Relato de la Dra. María Julieta Vera Janavel

Un día a la vez

Una estremecedora historia de infancia.

Autor/a: María Julieta Vera Janavel

1.

Me miro las manos, la pielcita de los dedos hace parecer la de un viejo. Siento frío en los pies, todavía están húmedos, tengo largas las uñas. No sé quién me las va a cortar ahora.

Todas mis mañanas empiezan parecido. Me despierto solo.  Bajo por el costado de la cucheta, hago pie en el colchón de mi hermano y rápido voy al baño para hacer pis. Costumbre que me quedó después de tantas noches de mojarme.

Las mejores mañanas son cuando me encuentro en el comedor a mi mamá tomando maté sola. Igual, a veces, no sé si me gusta tanto encontrarla así. Mira fijo la bombilla y revuelve la yerba como si ni siquiera se diera cuenta de que ya me desperté. Nadie me cuenta bien las cosas, o yo las entiendo mal. Es que soy medio lento, eso ya lo sé. Me cuesta entender las clases en el colegio, me cuesta saber cuál es el vuelto cuando voy a comprar semitas, y cuando me hablan a veces me pierdo.

Cuando sea grande quiero trabajar y no ser un culiau como mi papá. Cuando hablo con el abuelo siempre le pregunto sobre cómo es ser albañil. Él me dice que él nunca fue albañil,  que tiene varias changas y que a veces ayuda a hacer casas, nada más. La próxima vez que pase para llevarnos al colegio, entonces le voy a preguntar si sabe andar en bicicleta. Le quise preguntar a mi mamá, pero ella no me contesta. Todo lo que le pregunto me dice: «No sé, no sé, Ariel, andá a jugar a la vereda». Y voy a la vereda, horas, todo el día me la paso en la vereda… por eso me vendría bien una bicicleta. Cuando veo un chico pasar en bicicleta, siempre se va riendo.

Hay días que, con mi hermano, vamos al baldío de al lado de Don Gómez, nos tiramos adentro de la cuneta a jugar con las ramas caídas. Siempre nos dan la fruta que se está poniendo fea de la verdulería. Mi hermano casi ni habla, pero se hace entender. 

Cuando estoy por ahí y veo la gente entrar y salir del kiosquito, me pongo a pensar. A veces con algunas personas juego a contarles que me perdí, o que no tengo padres. Siempre termino ganando algo para comer o al menos un abrazo. Todos al final tienen que haber pasado por lo mismo cuando tenían mi edad.

Cuando en la cuneta se va poniendo oscuro, el sol se mete entre las ramas, el viento sur me pega en el pelo largo, me empiezo a sentir raro. Me cruje la panza, me da escalofríos… y ya tengo que volver a casa. Agarro a mi hermano del brazo, le pegó unos cozcachos, juego al fosforito con su cabeza y lo pecho por el camino. Mientras vamos llegando espío las ventanas de las otras casas, siento los olores a comida. ¿Qué habrá de comer en la casa? Salto pozos y baldosas rotas, escucho un par de insultos y ya estamos casi en la puerta. Pecho al enano contra la puerta como usándolo de campana, mami abre la puerta… el papi está otra vez ahí.

2.

¿Qué pasa acá, por Dios? ¡Se escuchan los gritos desde la otra esquina!

Grita el padrastro de Lorena mientras entra como desprendiendo la puerta. 

—Soltala, maricón, ¡agarrate conmigo!

Mientras grita la pecha a Lorena que cae como saco al suelo, y lo pecha a él también.

Y de repente se queda callado, empieza a sentir como un frío por el brazo izquierdo, pesada la cabeza y que se le doblan las piernas.

—Por el tamaño es una 22 —piensa como queriendo tranquilizarse de algo, entre todo el desorden que su respiración le provoca.

