Relato del Dr. Alejandro Karavokiris

La memoria de Borges

La escritura, la sombra de Borges y algunas promesas incumplidas

Autor/a: Dr. Alejandro Karavokiris

—¿Usted sabía, maestro, sobre su amigo Adalberto Urquiaga?

—Sí, poetastro, como dirían algunos... pero buen hombre.

—Tiene algunos poemas de renombre. Sin ir más lejos, descubrí que en una vieja nota radial que le hizo Antonio Carrizo a Borges en radio Rivadavia, Borges recitó completa una poesía de Urquiaga.

—¡¿Borges recitó a Urquiaga?!

—¿Lo emociona?

—Eh, me sorprende en realidad. Adalberto Urquiaga era un buen hombre, íntegro y lleno de valores. Pero de allí a ser un grande de las letras argentinas y a la vez ser recitado por Borges en un reportaje, hay mucho camino... ¡¿Usted está seguro, m‘hijo?!

—Completamente, maestro. Letra por letra, verso por verso y sin olvidar ni un punto ni una coma. Pude cotejarlo con la obra completa de Urquiaga. A mí por voluntad no me ganan.

—¡¿La obra completa?! ¡Dirá usted un compilado que armamos con otros amigos para ver si le matábamos el hambre a la viuda del desdichado!

Doroteo Esnaola era un arcaico intelectual que vivió toda su vida en el barrio de Pompeya, en donde había nacido por la década del 30. Sus padres, vascos de la primera flota de inmigrantes, compraron la casa en 1929, luego de una década de trabajo bruto. También consiguieron enviar a Doroteo a la secundaria y luego a la Academia de Letras que no pudo terminar por el golpe del 55.

Antes de los veinte años, Doroteo había publicado con unos pesos que le dio su padre un libro de poesía de 75 páginas, el número necesario para que sea considerado como antecedente en el anhelo de tener su carnet de la Sociedad Argentina de Escritores. Apresuradamente había mendigado durante días ver dos artículos suyos en la sección sociales de los diarios La Razón y La Prensa para, de esta manera, sumar lo justo para alcanzar la codiciada afiliación. El carnet estaba firmado por el entonces presidente, el mismísimo Jorge Luis Borges. La alegría de Doroteo era tal, que aquel carnet de dos tapitas tipo librito con la onerosa foto 4 X 4 lo gastó de tanto exhibirlo.

Eran tiempos difíciles con su título de maestro normal bajo el brazo: dio clases para alumnos de 4to. a 6to. grado del colegio «Provincia del Neuquén» de la calle Pringles; se casó, tuvo una hija, un gato como James Joyce o Fitzgerald y un sombrero de ala ancha «fedora» para el invierno y otro para el verano. Pero de una cosa siempre fue afecto en aquellos días hasta la muerte de su amigo Adalberto Urquiaga: los dos iban todos los viernes y sábados a la confitería Richmond de la calle Florida. Los amigos en común que tenían, como La Torre, Angeli y Juarroz, les gastaban bromas en la ocurrencia que Adalberto y él eran los nuevos Borges y Bioy, y que paraban en esa confitería para emular al grupo de Florida. Es más, hasta los llegaron a adjetivar como viejos modernistas o anacrónicos ultraístas en sus poemas, cuando ya la generación del 50 intentaba hacer camino por otras formas. Surrealismo, imaginismo e invencionismo, infinidad de estilos probaron ambos amigos entre los cafetines y las horas muertas del Banco Nación y la Agrícola Ganadera, que era de donde sacaban el mango para alimentar a la familia y pagarse las ediciones de autor, en una imprenta del hermano de un amigo en la Boca.

—Y dígame —continuó Doroteo Esnaola con su entrevistador—, ¿usted tiene un programa de radio o trabaja en un suplemento literario de un diario? ¿En dónde sale esto?

—No, maestro, es para la tesis final de la facultad.

—¿Y de qué se trata esa tesis?

—Es sobre escritores olvidados de la generación del 50.

