Relato por Patricia Gutiérrez

Bernardo

Este relato forma parte del programa de Clínica Literaria, coordinado por Mateo Niro, en el marco de “Roemmers junto a la cultura”.

Autor/a: Patricia Gutiérrez

Un gallo rompió el silencio en la granja que se desperezaba ante el arribo del alba. Aún se podía ver la palidez de la luna despidiéndose en el cielo, donde unas horas antes había brillado con intensidad. Bernardo salió del rancho bostezando y se encaminó hacia el  pozo, situado a pocos metros; luego de asearse, regresó con dos cubos repletos de agua y se los entregó a su madre, que desde hacía rato se encontraba junto a los fuegos preparando el desayuno. El aroma a pan recién horneado inundaba el recinto pequeño. El  joven se sentó a la mesa y, sin poder contenerse, pellizcó un trozo y lo devoró, mientras miraba con ternura a su esposa que, en un rincón, amamantaba a su hijo de apenas 15 días. Bernardo no cumplía todavía los 20 años, amaba profundamente a María y ese gran amor había sido bendecido con un precioso niño. El pequeñín había logrado trocar el odio y la tristeza que atenazaban  su corazón desde la muerte de su padre. O al menos sosegarlo. Aquel aciago día —no había momento en que no lo recordara— en que su padre había resuelto marchar al pueblo y él se había ofrecido a acompañarlo.

—No, hijo, tú quédate y termina de arar la franja oeste, porque mañana debemos tirar las semillas. No podemos esperar más.

—Y entonces ¿por qué no se queda usted también?

—Tengo que reunirme con los demás granjeros y agricultores. Debemos unirnos para resistir y poder conservar nuestras tierras. Vamos a demostrarle a don Pedro Santos que él no puede quitarnos así porque sí lo que nos pertenece.

—Tenga mucho cuidado, padre. Ese hombre es muy poderoso, no se olvide que tiene la protección del gobernador.

—Lo sé hijo, claro que tendré cuidado. Pero yo no lo voy a permitir… —y frenó sus palabras con un sollozo—. Yo sé que no es mucho lo que tengo. Que es apenas una porción pequeña de tierra, con unos pocos cultivos y animales; pero es lo que tengo y será para ti, Bernardo….

Esa fue la última vez que vio a su padre con vida. Encontraron su cuerpo a mitad de camino del pueblo; las autoridades dijeron que la mula lo había tirado y pateado hasta destrozarlo. Una mula vieja y mansa acostumbrada a la gente que siempre volvía al rancho, pasara lo que pasara, y que se la había tragado la tierra. Desde entonces, varios granjeros habían vendido sus propiedades a Santos y se habían marchado buscando nuevos horizontes. Su pequeño terruño había quedado rodeado de la gran propiedad del terrateniente. Solo él y dos más no habían claudicado y se habían negado a vender.

Terminó de desayunar y rumbeó para los corrales con la intención de alimentar a los animales. Ordeñó la vaca, recogió unos huevos y dispuso todo en la desvencijada  carreta. Su madre se acercó con un atadito:

—Bernardo, llévale estos pancitos al Padre Juan.

Se despidió de ella y de su esposa que acababa de asomarse a la puerta y partió hacia el pueblo para vender su carga. Besó al pequeño en la frente y se marchó.

Pasado el mediodía, mientras volvía divisó una columna de humo que se elevaba en el cielo; pronto se dio cuenta de que provenía de su propia granja. El horror y la desesperación se apoderaron de él y azuzó el caballo hasta conseguir que la carreta se deslizara a los tumbos por el camino. Al llegar vio con claridad aplastante el rancho envuelto en llamas; su mirada se negaba a ver nada más. En realidad todo ardía, los corrales, los pajonales, el maizal. Ni siquiera vio a los hombres que reían ante el dantesco espectáculo. Un grito lastimero y el fuerte olor a carne quemada golpearon sus sentidos. Un lazo lo envolvió tirándolo al piso; reconoció a los hombres de Santos y un odio ingente se apoderó de él. Cuanto más se resistía, más lo torturaban. Finalmente lo arrastraron un corto trecho con los caballos y lo dejaron abandonado. Su último pensamiento antes de perder el sentido fue para María y su hijo, y le pidió a Dios que se lo llevara también a él.