Sin pensarlo, y sin importar lo que vio, cuando Raúl la levanta a Lorena para seguirle pegando, él lo vuelve a pechar y hace fuerza para arrastrarlo hacia la puerta. De repente, siente como que se le aturde toda la cabeza, cae al suelo y queda tirado entre la nube de tierra que deja Raúl al salir corriendo. Entre el polvo, se ve un lago de sangre, olor a pólvora y Lorena llorando arrodillada al lado de su padrastro, llorando y gritando.

-Ayuda, ¡la pierna!

-Ayuda, llamen a una ambulancia.

El Kevin rebota contra la puerta y va derecho a los brazos del papi, contento está el zonzo. Yo me quedo en la entrada, relojeo dónde esta la mami y cerquita de la pared camino derecho para mi pieza.

-Hola Ariel, ¿no me vas a saludar, niño?

-Hola, papi- le contesto y mientras el triperío me hace ruido, y me hace frío, y lo único que pienso es en volver a salir a la calle. Pero la mami ha puesto la mesa, hay una olla con estofado en la mesada y está preparando un jugo de sobrecito.

Me siento en la mesa, veo el mantel de plástico y recién me doy cuenta de que son flores las que están dibujadas. ¿Quién dibujará los manteles? ¿Existirán estas flores en realidad? Mientras sigo mirando al mantel, todo el tiempo me hablan y me interrumpen para que coma, para que mire para arriba. Ya no tengo hambre y no quiero mirar a nadie. Todos comen el estofado con pan casero.

Nos quedamos con la mami juntando la mesa, yo le paso las cosas y ella lava. De repente  me ligo un abrazo, me acerca fuerte contra su pecho, huelo el olor a la comida que preparó, con una mano me agarra mi cabeza y me la dobla hasta que queda debajo de su barbilla y ahí hace unos sonidos huecos como espasmos… me quedaría durmiendo ahí. Pero me manda derecho para la cucheta y me voy. Mañana será otro día.

Me despierto en la mitad de la noche, estoy mojado entero, tengo frío. Escucho a través de la puerta los gritos y los insultos. No sé qué hacer. Me bajo de la cama y me meto en la de mi hermano sacándome la ropa mojada a un costado. Pero Kevin también está despierto, le tirita el cuerpo y respira agitado, me pregunta si mamá está bien. Y ahí escucho esos ruidos. Salgo de mi pieza y encuentro a mi mama llorando en el piso, un montón de botellas y la puerta abierta. Cierro la puerta y miro hacia mi mamá, los ojos no se le distinguen, el labio sangrando, todos los pelos en su cara. La agarro, la levanto, la siento, la acaricio. No para de llorar, ya no me vuelvo a acostar. Se me caen las lágrimas, me duele la panza, quiero abrazar a la mami, pero no me deja, miro a la ventana y está amaneciendo pero dentro mío no. Solo quiero que venga el abuelo y lA arregle un poco a la mami.

3.

—De pie para recibir el veredicto.

Raúl con las manos atrás esposadas y la cabeza hacia abajo, no puede mirar ni al juez ni a nadie. Pero siente las miradas de la mamá de Lorena y el padrastro, al ras de la etiqueta de la camisa prestada que tiene puesta.

—Se lo condena a 7 años de prisión efectiva por intento de homicidio, con uso de arma de fuego. Se dispone que cumpla su pena desde la fecha en el Penal de Chimbas.

Se escuchan un montón de voces, cuchicheando y cada vez alzándose más y más  en el silencio. Se siente cómo las palomas agitan sus alas, hasta que empiezan a hacerse claros algunos gritos mientras la policía empieza a llevarlo.

—Hijo de puta.

 Es 25 de Mayo y hace frío. Hoy es feriado y no voy al colegio. Nos despertamos casi al mediodía. Mis abuelos vinieron antes del almuerzo y se llevaron a mis hermanos, nos quedamos el Kevin y yo con la mami. Ella nos dijo que nos habíamos portado mal ayer… todo porque le pegamos un pelotazo al gordo Medina. El gordo chilló, la madre nos acusó, así que nos quedamos con la mami.

