Ramón Sánchez Ocaña
Estamos secuestrando la infancia a los más pequeños. Es verdad que no es una decisión voluntaria, pero los niños acuden cada vez antes a las guarderías y vemos cómo les llevan por las calles heladas cuando todavía no ha amanecido. Dormidos, dejan el calor del hogar para iniciarse en una buena socialización; pero también en una competitividad precoz. Tienen que cambiar el yo por el nosotros. Ya no tienen momento para el capricho. La madre o el padre le dicen adiós, con la prisa metida en el cuerpo y poco a poco los más pequeños se van quedando sin infancia. Al menos en el concepto que teníamos nosotros.
Después, se inician en el colegio, donde la competitividad es mucho mayor y donde ya deben quedarse a comer. Las actividades extraescolares que tienen o que les buscamos llenan su tiempo. Su diversión personal la resuelven en la ruta del cole, si la tienen, o en el autobús urbano a base de consola de videojuegos, con lo que también se adelanta su autonomía e independencia. Llegan a casa tarde, casi a la vez que uno de los padres. La comunicación es cada vez menor, porque se aprovecha para preguntarse qué tal mientras se toma un tentempié y normalmente se comenta mucho más lo que se hace con los pies que lo que se hace con la cabeza. En otras palabras, estamos haciendo no niños ni jóvenes, sino adultos prematuros con el riesgo que todo ello comporta.
La obesidad, problema fundamentalmente adulto, es hoy una plaga en niños y adolescentes. La diabetes tipo 2, o diabetes del adulto, no es raro que empiece a manifestarse en adolescentes; es decir, aquella definición de la del tipo 1 como infantil y juvenil ya no parece tener mucho sentido. Será simplemente diabetes 1 o 2, que pueden afectar a cualquier edad. Y no sólo la diabetes. Como consecuencia de ella, del sedentarismo, de las comidas que realizan, pronto se observará en adolescentes el síndrome metabólico con la espada de Damocles del accidente cardiovascular sobre su cabeza. Ya se ven muchachos muy jóvenes con apnea obstructiva de sueño. Por otra parte, las estadísticas indican que cada vez se inician antes en el consumo de sustancias tóxicas; y llaman la atención sobre los desórdenes que pueden causar en sus relaciones personales y en el ámbito sexual. La depresión ya no es rara en niños y aumentan también las alteraciones de los impulsos, con sus consiguientes adicciones.
Los trastornos alimentarios ya son comunes y poco a poco se van uniendo problemas a los ya conocidos de bulimia y anorexia, como el síndrome del atracón, la ortorexia o la vigorexia.
Es éste el dibujo excesivo de un panorama exagerado; es verdad. Pero no hace más que mostrar una tendencia. Que sea así de grave, si no tomamos alguna medida, es sólo cuestión de tiempo. Y hay un problema aún mayor: porque si por desgracia los niños tienen problemas de adultos, no disponen del arsenal terapéutico de que disponen los mayores.