"La verdad y otras mentiras"

La salud de los enfermos

Exámenes, juicio clínico y el complejo diagnóstico de salud.

“Una persona sana es un enfermo insuficientemente estudiado” Proverbio

Gabriel tiene 38 años, trabaja como empleado administrativo, es fanático de las artes marciales y de Café Tacuba. Nada en su historia médica resulta relevante y no tiene antecedentes familiares significativos. Es delgado, atlético, fuma menos de cinco cigarrillos diarios y no bebe alcohol desde hace mucho tiempo. Hace un mes volvió de su sesión de TaeKwon-Do agotado y se acostó a dormir. Pocas horas más tarde lo despertó un dolor en el dorso que aumentaba con los movimientos respiratorios o con los cambios de posición en la cama. Pensó. Rememoró todas las versiones cinematográficas del infarto de miocardio, los relatos de la oficina, los fantasmas de la muerte súbita. Estaba solo. El dolor lo obligaba a respirar de un modo superficial y entrecortado. Tuvo miedo. Llamó al servicio de ambulancias de emergencias.

Treinta minutos más tarde un joven médico lo examinaba y le realizaba un electrocardiograma. Lo tranquilizó explicándole que todo indicaba que su dolor obedecía a alguna distensión muscular producto del deporte. Le aplicó un antinflamatorio intramuscular y le recomendó que visitara a un cardiólogo sólo para que pudiera reanudar su práctica deportiva de un modo prudente. El dolor desapareció en pocos minutos. Durmió toda la noche como si nada hubiese ocurrido.

Durante los días siguientes quiso olvidar el episodio pero la recomendación del médico resonaba en su cabeza. Finalmente se decidió y solicitó un turno con el cardiólogo. Otra vez fue interrogado, examinado y se registró un nuevo ECG. El especialista coincidió en que la causa más probable del dolor era un cuadro muscular pero, dado que practicaba un deporte de alto impacto, le recomendó realizar una ergometría. Gabriel intentaba sacarse la preocupación de encima lo más rápido posible por lo que se realizó la prueba pocos días más tarde y regresó al cardiólogo. El médico registró el estudio, volvió a preguntarle sobre el episodio de dolor, recapituló sus antecedentes. Gabriel comenzaba a inquietarse por la actitud preocupada del cardiólogo.  -El estudio está muy bien, no tuviste síntomas y realizaste un esfuerzo muy grande. Pero se mencionan unas alteraciones no específicas en el electrocardiograma. Me gustaría que completemos tu estudio con una prueba de perfusión miocárdica en reposo y esfuerzo con radioisótopos.

Salió del consultorio con una sensación extraña. Una presión en el estómago y la boca seca y pastosa. Empezó a imaginar su futuro, en las cosas que ya no podría hacer. Por primera vez en su vida pensó en la muerte. Se hizo el estudio a los pocos días. Volvió al consultorio, después de una larga noche de insomnio, con el sobre que contenía el resultado de la prueba sobre la mesita de luz. Se despertó muchas veces intentando imaginar qué diría. Supo que su futuro estaba allí adentro. No se animó a abrirlo. Por la mañana lo guardó en su maletín y se tomó el 132 para ir hasta la clínica. Sintió que era el viaje más largo de su vida. Tal vez el último antes de que empezar a ser considerado para siempre como un enfermo.

Cuando la secretaria lo hizo pasar sintió un sudor frío bajando por su espalda. El médico leyó las hojas con lentitud y señaló con una birome negra algunos tramos del informe.

– Gabriel, tu estudio muestra una zona cardíaca que no recibe suficiente flujo sanguíneo durante el esfuerzo pero que se recupera en reposo. Es un área mínima en la región inferior de tu corazón. Pero considero que deberías abandonar tu práctica deportiva y realizarte un cateterismo cardíaco para observar con mayor profundidad tus arterias coronarias y, eventualmente, realizar una angioplastia para desobstruir la arteria comprometida. Por otro lado te voy a indicar que tomes diariamente aspirina, beta bloqueantes y un medicamento para controlar las grasas en la sangre.

El sudor bajaba ahora por su espalda como un río mojándole la camisa. El corazón le latía dentro de la boca.

– ¿Es grave doctor? ¿Estoy tan enfermo como para eso?

El tipo se recostó sobre el respaldo del sillón e hizo una pausa antes de hablar.  -

 Bueno, aunque se te ve muy saludable, el estudio indica que algo no funciona bien en tus arterias coronarias y tenemos que tomar todas las precauciones del caso. Lo que vos tenés está allí -señaló con la punta de la lapicera sobre unos dibujos de colores del centellograma cardíaco- es un dato objetivo, no tiene sentido dudar.