Mi abuelo antes de irse  le dijo muy bajito a mi mamá que mi papá está suelto otra vez, que por favor no se confíe ni en abrirle la puerta, la voz se le corta, le aprieta fuerte el brazo y se va. Yo lo escucho, me hago el distraído, el Kevin me mira y me tironea la remera, le digo como que no es nada moviendo la cabeza hacia los costados.

Mientras agarro un puñado de figuritas y las separo en dos montoncitos, veo cómo mi mamá calienta las sobras del guiso. Peina su poco pelo recogido con invisibles, en algo parecido a un rodete despeinado. Me da risa que se rasque todo el tiempo la cabeza, porque me parece que le pegamos los piojos. Va y viene con la escoba mi mamá, se rasca la cabeza, se acomoda la remera y me mira.

—Poné la mesa. Ponela con mantel —me dice.

Y ahí, mientras veo su frente húmeda, cómo sopla para adentro, el agüita de la nariz y cómo mueve los brazos. No ponemos el mantel todos los días. Acá viene alguien. Por dentro me va entrando el frío del viento sur de los meses de mayo en San Juan, veo correr rápido a la puerta al Kevin, escucho la voz y el sonidito a botellas dentro de una bolsa del VEA.

—Ya lo sabía, ya lo sabía —me repito para dentro.

Entra a mi casa y camina como si siempre comiera acá. Ya está mareado, preguntando cuándo comemos, riéndose  del mantel roto, de que comemos unas sobras de guiso, de que no tenemos destapador para la cerveza.

Yo solo miro hacia abajo, esperando que la mami sirva y también miro al Kevin, cómo abre su boca con una sonrisa luminosa y desalmada.

Terminamos rápido de comer, nos vamos a la pieza y juego a las figuritas. No veo al Kevin, voy a buscarlo y me encuentro a la mami limpiando la mesada, y tapando  con un repasador  lo que sobró del guiso que está en la olla. Puso una sartén con aceite y está amasando unas sopaipillas. El sol va bajando mientras entra la tarde y la temperatura también.

Me doy vuelta para irme otra vez a mi pieza y escucho que la mami le pide a mi papá que compre fósforos para encender la cocina y así cocinar las sopaipillas.

Por mi espalda sentía cómo cada insulto gritado se metía en el cuerpo como flechas, y cómo el miedo empezaba a paralizarme los pies. De nuevo sentía esa sensación de no saber cuándo termina de gritar, cuándo termina de pegarle. Lo único que escucho con claridad es el llanto del Kevin debajo de la mesa y un grito fuerte y sordo, cuando golpea la cabeza de la mami en la mesa y ella se desploma. Como un cobarde, la dejo ahí y corro a mi pieza cuando veo que con el cuchillo que cortaba las sopaipillas la está lastimando.

Escucho gritos, veo sangre por todos lados, siento mucho frío. Mientras camino alejándome, en cada paso pienso por qué no me quedé con el Kevin. Paso a paso cada vez me siento más chico y más débil. No puedo gritar, no puedo llorar. Veo más sangre, sé que es de mi mamá, pero no entiendo, el cuerpo no me responde, mi corazón late tan rápido que creo que voy a vomitar.  Siento que se abre la puerta, mi cabeza me dice: ojalá que con esto ahora se pare. Pero escucho a mi mamá gritar, no sé cómo lo hace, está cubierta de sangre, de mocos, de piojos, pero camina hacia afuera de la casa.

—¡Ayuda!

