Relato del Dr. Alberto Bustos

Roquito

Este relato forma parte del programa de Clínica Literaria, coordinado por Mateo Niro, en el marco de "Roemmers junto a la cultura"

Autor/a: Dr. Alberto Bustos

Qué querés que te diga, Roquito, las cosas antes eran mejor. La gente piensa que los chicos de ahora lo tienen todo, qué sé yo, el último telefonito, la ropa de marca, si necesitan salir le piden el auto a papá y listo. A mí no me vengan con esa cantinela, pueden tener todo eso pero no tienen lo más importante que son las personas de carne y hueso como las teníamos nosotros, ahora se crían solos. Bah, nosotros también nos criamos solos, pero eso es otro tema, y nunca nos quejamos, ¿no? ¡Qué nos ibamos a quejar con lo bien que la pasamos mirando los colores que eran colores de verdad, saboreando los sabores como Dios manda y respirando los olores de la madre naturaleza. ¿Viste, Roquito? ¡Ahora me puse poeta! Pero decime vos si en estos tiempos todo es tan absurdo. Hasta a un Paty para que parezca Paty le tienen que poner humo artificial. En cambio, nosotros hacíamos esos churrascos a la plancha que para qué te la voy a contar si la viviste. Aunque yo no sé —nunca lo supe— si todo esto vos lo viviste con la malasangre de que los viejos se nos fueran tan pronto. Sí, ya sé, Roquito, siempre me decías lo mismo, que para vos yo fui mucho más que tu hermano, que fui tu padre y tu madre también. En realidad vos y yo fuimos familia completa, Roquito, y nos cuidamos entre los dos y eso ayudó a que no la pasáramos tan mal. En verdad, la fuimos llevando. Sin ir más lejos, lo del negocio fue una pegada. Había que hacerse cargo aunque éramos recién nacidos. Pero no nos quedaba otra, ¿no? Lo hicimos crecer hasta que se transformó en toda una institución en el barrio. ¡Casi una iglesia! Todos los muchachos venían a pasar el tiempo. Vendíamos de todo y nos gustaba hablar de cualquier cosa. Cada persona que necesitaba algo, primero venía con nosotros. Pero lo mejor llegaba cuando cerrábamos, y vos agarrabas el bandoneón y nos quedábamos hasta la madrugada cantando tangos y contando historias. Yo prefería las historias que terminaran bien. ¿Te acordás la cantidad de cuentos que me sabía? Si no me paraban seguía contando hasta el fin de semana. Y así llegaba Florencio. Nosotros le decíamos tío Florencio, porque nos había ayudado a criarnos y lo considerábamos como de la familia, y entonces llegaba tío Florencio y se ponía a recitar mientras le hacías la música de fondo.

Cuando uno es joven tiene todo el tiempo del mundo, por ese entonces nos gustaba inventar historias y armábamos cachadas para divertirnos. ¡La de Don Albaro, por favor! Vos te tenés que acordar, Roquito, del viajante que siempre nos quería pasar con los pedidos, que nos dejaba de menos o que nos cobraba de más. O a veces las dos cosas. ¿No te acordás lo del corpiño? Para mí se lo merecía, ¿por qué me voy a arrepentir de eso? Sabíamos que cuando volvía era la mujer que le desarmaba la valija para lavarle la ropa, él se pavoneaba de cómo la tenía para servirle para esto y para lo otro. En un descuido, agarré un corpiño que teníamos a la venta, le saqué la etiqueta y se lo metí entre los calzoncillos. ¡Qué flor de quilombo se le armó, creo que la mujer no le habló como por dos meses! La verdad es que no sabemos bien bien porque no apareció más por la tienda. Yo siempre digo que la creatividad es hija del aburrimiento. Cuando no pasa nada, surgen las mejores ideas. Mirá si no. Vos te vas a acordar de doña Cándida, la madre del Cabezón Gutiérrez. Te acordás que estaba muy enferma y lo único que le quedaba era ese hijo tan tarambana que trabajaba en el ferrocarril y que cada dos por tres estaban a punto de echarlo. La pobre necesitaba algo que la mantuviera en pie y cada cosa que le hacía el Cabezón la hundía más,  la defraudaba y la tristeza se le pegaba en la piel arrugada. No me podés decir que te olvidaste, si vos ibas a visitarla todos los días y  le llevabas cosas del negocio de regalo y que tenía banderines de Perón en el comedor y que te hacía pasar y le hacías compañía. Vos alguna vez me llevaste, y cada vez que la veías así te ponías tan mal por ella, ibas a cebarle mates, le comprabas los bizcochitos que le gustaban, y entre mate y mate le hablabas bien del Cabezón, pero ella no te creía, decía que lo decías para hacerla sentir bien. Por lástima con ella no más.