Gabriel abandonó las artes marciales. Se encerró en sí mismo, dejó de interesarse por la comunicación con sus seres más próximos. Perdió su deseo sexual. Y casi todos los deseos. Comenzó a registrar con una minuciosidad obsesiva cada mínima señal que provenía de su cuerpo. Desarrolló un sistema de monitoreo de sus funciones vitales propio de un astronauta en el espacio. Presión arterial dos veces al día, frecuencia cardíaca antes y después de cada comida, se pesaba cada noche luego del baño. Las cifras ingresaban a una planilla de Excel que a su vez convertía en bonitas curvas toda aquella aritmética inútil. Llamó regularmente a Emergencias varias veces a la semana cuando la noche encendía sus fantasmas. Al cabo de pocos días se sintió verdaderamente enfermo. Disminuido, privado de sus sueños, sin expectativas. El futuro desapareció de su horizonte. Sus días se organizaban alrededor de los horarios en que debía tomar los medicamentos.

¿Cuál es el problema en este caso? 

“Los médicos son hombres que prescriben medicamentos que conocen poco, para curar enfermedades que conocen aún menos, a seres humanos que no conocen para nada”, afirmaba Voltaire

Es curioso el modo en que los médicos hemos desarrollado una confianza ciega por los exámenes complementarios al mismo tiempo que una desconfianza radical en nuestro propio juicio clínico. Desplazado el criterio médico por la supuesta “objetividad” de la imagen ya nadie duda de lo que allí se muestra mientras ignora lo que eso significa en un contexto determinado.

Dos datos que provienen de las evidencias científicas más descarnadas:

1. La posibilidad bayesiana pre-test que Gabriel tenía de padecer una coronariopatía era bajísima. Entonces: ¿para qué solicitar un estudio?

2. La posibilidad de que las imágenes correspondan a falsos positivos es considerablemente alta. Entonces: ¿qué valor asignarles?

Para justificar la actitud del médico que solicita una prueba incluso cuando las posibilidades de enfermedad resultan despreciables ya sea por el cuadro clínico como por los antecedentes y la circunstancia biográfica de un paciente hay que apelar a alguno de los siguientes argumentos:

1. Desconfianza hacia su propio criterio clínico.

2. Automatización de los procedimientos y las conductas médicas.

3. Temor a los reclamos judiciales que acosan al médico.

Qué hacer entonces con los resultados de un estudio innecesario cuando contradicen las predicciones más sensatas. Cómo actuar cuando un hallazgo se opone a lo que se esperaba que confirme. Qué hacer con la respuesta a una pregunta que nunca nos formulamos.

Tal vez, la misma inercia que motivó la solicitud del examen ni siquiera se plantee estos interrogantes. Así, sin dudas de ninguna clase, un estudio contradictorio se intenta resolver con más estudios. En una espiral ascendente, el furor curandi no reconoce pausas para la reflexión ni espacio para la recapitulación ni para la búsqueda del sentido. La maquinaria sólo se mueve hacia adelante borrando las huellas de su propio origen. Ahora ya no tenemos un paciente con un síntoma sino un estudio con un signo. Ahora, el estudio es nuestro verdadero “paciente” en un perverso sistema de equivalencias y sustituciones. Le solicitamos una cinecoronariografía a una cámara gamma. No a Gabriel.

Desesperado, hizo una segunda consulta en busca de otras opiniones. Se le realizó una nueva historia clínica y dos pruebas de esfuerzo hasta muy altas cargas de trabajo que resultaron negativas. Desde su primer episodio jamás volvió a tener dolor. Pero, ¿quién se anima a decir que no? ¿Quién suspende un tratamiento y se hace responsable de las consecuencias? ¿Quién actúa por fuera del atemorizante sistema de demandas y reclamos? ¿Quién asume que la salud es un diagnóstico muy difícil de realizar para quien sólo reconoce las señales de la enfermedad? ¿Quién se anima a proponer una pausa o una vuelta atrás en un mundo que sólo admite una frenética huída hacia delante?

Es posible que Gabriel encarne la silenciada posibilidad de la profecía autocumplida. No pocas veces, mientras intentamos descubrir una enfermedad, terminamos produciendo otra. Puestos a decidir entre la anónima potencia del dato o la devaluada seguridad de nuestros propios juicios, ¿quién se siente capaz de dar el primer paso?

Sospecho que el acatamiento automático a los resultados instrumentales comienza a disolver el antiguo papel del médico como persona que recibe la información, la procesa, la pone en situación y la aplica o la descarta en función de la historia de la persona que tiene delante suyo a quien conoce íntimamente. Si, por el contrario, nos convertimos en meros administradores de exámenes complementarios y directores de tránsito entre un estudio y el siguiente, ¿cuál será el futuro que nos espera?

Alguien debería tener el valor de proponerle a Gabriel que abandone el tratamiento, que vuelva al gimnasio y al TaeKuon-Do. Que esta noche, cuando le llegue el pánico que lo empuja hacia el teléfono para llamar a la ambulancia, mire la luna a través de la ventana, prepare dos Margaritas cargados y llame a la mujer que quiere. Que mientras espera el taxi y después escucha el zumbido del ascensor subendo hacia su departamento a la persona que desea, se deje sanar por la atmósfera cool latina de Café Tacuba.

Usted, ¿qué haría?

PD: No se lo diga a nadie. Pero es lo que hice yo hace más de cinco años. Gabriel jamás a vuelto a tener síntoma alguno. Ayer vino a visitarme para contarme que el próximo Noviembre será papá.