaba ensordecedor. La mucama distribuyó las raciones a cada paciente. El olor a sopa de zapallo y a pollo me hizo sentir náuseas.
- Cuando se hizo de día escuchamos los ruidos de los vecinos que se levantaban. Sonó el timbre, muchas veces. El teléfono. Otra vez el timbre. Pero no atendimos. Entonces escuchamos los golpes en la puerta de chapa. Ruido de patadas. Después apareció el muchacho de la casa de al lado, despeinado y muerto de miedo entrando en la pieza. Y al rato, usted ya sabe doctorcito, la ambulancia, la enfermera. Me arrancaron de al lado del Pedro. Les grité que no me lleven, que me dejen, que era importante, que no podía irme de casa. Les supliqué. Pero ni me escucharon.
Intenté consolarla pero yo estaba más conmovido que ella.
- Quería contárselo doctor. Necesitaba que usted lo sepa antes de operarme. Tiene que hacer algo, por favor. Que alguien vaya a cuidar a mi Pedro. Prométamelo.
- Quédese tranquila Adela. Ya mismo me voy a ocupar. Ahora descanse que dentro de un rato la vendrán a buscar para llevarla al quirófano.
Salí a buscar a alguien que pudiera ir hasta su casa y ocuparse de Pedro. Se había desatado una tormenta y empezaba a llover. La ambulancia no estaba disponible. Tuve que pedírselo a la guardia policial. No se interesaron demasiado pero mi insistencia logró que dispongan lo necesario para hacer una visita de comprobación. Les pedí que me avisen de inmediato cómo estaba Pedro para que su mujer pudiera operarse más tranquila. Mientras esperábamos noticias llegó la hora de llevar a Adela a cirugía. La encontré en una camilla frente a las puertas del quirófano. Le avisé que ya se estaban ocupando de su esposo y la acompañé mientras la operaban. Al cabo de algo más de dos horas salimos rumbo a la sala de recuperación. Ella aún estaba semidormida pero sin mayores complicaciones.
El policía me llamó por teléfono y me pidió que bajase a la sala de emergencias. No quiso explicarme los motivos. Lo encontré rodeado por mis compañeros conversando. Hacía gestos que ilustraban lo que decía pero que yo aún no lograba escuchar. Cuando estuve cerca se calló. Todos abrieron el círculo que formaban a su alrededor hasta dejarme solo frente a él.
- Fuimos doctor. Nadie respondió al timbre. El vecino nos ayudó a entrar a través de los fondos de su casa. No encontramos a nadie.
El estampido de los truenos lo interrumpían a cada momento. Nos callábamos cuando veíamos el destello de un rayo y esperábamos a que lleguara el sonido. La lluvia golpeaba sobre el techo de chapa. Dos mucamas intentaban sacar el agua que inundaba los consultorios. Un hombre corría entre las ventanas tratando de cerrarlas para que no se golpeen con el viento. Justo antes de llegar a la última una ráfaga la empujó y el vidrio estalló en mil pedazos. Llegaron los bomberos anticipándose al anegamiento de los sótanos del hospital. Empujaban una bomba sobre un soporte con ruedas para sacar el agua que inundaba el subsuelo apenas llovía desde hacía muchos años.
- Lo buscamos por el barrio, pero no lo encontramos. No había una nota ni señales de que se hubiese llevado nada. Todo estaba en orden. Nos volvimos para hacer una denuncia por el paradero de ese hombre. Necesitábamos sus datos y una foto. Pensamos que su esposa nos los podría facilitar.
Manuela se acercó para decirme que habían encontrado a un anciano bajo la lluvia en la puerta del hospital. Pensó que podría ser Pedro pero el hombre no quería moverse y no hablaba ni una palabra. Fuimos juntos. Lo encontramos sobre uno de los bancos del parque de acceso al hospital. Estaba empapado, la ropa chorreaba agua y el cabello goteaba sobre su cara. Tenía un paquete envuelto en papel de diario aferrado con ambas manos.
Lo cubrimos con un paraguas e intentamos hablarle. Manuela lo tomó del brazo pero él se resistía a moverse. Quiso revisar el contenido del paquete a lo que también se negó. Forcejearon pero el hombre logró retenerlo. – Pedro, ¿usted es Pedro? Le dije casi a los gritos intentando superar el ruido del viento y la lluvia. El paraguas se desarmaba. Las gotas caían con tanta fuerza que parecían agujas clavándose en la piel. El hombre me miró. No se inmutaba ante el tumulto que la tormenta, nosotros y un grupo de curiosos armábamos alrededor suyo. – ¿Usted viene a ver a Adela? Le pregunté casi pegado a su oreja. Nada. Las personas que nos acompañaban comenzaron a aburrirse y se retiraron.
El viento sacudía las ramas de los árboles sobre nuestras cabezas. Desde algún lugar cayó una paloma. Luchaba contra el viento pero apenas se movía. Manuela se fue detrás de ella abandonándonos al chaparrón que había adquirido su mayor intensidad. El anciano parecía una estatua bajo el diluvio. Sentado sobre el banco, la espalda recta, las rodillas juntas, las manos sobre los muslos. No lograba identificar ninguna señal en su cara que me permitiera saber si el nombre de Adela le resultaba familiar. Parecía no tener gestos ni expresión.
Me senté a su lado chorreando agua por todos lados. Le pasé mi brazo sobre sus hombros. Apoyé una mano sobre su rodilla. –Pedro, soy el médico que atiende a Adela. Conozco la historia de Diego, su hijo. Ella me la contó.
La rodilla comenzó con un temblor que al principio no era visible pero que podía sentir en la palma de mi mano. El movimiento fue calentándose. Se hizo más frecuente y más amplio. El cuerpo concentró su energía en una actitud que anticipaba que se pondría de pie. Despacio, armando cada secuencia como si fuese independiente de la siguiente se enderezó hasta pararse. Yo también lo hice. Se había formado un charco enorme sobre el que estábamos parados. Supe que era Pedro. Abrió la boca que se le llenó de agua de inmediato. Dijo –“Diego, Diego…” Escupiendo gotitas al aire. Se tapó la cara con las dos manos y lloró.
El paquete que sostenía cayó sobre un lago de barro chirle. Al abrirse se desparramó un camisón blanco con pequeñas flores rosadas y una toalla azul con los bordes desflecados. No podía verle los ojos pero sentí que lloraba con el cuerpo pese a la rigidez de sus movimientos. Nos iluminó el destello de un rayo y por un instante se hizo de día. El trueno llegó demorado. Lento, como los movimientos de Pedro al ponerse de pié. Manuela volvió con la paloma apretada entre las manos.
Lo abracé y lo besé en la frente. –Llore Pedro, llore. Le dije sin habérmelo propuesto. Él también me abrazó. –Pedro, no se asuste, Adela está muy bien. Dio una especie de saltitos que no lograban moverlo pero que yo podía percibir en la tensión que le recorría las piernas. –No va a pasarle nada malo. En un par de días volverán los dos a casa. Apoyó su cabeza en mi hombro. Los dos emitíamos un vapor que se dispersaba a pocos centímetros de nuestros cuerpos. Sin dejar de llorar dijo "Diego", muchas veces. Repitió ese nombre como una plegaria. Miró hacia el cielo que se desplomaba sobre nosotros. Juntó fuerzas hasta que un sonido áspero y furioso le salió por la boca. Gritó. Un alarido primitivo y salvaje. Un estampido de dolor animal trepándose al estruendo de la noche.
Daniel Flichtentrei
*Imagen Miguel Ruibal, España