Esto que te voy a contar nunca te lo había contado. Mirá el tiempo que pasó y te lo vengo a confesar tarde. La cosa es que me costó un trabajo bárbaro, tuve que ir a las escuelas técnicas, las recorrí a todas. Vos sabés que nunca me gustó mucho el estudio, y eso de ir a la escuela aunque solo fuera de visita me resultaba pesado. Pero pasaban los días y no encontraba lo que estaba buscando. Y mirá cómo son las cosas que la solución no la encontré en los colegios, sino que me llegó cuando menos la esperaba. De casualidad estaba en el negocio cuando llega el Cacho. Vos estabas de viaje porque habíamos perdido al viajante del corpiño y necesitábamos buscar la mercadería. Era el tiempo en que la montaña ya no iba a Mahoma y nosotros teníamos que ir a la montaña. Sabía que ibas a estar afuera unos días y en eso llegó Cacho, te acordás del Cacho, era el menor de los Villarraza, el Cacho llega a la tienda con una cara de contento que ni te imaginás. Cuando lo vi llegar, le pregunto si se había comido un payaso, y podés creer que me dice que estaba así porque se acababa de recibir de técnico electrónico en una de esas escuelas de afuera. El loco se sentía Nicola Tesla, te juro que se sentía Nicola Tesla. No te creas que al principio dije acá tengo la solución, no señor, al principio dudé, porque lo vi muy verde al pibe, además la madre de él era muy amiga de la vieja del Cabezón y en ese momento me agarró el julepe de que este se fuera de boca. Así que lo pensé bastante y, como no conseguía a nadie, lo tuve que buscar a él. Lo hice venir esa noche antes de cerrar. Me imagino que vos estarías más o menos porque cuando te llevabas el bandoneón estabas así y desaparecías varios días hasta que volvías como si nada.

No, no te lo estoy reprochando, pero no podía verte así. Por eso pensé que era mejor de esta manera. Yo trataba el asunto como altamente clasificado y tenía miedo de que algún doble agente me pudiera desbaratar la misión. Claro que hablo en serio, cualquier filtración y todo el plan se iba al tacho, por eso tuve que actuar con total reserva.

La cosa es que aquella noche cerré la puerta de la tienda y la de la casa con traba y corrí unas sillas pesadas para asegurarlas, nos sentamos con el pichón de Tesla y la verdad es que el ñato era un bocho. En un rato proyectamos todo, quedó redondito el plan. Aunque yo seguía con miedo porque una cosa era decirlo y otra era hacerlo.

El primer problema que se me presentó fue conseguir la radio. Nosotros teníamos una pero la nuestra era muy chiquita, para entender lo que decían te la tenías que poner pegada a la oreja y eso no nos servía. Así que al otro día después del almuerzo, cuando en el negocio no había un alma porque todo el barrio estaba durmiendo la siesta, lo veo caer al Cacho con un aparato de esos inmensos, de esas que llamaban capilla, ¿te acordás?, pero te aseguro que esta más que una capilla era una catedral. Se la habían dejado para que le cambiara unas válvulas y este la tenía lista para entregar, pero les dijo que no las conseguía, que eran importadas y que le iba a llevar un tiempo para que se las trajeran. La pusimos en un rincón del patio en la pared que da al altillo. El flaco sacó una de cables y comenzó a trabajar, los ocultó entre la enredadera y así quedó todo disimulado. La primera parte de nuestra operación, digo operación porque la llamamos Operación Cándida, estaba concluida.

Ahora empezaba lo realmente complicado, porque necesitábamos el factor humano, pero todo empezó a encajar solo, como piezas de relojería porque buscamos al pelado Escudero, ese pibe que se la rebuscaba como locutor en LT2, el que venía a cobrarnos la propaganda de la tienda. Era macanudo y cuando le conté nuestro plan enseguida quiso participar y hasta trajo un micrófono viejo que estaba tirado en el desván de la emisora, que el pichón de Tesla lo dejó como nuevo, así todo quedó preparado en el altillo, donde nadie podía vernos. Ni vos.