El viejo poeta sintió un calor que lo atragantaba casi hasta el vómito. Tenía que contener la ira y evitar a toda costa la vergüenza que sería estallar en insultos contra el joven estudiante. Comenzó el temblor fino y descontrolado. El rostro de Doroteo se endureció y de la rigidez como un rayo emergió de la comisura de sus labios un hilo de saliva. El joven presuroso le acercó el servilletero, cosa que provocó que el viejo lo odiara más.

—¡Se terminó esta inoportuna entrevista! —el estudiante se incorporó respetuoso y sin palabras, ignorando por completo en qué momento le faltó el respeto al maestro —Pero antes de irse, repítame en dónde Borges recitó una poesía de Urquiaga.

—En «La vida y el canto» —intentó reacomodarse en la silla—, en el año 79, entre julio y agosto, reportaje número 16, Radio Rivadavia.

—No se vuelva a sentar —lo paró en seco—, que a este viejo tembloroso y olvidado ya lo vienen a buscar.*

—No sé qué voy a hacer Doroteo —recordó que le había dicho una mañana de 1968 Adalberto Urquiaga en el bar de la galería del Este, sobre la calle Florida—, desde que me despidieron de La Agrícola no encuentro trabajo. Malena está desesperada, apenas entra un mango para el puchero. Las colaboraciones ya no se pagan; no meto una letra de tango desde hace una década; novela no sé escribir y la poesía no se vende ni a palos.

¿En qué me equivoqué?, se preguntaba Doroteo tantos años después. Yo le pagué ese café y le compré unas medialunas para los chicos. A la semana se mató el pelotudo cruzando la barrera de Dorrego, iba borracho como un cosaco. ¡Agua ardiente berreta, qué asco! ¡Y ahora me entero de que Borges le recita un poema! ¡Seguro lo sacó del libro que hicimos para compensar a la viuda! ¡Sí, soy un tarado; resulta que a este voluntarioso sin talento le serví el plato caliente para combatir el olvido! Encima, ¡no vaya a ser uno de los poemas que yo mismo le retoqué! ¡Sería la última desgracia de esta cadena de injusticias!

A la media tarde o la nochecita, a Doroteo le agarraban esos «miserables calambres», como él los llamaba, aunque su médico le decía Parkinson. Le medicaron con una pastilla que a la media hora lo dejaba boleado y en la cena siempre se le evitaba la sopa.

Un fatídico día, madre de toda las calamidades juntas, estaba escuchando compulsivamente Radio Rivadavia y tomando el café con leche en pajita. La cabeza de Doroteo explotó de furia. El conductor de un programa vespertino le realizaba un reportaje a Antonio Carrizo, en donde manifestaba su entusiasmo ante la inminente recopilación de las grabaciones que poseía la radio de las entrevistas que él había hecho de Borges en un libro que le iba a poner de título: Borges, el memorioso.*

 Con la jubilación en el bolsillo pasó largas tardes esperando una señal en la puerta de la radio, unas veces en la esquina de la calle Larrea y otras en la de Pueyrredón. Reclutó un joven vivaz de pocos escrúpulos que trabajaba como ayudante de maestranza, y gastó en él la mitad de su fortuna para empezar a poner las cosas en orden. Tenía la fecha de la entrevista: julio de 1979. Tenía el dato de que Carrizo las había numerado y rotulado con el tema más destacado que habían desarrollado con Borges durante los veinte y tantos minutos de cada encuentro. Uno de esos títulos le confirmó su cómplice que era el número 16 ya que decía «Generación del cincuenta».

El plan urdido por Doroteo Esnaola debía realizarse con rapidez y exactitud. Un viernes, cuando la programación vespertina estuviese dándole paso a la de la primera noche, el ayudante a maestranza extraería el master de la entrevista número 16 y se lo entregaría a las manos temblorosas de Doroteo, previo pago del dinero restante convenido, y así el viejo, en un taxi, se lo llevaría a un compaginador de sonido, antiguo amigo suyo que trabajaba en los estudios San Miguel y que ahora mantenía un tallercito en el fondo de su casa chorizo. Allí mismo estrenaría una consola obsequiada por Doroteo.

—Sentate, Doroteo, tomate unos mates que éste no falla, viene.

—¿Estás seguro, no me tomará por loco?

—Y.… un poco loco estás.

—No me dijiste lo mismo cuando te di el regalito.

