¡Hoy más que nunca, gracias!

Un cielo para las enfermeras

Acerca de las deudas y la gratitud.

“...no quiero ver al doctor
sólo quiero ver al enfermero”.

Charly García



Guardo una cantidad de secretos que no estoy dispuesto a revelar, anécdotas que no voy a contar. Vergüenzas inconfesables y arrebatos de niño malcriado de las que hoy me arrepiento. Tengo una deuda que alguna vez debería comenzar a pagar. Cuentas pendientes y un afecto maduro que ahora me permito sentir. Abrazos que jamás les he dado y la incómoda sensación de que no las he merecido.

Establecemos con las enfermeras una relación estrecha y contradictoria desde muy temprano en la carrera de Medicina. Allí, en el preciso lugar en que los enfermos dejan de ser páginas de un libro para encarnarse en personas ante quienes no sabemos qué hacer. Allí, en el espacio en que lo que creíamos conocer debe hacerse acto y nos damos cuenta de que ese paso es arduo y atemorizante. Que nos deja solos frente a lo que nadie nos dijo. Allí, aparece una enfermera para ofrecernos su mano solidaria y acompañarnos. Para enseñarnos sin exhibicionismos, sin cátedras ni reconocimientos.

Las he visto dormirse sobre un libro muchas madrugadas intentando terminar sus estudios secundarios mientras doblaban gasas, esterilizaban instrumental y escribían en un papelito la lista de compras del supermercado. Las he visto sostener con dedicación un tratamiento complejo, advertir con una sensibilidad exquisita las más sutiles modificaciones en un paciente que a mí me pasaban inadvertidas y, minutos más tarde, hacer con una tijera, papel de colores y goma de pegar el disfraz de soldado para que su hijo actúe en la fiesta de la escuela vestido de granadero a la mañana siguiente.

Hay crepúsculos sombríos que nos clavan al piso. Atardeceres que muerden como dentaduras y te sangran el cuello. Uno se hace preguntas. Recapitula las horas pasadas y sigue las huellas de la muerte rondándote los talones. ¿Habré hecho lo suficiente? ¿Habré hecho lo correcto? Te abraza una angustia compacta y el ácido reflujo de la derrota te sube hasta la garganta. Acribillado de recuerdos, estás atrapado en un laberinto de preguntas sin respuesta. Entonces, el humo caliente que sube desde una taza te lleva hasta la mano que la sostiene. Y ella hasta esa mujer que no habla porque conoce los límites del lenguaje pero que sabe leer las secretas señales del desasosiego. Esa mujer te frota la espalda. Entonces te crecen alas, te ponés de pie y los cadáveres regresan a su sepultura. Gracias, muchas gracias, aunque nunca se lo haya dicho.

La Medicina es una boca inmensa que te devora todos los días. Una enorme ballena que te atrapa en la oscuridad de su estómago mientras el exterior se apaga como una llama en una tormenta. Los rumores del mundo se atenúan y ya no existe nada más allá de esa caverna. Ese agujero es tu mundo y todo lo demás se desvanece hasta desaparecer. Pero allí afuera te esperan. Te necesitan y te reclaman. Aunque vos ya no puedas escucharlos. Hasta que alguien abre la boca voraz de esa ballena y te busca a tientas en la oscuridad con la luz de una vela. Y te saca a empujones. Y te deja a las puertas de tus afectos. Y te dice: “basta por hoy, volvé a tu casa”. 

Cuando alguien supone que sabe se convierte en una arma mortal. En una arma empuñada por un idiota. Nada es más ridículo ni menos justo que un fanfarrón. Solo la conciencia de lo que se ignora nos acerca a la sabiduría. Aunque casi siempre cuando ya es tarde, cuando ya hemos hecho daño, cuando la disculpa o la retractación no resuelven nada. Mientras alguien cree que él sabe y los demás no, se hace ciego a su propio desconocimiento, se imbeciliza con empeño y dedicación. Nosotros podemos sospechar que tal cosa existe, pero las enfermeras tienen una multitud de pruebas para demostrarlo.

Uno crece a fuerza de fracasos, de latigazos sobre la imagen de lo que creíamos ser pero no somos. Hasta que una mañana cualquiera me encontré llamando a Manuela para que hable con mi paciente y averigüe lo que a mí me ocultaba o para que autorice aquello a lo que se negaba porque no comprendía las razones y yo no lograba explicárselas. Manuela llegaba y me pedía que la dejara a solas. Yo me retiraba obediente y me disponía a esperar. Bastaban cinco o diez minutos para que el obstáculo se disolviera. Después, el enfermo me recriminaba: ¿Por qué usted no me lo dijo así, clarito…, como ella?   

¿Qué sabía Manuela que yo desconozco? Mucho tiempo después advertí que conocer las enfermedades tenía poco que ver con comprender a quienes las padecen. Que “curar” y “cuidar” no son sinónimos. Aunque no es posible acceder a lo primero ignorando lo segundo. Estas, como tantas otras cosas, las aprendí de ellas. Supe que les debía una solidaridad que me habían regalado cuando no la merecía. Una tolerancia que no me había ganado. No he conocido a nadie capaz de protegerme tanto y tan bien, especialmente de mí mismo.

En la vida personal de casi todos quienes compartimos con ellas tantos años, esas mujeres cubrieron nuestras travesuras como hermanas fieles y nos advirtieron de los riesgos cuando el descontrol nos amenazaba. Identificaban el preciso momento en que lo que hacíamos ponía en peligro lo que queríamos y nos señalaban la diferencia. Sin sermones, sin amenazas. La mano firme de Manuela me tomaba del brazo y yo entendía que ya era suficiente. Que me había acercado más de lo prudente al límite de lo posible. Que era el momento de volver a casa como si nada hubiese ocurrido. Aún hoy, en la desmantelada intemperie de la memoria, siento su mano apretándome el brazo cuando me acerco a algunos abismos.

Hay una dimensión devaluada de la asistencia en la enfermedad. Un territorio silenciado por el que las enfermeras transitan con una habilidad y tenacidad extraordinarias. Alguien tendrá que decirlo. Alguien tendrá que devolverles lo que nunca les hemos dado. Un espacio del que nos hemos apropiado pero que no nos pertenece.

En secreto, todos sabemos que un hospital podría sostenerse sin mayores esfuerzos sin médicos pero naufragaría apenas en un instante sin enfermeras. Ahora que se han profesionalizado, ahora que tienen títulos e incumbencias universitarias. Ahora que sus diplomas las legitiman en el patético mundo académico. También ahora nos enseñan que la perseverancia y la humildad son atributos que la universidad no da, pero que tampoco es obligatorio que quite.

Les debo más de lo que podría devolverles. Una última cosa: cuando el dolor me inyecte sus venenos, cuando sienta que estoy a merced de lo que ya no puedo manejar, cuando sufra, entonces, por favor, que venga Manuela.

Daniel Flichtentrei


*Este texto forma parte del libro "LA VERDAD Y OTRAS MENTIRAS"