Así es como pasamos a la fase tres, y cada vez se complicaba más porque ahora teníamos que conseguir a alguien que pudiera dar el discurso. Yo sé que ahora estás pensando que digo cualquier cosa total no vas a contradecirme. Pero por favor, Roquito, déjame seguir.

El tema del discurso era complicado porque era la parte central del plan. Fue ahí cuando me acordé del Narigón Valdés, que los fines de semana se ganaba unos mangos imitando a Edmundo Rivero. Lo fui a buscar al trabajo, porque trabajaba como vendedor en El Emporio de la Loza. ¡Tenés que ver qué voz tenía! y además imitaba a todos, desde Sandrini a Niní Marshal. Así que le dije lo que teníamos en mente y enseguida se enganchó. Es más, quería maquillarse y salir a escena disfrazado, pero le dije que no, que eso era una locura, que era imposible, entonces el Narigón tuvo que tragarse su histrionismo y resignarse a seguir el plan al pie de la letra.

Cuando la cosa estuvo lista, armamos un ágape en el patio, ya hacía calorcito, y la noche estaba estupenda. Le dijimos a todos que nos íbamos a juntar para festejar que el Cacho se había recibido e invitamos a todo el barrio, y aunque no lo creas vinieron todos, y todos me preguntaban por vos. Le pedimos al Cabezón que viniera y que trajera a su madre. La mujer no se animaba a venir, pero la fuimos a buscar y la sentamos en la mesa del centro. Todos comían como si fuera la última cena y cuando estuvieron llenos y con varias cervezas encima, nuestro cadete el Julián Colomé sale y dice:

—En un rato va a hablar Perón por radio.

Se quedaron asombrados porque nadie sabía nada, entonces y sin darles mucho tiempo para pensar prendo el armatoste y en medio de una leve fritura se escucha la voz del Pelado:

—Señoras y señores… en instantes va a hablar por cadena nacional nuestro presidente, el General Juan Domingo Perón.

Se escucha una musiquita y aparece la voz del Narigón, potente, afónica pero potente, con una dulzura autoritaria que parecía cautivarte y se manda un discurso breve sobre la actualidad y en una de esas cuando nadie se lo esperaba dice:

—Nuestro país se ha construido en base a los Ferrocarriles y estos funcionan por sus obreros que son la sangre que los mueve, por eso esta noche quiero felicitar a uno de ellos… quiero felicitar al compañero Lorenzo Gutiérrez que es un empleado ejemplar y marca el rumbo de lo que la Argentina quiere, hombres probos y de trabajo, a él lo saludo especialmente. Y sé muy bien que detrás de todo hombre hay una madre y sé que este tiene una que es excepcional, vaya para ella también este saludo y agradecimiento a doña Cándida, por ese gran patriota que tiene como hijo.

El loco siguió hablando, pero ya nadie lo escuchaba, todos miraban a la viejita que estaba llorando de la emoción, el Cabezón se acercó y la abrazó. Hubieses visto la cara de esa mujer.  Yo sabía que estarías por volver y que enseguida ibas a ir a visitarla, entonces sabía que la ibas a ver a ella tocando el cielo con las manos, y cuando tomaran mate te contaría y que vos…

Perdoname, Roquito, pero me está costando este tiempo y este silencio. 

A partir del día aquel doña Cándida había salido a todos lados y le contaba a quien quisiera escucharla que el General la había saludado y lo había felicitado por su hijo. Vos también hacías correr la voz. Al poco tiempo se nos fue, pero se fue contenta, ¿no? No sé si ella se dio cuenta alguna vez del camelo, y si se dio cuenta se hizo bien la otaria. Y seguro que vos también, Roquito, porque para qué decirme si a mí me hacía sentir bien verte así.


El autor:

  

Alberto Bustos nació en Rosario, y desde hace más de 35 años vive en Paraná, aunque esta ciudad aún no ha terminado de adoptarlo. Se recibió de médico en la Universidad de Rosario, realizó el Internado Rotatorio en el Hospital Provincial y la residencia de Medicina Interna en el Hospital de Granadero Baigorria, luego obtuvo la especialidad en Terapia Intensiva. El fútbol y la lectura fueron el motor de sus mitocondrias. También la escritura, tanto que le hizo ganar premios y menciones en concursos diversos. Y escribir este relato.

Este relato forma parte del programa de Clínica Literaria, coordinado por Mateo Niro, en el marco de “Roemmers junto a la cultura”.