Rigurosamente incierto

Elogio de la risa

La capacidad de reír, propia de la especie humana.

Eminentes neurólogos británicos, norteamericanos y argentinos acaban de ratificar la validez científica de que la risa es saludable, de que las personas risueñas y de buena onda son menos propensas a las enfermedades, o bien se curan más rápido que las personas avinagradas, con los nervios siempre de punta y, por consiguiente, proclives a la rabieta. La risa, o siquiera la sonrisa, es socialmente balsámica por el simple hecho –dicen los doctores– de que resulta fácilmente transmisible: la percepción de una carcajada ajena activa ciertas células cerebrales que inducen a acompañar esa exteriorización de jolgorio. A tal certeza conduce una nota de Tesy De Biase, publicada en este diario el 30 de diciembre y titulada Científicos explican por qué la risa es contagiosa.

Sin embargo, la risa tiene mala prensa. Sin ir muy lejos, el periodismo se nutre preferentemente de noticias que infunden pavor o congoja; en todo el mundo, los políticos se exhiben como individuos de pocas pulgas, ceñudos y hasta tétricos; las expresiones de arte mayor refieren asuntos habitualmente trágicos; Hollywood jamás ofrendó un Oscar a un film cómico; toda mujer digna y juiciosa debe acreditar diploma de seria, ya que la fama de chica alegre deriva en eufemística sospecha de que es promiscua, quizá meretriz.

La risa tiene tres afluentes: puede movilizarla la ingenuidad infantil o la torpeza del payaso de circo; puede suscitarla el fulano chambón, despistado o ridículo, y también puede ser el sublimado producto de la inteligencia, como cuando la promueve Woody Allen o Roberto Fontanarrosa o Groucho Marx o Quino… En cualquiera de sus variantes, esta sana disposición a exteriorizar alegría de vivir se pierde con los años.

Es cultivada generosamente y hasta el derroche por los niños y se vuelve escasa y tacaña en la edad adulta, no bien establecen predominio las obligaciones cotidianas y, por carácter transitivo, comienzan a merodear las angustias existenciales, tan empeñadas en reducir a la mendicidad a cuanta neurona prodiga emociones positivas. Los estudiosos de la mente llaman emociones positivas a las del buen amor, a las del buen humor, a las que afianzan la armonía interior y la cohesión social.

Los médicos aconsejan reír con ganas diez minutos por día y procurar que esa estampida de júbilo genere un solidario efecto dominó y contagie al prójimo más próximo. No es fácil, qué novedad. La vida cotidiana brinda poquísimos motivos fehacientes para que el ánimo sienta cosquillas. Uno debería preguntarse por qué la capacidad de reír, exclusivamente humana, se ejercita apenas a las cansadas. Pero, ¡cuidado!, la respuesta podría hacer llorar.

Por Norberto Firpo
Para LA NACION