El mundo de la medicina está atravesado por un continuo tráfico de historias. Narraciones cotidianas que le siembran el suelo como árboles en un bosque de palabras. Si usted agudiza el oído escuchará voces que gritan o murmuran para contar padecimientos que siempre son únicos, secretos, personales. Sin ellas, la medicina no sería nada. Apenas una técnica discreta y satisfecha. Un páramo de cifras y algoritmos que intentaran alumbrar, como pálidas luces agónicas, el cadáver de su propia grandeza y las sombras de un futuro miserable.
Usted o yo, recibimos una historia cada quince minutos. Usted o yo, cada quince minutos, devolvemos otra historia. De lo que suceda entre esos dos momentos dependerá el valor de lo que hagamos. Podemos silenciarla o mutilarla traduciéndola a una lengua mentirosa que se supone universal y transparente al precio de abandonar a las personas por fuera de lo que nombra. O, por el contrario, podemos sumergirnos en ella como en un agua cálida y misteriosa que esconde significados. Usted o yo, cada quince minutos, decidimos qué hacer.
Desde hace algunos años, aunque aún confinada en un círculo minoritario, se ha desarrollado una corriente de “Medicina narrativa” que intenta profundizar en el tema aportando herramientas conceptuales y habilidades cognitivas al servicio de los agentes de salud.
¿Por qué estudiar la narrativa de los pacientes?
Diagnóstico:
Señalan la fenomenología de la experiencia de enfermar.
Estimulan la empatía entre médicos y pacientes.
Permiten construir significados.
Aportan claves y categorías analíticas de gran utilidad clínica.
Terapéutica:
Facilitan un abordaje holístico del paciente.
Son terapéuticas intrínsecamente (en sí mismas).
Pueden sugerir opciones adicionales y personalizadas al tratamiento.
Educación:
Son muy “recordables”
Estimulan la reflexión
Previenen la automatización de la conducta.
Son ricas en experiencias
Facilitan la construcción de una agenda centrada en el paciente.
Permiten generar hipótesis novedosas.
Las personas nos contamos historias desde el comienzo de la vida. Esas narraciones permiten que la caótica complejidad del mundo adquiera sentido y nos define el lugar que ocupamos en él. Es mediante historias que comprendemos, ya no lo que las cosas son, sino lo que significan. Es la forma en que se establecen el valor y las jerarquías de todo cuanto nos rodea. En silencio, muchas noches nos repetimos esa historia privada y secreta que nos dice quienes somos.
El pensamiento analítico que separa, descompone y aísla elementos nos habilita para comprender. Pero son las narraciones que reúnen, vinculan y relacionan las que nos permiten apropiarnos de las cosas que hemos analizado. Sólo entonces un conocimiento, una idea o un acontecimiento se hará “nuestro”.
Enfermar es una experiencia vital. Ese acontecimiento desata una crisis íntima y personal más allá de toda biología. Pero influye en ella, la determina, la modula, gobierna su evolución y se adueña de su futuro. La enfermedad puede incluirse en la narrativa de una vida obligada a redefinirse. Pero también puede dejar en suspenso todas nuestras creencias y paralizarnos en una encrucijada para la que no encontramos salida. Allí poco interesa lo que la enfermedad “es” -para lo cual la biología se basta a sí misma- sino que lo único que importa es lo que la persona enferma dice que “es” para convencer a otros y, especialmente, para convencerse a sí misma. Es esa versión desmaterializada de la enfermedad la que impacta como un proyectil mudo e invisible sobre nuestra escasa zona de visibilidad. Resulta prudente recordar que nuestras áreas de penumbra son mucho más extensas que el estrecho territorio iluminado. No es que la ciencia no sirva, es que no es un dios omnipotente sino un método tan extraordinario como incompleto. No es que los números resulten inútiles, es que no dicen nada acerca de las personas que es precisamente de lo que nos ocupamos todos los días.
A Miguel la enfermedad coronaria le hizo estallar el fundamento de su existencia. Es albañil desde los 12 años pero ya no puede sostener su trabajo. No encuentra ni puede imaginar otras formas de vida. Se desorienta. Se desespera. Siente que no puede seguir adelante. No es que su biografía se transforme con la enfermedad. Es que su vida se acaba. La historia mediante la cual se dice quién es él no admite versiones. Son imposibles por condiciones que le son ajenas tanto como por las propias.
Alberto piensa que su enfermedad es la consecuencia de su conducta previa. Hace un juicio moral que lo condena. Se siente culpable. La enfermedad es un justo castigo y él “se lo tiene merecido”. Lo que le sucede debe aceptarse porque él le atribuye un “sentido” personal.
Silvia ha sido deportista toda la vida. Una mañana de Abril acompañó a su madre al aeropuerto. Esa mujer anciana había decidido volver a España para agotar sus últimos días en el útero gallego que alguna vez la vio partir. El avión despegó. Irremediable. En el camino de vuelta a Silvia le dolió el pecho. Esa tarde se acostó en un quirófano y le pusimos dos stents en sus coronarias. Nosotros creímos que habíamos resuelto el problema. Pero ella sabe que no.
Lina paso más de un año encerrada en su habitación. A los 82 años la experiencia de un episodio cardiovascular grave la convenció de que nunca más podría respirar. Ahora lleva varios años integrada a un grupo de pares. No falta jamás. Ya no recuerda que respira y, tal vez por eso, lo hace mejor que nunca. Descubrió fuentes de placer que no conocía. Encontró motivos para vivir en los que jamás había pensado. Ahora baila tango y le pide a su nieto que la lleve a pasear en cuatriciclo por la playa. Quiere sentir el viento salado en la cara y que la atraviese el golpe salvaje de la vida abrazada a ese adolescente que no entiende lo que pasa. Nos es que haya deseado cosas que no pudo hacer, es que nunca las deseó. “Ahora –me dice- en lo que me queda por vivir, no me las quiero perder”.
Acerca de éstas y de otras historias habla el film documental “Mi infarto y yo” que hemos hecho en IntraMed. Buscamos nuevas herramientas para decir lo que escapa a las tradicionales. Nuevas luces que iluminen nuestro territorio de oscuridad. Es que mirar también es un método. Hemos pensado que el cine es un recurso donde el ver y el saber se dan de manera simultánea. Estamos probando, no estamos seguros. Necesitamos que usted lo vea y nos lo diga para averiguarlo.
Estas personas nos confiaron el tesoro de sus historias más íntimas. Nos desafían para ver qué somos capaces de hacer con ellas. ¿Las reemplazaremos por variables clínicas? ¿Incluiremos esas variables en el interior sus propias e irrepetibles historias? ¿Para qué? ¿Cómo?
A todos les dolió el pecho, a todos le subieron las enzimas y se les alteró el electrocardiograma. Todos normalizaron las tres cosas al cabo de algunos días en la unidad coronaria. Fueron rozados por la sombra de la muerte pero sobrevivieron. Todo parece igual a la luz de esos parámetros. Y sin embargo..; es todo tan distinto
D.F.