Una sola vez gritó y un golpe fuerte y seco le apagó la voz, esos que cortan el silencio en dos y cuando vuelve ese silencio ya no tiene el mismo color. Miro por la ventana, mi mamá está tirada boca abajo cerca de la puerta. Mi corazón empieza a cabalgar, empiezo a sentir como un movimiento adentro se transforma en un terremoto. Late cada vez más fuerte hasta ese punto imposible, que no puedo respirar y no puedo tragar saliva. Después se convierte en un calor que me llega hasta los ojos y me arden de llanto. Miro el cielo nublado y gris, los colores y las cosas permanecen duras por unos segundos que se convierten en una foto detenida en el tiempo donde me creo la idea de que quizás esto no esté pasando, de que mi mamá está bien. Pero mi papá  patea el cuerpo quieto y me empieza a gritar que vaya. Yo solo me agarro la remera fuerte, con la mano en el puño, no sé como calmarme el temblor.

4.

—No mires te digo, solamente limpiá.

—Dale Ariel, qué pendejo de mierda, ¿querés ligar vos también ahora? ¿Todos están en contra mío hoy? No pares hasta limpiar todo, que yo me voy a sentar a tomar a la puerta. No te quiero escuchar llorar, ¿me entendiste? Y si alguien viene le decís que quisieron entran a chorear a la casa dos guasos y que la guasquearon a tu mamá.

No siento la ropa toda mojada porque estoy pensando. Realmente me gustaría pronto poder preguntarlo. Tener una respuesta clara, poder verlo. Los niños que andan en la bici. Esos que no comen guiso. Esos que tienen una cartuchera nueva todos los años.

Ellos, ¿tendrán papás que lastiman a mamás?  Esa sonrisa mientras se les mueve el pelo con el pedaleo ¿se les borrará con la sensación de estar suspendidos en un vacío en la panza y una pelota en la garganta?

Cómo quisiera ser como el Kevin, su película sigue rodando, él está llorando, no para de abrazar a la mamá. Yo no puedo, estoy mojado, limpiando.

En mi cabeza me invento ese cumpleaños especial, hay una bici de regalo, hay panchitos y papas fritas de bolsa. Mi abuelo está contento, mi mamá no tiene piojos y también tiene una sonrisa de pedaleo. Mi película sigue mientras bañamos a mi mamá.

Por cómo miran sus ojos, por como está de quieta, me doy cuenta de que no es ella.

Por lo menos la de ayer, del yerbeado con pan, la de la mirada perdida, la del único abrazo, la que me decía «mijo».

Cuando le ponemos la ropa, ella ya está muy quieta. Y él muy nervioso, agitado. Yo sigo sosteniendo mi respiración dentro de mi cumpleaños. Globos de colores, amigos del barrio, fulbito de a 5…

Todo se me empieza a confundir cuando escucho una sirena:

Parpadeo uno, veo luces que se reflejan en la olla de la cocina.

Parpadeo dos, mi tía entra gritando con los policías.

Parpadeo tres, me abrazan con una manta y me empiezan a hablar.

Parpadeo cuatro, no pueden despegar al Kevin de la mami.

Parpadeo cinco, la muerta no es la mami, el muerto soy yo.


Autora:

  

María Julieta Vera Janavel es sanjuanina, la única mujer entre tres hermanos, todos médicos al igual que su padre. Estudió medicina en la Universidad Favaloro y fue residente de cardiología de su Hospital Universitario. Cuando regresó a su provincia, ejerció esa especialidad y se interesó en la medicina legal. Se recibió de forense y fue nombrada médica legista en el área de Criminalística de la Policía de San Juan y en el Poder Judicial de San Juan. Sus primeras incursiones en la escritura fueron a partir del regalo de su mamá de un diario íntimo. A los 10 años ganó un concurso literario con una oda al algarrobo. Gracias a eso viajó a Buenos Aires a un encuentro literario con chicos de todo el país y al regreso llevó una mención a su aula. Se reencontró con la literatura a los 40 años y hoy forma parte de un taller que une a médicos y médicas que escriben.


Este relato forma parte del programa de Clínica Literaria, coordinado por Mateo Niro.