—¡Qué gracioso! Pero mirá que a Zapag hay que pagarle. Me pidió el cashe que cobra por animar una fiesta.

—Sí, la plata está. Hoy cobré la venta del terrenito de Virreyes.

—¿Tenés escrito el guión?

—Sí, está en el portafolio que te dejó mi nieto. Hay que apurarse que en un rato me pasa a buscar.

—Ahí llegó. ¿No te dije? Este no falla.

Apenas se sentó Zapag, comenzó la grabación.

—Otro grande de los de esa generación —dijo el imitador al micrófono—, fue Doroteo Esnaola, de familia vasca y del maravilloso e inolvidable barrio de Pompeya —y luego comenzó a recitar en impecable cadencia borgeana un poema de la década del cincuenta del mismo Doroteo.

Terminada la grabación, el imitador puso el sobre que le dio el viejo en el bolsillo del saco y se fue.

—Ahí me vinieron a buscar. ¡Ni se te ocurra borrar nada, solo pegale lo mío después de lo de Urquiaga porque Carrizo tiene memoria de elefante!

—Quedate piola, vos ya sabés cómo laburo..., va a quedar impecable. Mandá al pibe por la tarde de mañana que ya va estar lista.

Las cosas, pensó Doroteo Esnaola, empiezan a ponerse a ponerse en su lugar.*

El 14 de junio de 1986 murió Borges y el 19 de ese mismo mes se publicó el libro de Carrizo con la recopilación de las entrevistas de La vida y el canto. Esa mañana de su última luz, Doroteo estaba sentado en la cocina con los codos apoyados en la mesa sin atinar a mover un músculo para alcanzar el mate. Su nieto entró a la carrera y le dejó sobre la mesa la bolsita de la librería. Tres sacudones, diez temblores y una treintena de mini-parálisis tuvo que emplear para sacar el libro de la bolsa y encontrar la entrevista número 16 para leer en la memoria del maestro el poema de Urquiaga y luego, pegado a este y sin error alguno, el suyo de Doroteo Esnaola, en ocho versos de fonemas claros, llanos y coloridos. Con avidez sus ojos recorrieron el poema acompañado de una respiración profunda y emotiva, cuando de repente sus músculos infiltrados por plomo se tensionaron en un esfuerzo extremo para lograr una mueca de espanto. Borges, el verdadero, continuaba su discurso sin que ninguno de los conjurados se huboera percatado: «esto es un ejemplo de la vulgaridad en la cual se suele caer en la poesía. En este poema hay carencia de ritmo, contenido y ausencia de una metáfora clara y consecuente con lo que se quiere decir. El decir es una cosa muy importante en cualquier texto y en una poesía mucho más por su brevedad. Creo, y sin temor a equivocarme, que de toda la poesía que aborrecí en mi vida, este es un ejemplo de la más disparatada y la denomino con ese adjetivo para tratar de ser indulgente».

Doroteo Esnaola dejó caer el libro. Sus inflamados y ahuecados ojos se enrojecieron y por un ángulo de su labio comenzó a drenarle una saliva negra y espesa. Un ronquido duro y áspero le subió hasta la garganta y lo expulsó con tos de fantasma. Con paso rastrero e inclinado hacia adelante se arrimó al viejo ropero arrumbado en el galpón del fondo y sacó como pudo la 14.

—¡Hijo de puta! ¡Prometiste suicidarte el 25 de agosto del 83 y te cagaste de miedo! ¡Te voy a demostrar cómo Doroteo Esnaola tiene las bolas que vos nunca tuviste!


Autor:

  

Alejandro Karavokiris nació en Buenos Aires en el barrio de Palermo, ciudad de Buenos Aires, en 1959. Estudió en la Universidad Nacional de La Plata la carrera de medicina. Es ginecólogo y oncólogo radiante. Desde 1991 vive en Paraná, capital de la provincia de Entre Ríos, y lleva adelante actividades culturales y artísticas. Publicó los libros Los sentados de plaza San Martín (2010), La nave del Endriago (2012) y Amor en el Fu fu Bar (2015), entre otros.

 

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*Este relato forma parte del programa de Clínica Literaria, coordinado por Mateo Niro.