Don Alejandro de la Vega volvía de Nuevo México luego de finiquitar unos negocios, que le abrirían nuevos rumbos comerciales en esa región. Viajaba con cinco de sus hombres de máxima confianza, cuando de pronto el carruaje se detuvo. Se asomó por la ventanilla y vio que uno de sus hombres cabalgaba hacia él.

—¿Qué ocurre, Pedro?

—Hay un hombre muy mal herido al costado del camino, patrón.

Don Alejandro descendió del coche y se acercó al lugar que le señalaban sus hombres. Pedro se había apeado y lo estaba examinando.

—Está vivo, patrón, pero apenas. Parece que le cortaron la lengua, ha perdido mucha sangre.

—Y eso no es todo patrón —dijo otro de los hombres— hemos visto restos quemados a una legua, no quedó nada vivo.

—Pobre muchacho —dijo don Alejandro—, parece un campesino….súbanlo a mi coche, hay un pueblo cerca de aquí. Veré que un médico lo atienda.

El pueblo era apenas un pobre caserío; avistaron la campana de la Iglesia y enfilaron hacia allí. Bernardo recibió los primeros cuidados de parte del Padre Juan, que había logrado detener la hemorragia. El Padre Juan le suplicó a don Alejandro que se llevara al muchacho con él.

—Lo matarán, don Alejandro, en cuanto se enteren que está vivo, lo matarán. Es un buen muchacho, trabajador, honesto, aquí ya no le queda nada…

—No se preocupe, Padre, lo llevaré conmigo. Lo único que ruego es que llegue vivo. Los Ángeles no está cerca y nos llevara varios días llegar a destino.

—¡Dios lo bendiga, don Alejandro! Mis oraciones lo acompañarán durante el viaje, todo saldrá bien, ya lo verá.

Habían pasado tres meses desde su llegada a la hacienda de los de La Vega y, aunque se iba reponiendo físicamente, su espíritu aún estaba quebrantado por el dolor de la pérdida. Bernardo, aquella mañana por primera vez, salió al patio e inspiró profundamente el aroma a jazmines y buganvillas que lo adornaban. Vio allí un hermoso niño de unos cuatro años, que jugaba con una pequeña espada de madera y aún no había advertido su presencia; supo después que era el hijo de don Alejandro. Lo había visto una o dos veces desde lejos. Una suave brisa se levantó de repente, provocando un arrullo entre las hojas de los árboles. Diego, que así se llamaba el pequeño, levantó su cabecita y sonrió al muchacho que lo observaba, luego corrió hacia él y tomándolo de la mano lo invitó a jugar. Le mostró sus juguetes esparcidos en el suelo y le regaló un soldadito, mientras conversaba en su media lengua incansable. Una lágrima rebelde  se deslizó por la mejilla de Bernardo y Diego, al verlo llorar en silencio, compungido lo rodeó con sus bracitos intentando consolarlo.


Autora:

  

Patricia Gutiérrez nació en la tierra del sol y del vino. Creció junto a sus padres y dos hermanos menores viviendo en la amplia geografía argentina. Por su vida errante se aferró a los libros y a la música, sus dos pasiones. Estudió medicina en Córdoba y regresó a su San Juan natal donde se especializó en cardiología, profesión que ejerce en la actualidad. Su tiempo libre lo reparte entre la apicultura, música, cocina, lectura y la escritura de algunos relatos.


Este relato forma parte del programa de Clínica Literaria, coordinado por Mateo Niro, en el marco de “Roemmers junto a la cultura”.