A Izaguirre le gusta que lo miren. Disfruta cuando la atención de los demás se concentra en él. Cree que debe estar en el centro de cualquier escena aunque no tenga ningún mérito para ello. Camina por los pasillos del hospital buscando algún grupo que pueda sumarse al culto que supone que todos deben profesarle. Es elegante, maduro, huele a colonia inglesa. No puede borrar una sonrisa inmotivada de su cara. Imagino que ese gesto festeja la opinión que tiene de sí mismo. Una celebración permanente que se ofrece en su homenaje. Usa un guardapolvo impecable, almidonado, con bolsillos verticales y con su nombre bordado en grandes letras azules sobre el pecho. Lleva un estetoscopio con campana y membrana colgando alrededor del cuello. He comprobado muchas veces que no tiene la menor idea de para qué podría servir un instrumento como ese. De todos modos nunca tiene la oportunidad de usarlo ya que huye de los pacientes como de la peste. No son ellos quienes podrían darle lo que busca. Y él no tiene nada que ofrecerles. Es un idiota perfecto.
Desde hace una semana asoma su cabeza en la sala de internados mientras discutimos un caso al pié de la cama del enfermo. Se mantiene en silencio durante un rato y luego aplica su estrategia habitual. Escucha lo que dicen los demás, espera algunos minutos, y lo repite como si se le acabara de ocurrir.
El paciente es un hombre anciano y desnutrido que llegó al hospital hace poco más de un mes. Su condición clínica desmejora a diario ajena a los esfuerzos que hacemos para evitarlo. Baja de peso, tiene una anemia progresiva, déficit de proteínas, debilidad y atrofia muscular. Le hemos realizado decenas de estudios en busca de una causa que explique ese deterioro tan acelerado. Los exámenes se acumulan en su historia clínica que ya tiene dos gruesos tomos y varios sobres repletos de informes. Todos empecinadamente normales. En cada oportunidad en que nos reunimos para comentar su evolución quedan descartadas las hipótesis planteadas la vez anterior. Entonces aparecen nuevas probabilidades aunque cada vez más remotas, más improbables, incluso descabelladas. Sólo dos cosas resultan evidentes: el paciente está cada día peor y nosotros no tenemos la menor idea del motivo.
Se llama Hilario Benítez. Tiene setenta años. Fue criado en la selva de la provincia de Misiones en un pueblito llamado Colonia Delicia. Vino a Buenos Aires a los quince años. Llegó solo, corrido por la desocupación y la miseria. Trabajó siempre como peón de albañil aunque él sigue considerándose un campesino. Lo trajeron sus vecinos alarmados porque notaban que no se encontraba nada bien y él se resistía a hacer una consulta médica. Vive en un galpón donde trabaja como sereno a cambio de que le permitan quedarse en una habitación de chapa donde apenas entran una cama y una mesa desvencijada. Según nos contaron casi nunca salía y por las noches lo escuchaban mantener largas conversaciones en guaraní con su perro.
Nunca se queja. Cuando le preguntamos cómo se siente nos responde: -Bien, bastante bien para la edad que tengo. No se preocupe doctor. Nos mira sin comprender nada de lo que decimos en nuestras discusiones y sin que nadie lo mire a él. Analizamos sus radiografías y los resultados de sus análisis de laboratorio encendidos por lo que constituye un desafío diagnóstico. Se ha convertido en un acertijo clínico para todos. Él mismo ha desaparecido detrás la incógnita en que nuestra curiosidad insatisfecha lo ha transformado. Desde entonces lo que sometemos a prueba ya no es a Hilario sino a nuestras propias hipótesis. Izaguirre no para de atribuirse los diagnósticos presuntivos que los demás sugieren. Pero un par de días más tarde, cuando quedan descartados, los rechaza como si jamás se hubiese apropiado de ellos.
Todos quieren y cuidan a Hilario dentro de la sala. Los familiares de los demás pacientes le traen ropa, revistas, alimentos. Como es habitual se teje alrededor del más vulnerable del grupo una red solidaria efectiva. Son muy pobres, lo que les permite comprender con mayor sensibilidad la dimensión de la pobreza y el abandono de los otros.
Ayer, mientras conversábamos, un frasco de suero infundía una solución dentro de las venas de Hilario. La enfermera contaba la cantidad de gotas por minuto mirando alternativamente su reloj y las tubuladuras. Dos médicos residentes contaron otra vez su historia completa desde el momento en que había ingresado al hospital. Se sucedieron estudios normales, diagnósticos descartados, preguntas sin responder. Por motivos que nadie conoce cada mañana nos encontramos con que durante la noche se ha quitado la aguja de su brazo suspendiendo la administración del tratamiento a través del suero. Izaguirre recomendó atarlo a la cama, pero nadie le hizo caso. La jefa de Nutrición comentó que se le preparaba una dieta especial con más calorías y suplementos vitamínicos. Hilario miraba la bandeja durante un largo rato mientras revolvía la comida con la cuchara. Pero la mucama aseguraba que siempre la retiraba vacía. No podemos comprender de qué manera esa alimentación tan cuidada, las infusiones intravenosas y el reposo absoluto, no logran impedir la continua pérdida de peso y la desnutrición calórico – proteica. Hilario padecía una insuficiencia cardíaca de muchos años de evolución que hacía prever que su sobrevida no sería larga. Pero eso no explicaba ninguna de las manifestaciones relacionadas con su desnutrición. Su cuadro cardíaco estaba compensado y lo que podía esperarse era que en algún momento padeciera una muerte súbita. Pero resultaba evidente que algo más le sucedía y que nosotros no podíamos identificarlo.
Izaguirre aclaró la voz con un carraspeo histriónico seguido de un silencio destinado a convocar las miradas. Sacó una lapicera bañada en oro de su bolsillo y la utilizó para acentuar sus gestos señalando al aire mientras hablaba. –“Si el aporte de nutrientes está garantizado y no hay pérdidas ostensibles”- hizo una nueva pausa para comprobar que todos lo escuchaban –“Es evidente que se trata de una cuadro de mala absorción”. Yo nunca dejé de asombrarme de la habilidad que tenía para decir obviedades con el tono y la actitud de quien dice algo trascendente para la humanidad. Algunas personas respondían más a la escenificación que a lo dicho y demoraban algunos minutos en comprender que acababan de escuchar una estupidez. Otros disfrutaban del espectáculo y se sonreían con discreción. Les causaba gracia. Yo nunca logré evitar un deseo furioso de abofetearlo.
Desde hace una semana casi todos pensamos en el caso de Hilario durante el día, consultamos bibliografía o lo comentamos en los pasillos. Nada nos incomoda más que no encontrar una causa. Toleramos bastante bien la incertidumbre respecto de un tratamiento o la certeza de que no exista ninguno. Pero no saber los motivos de una enfermedad nos inquieta y amenaza nuestra autoestima. Esto no sólo nos afecta a nosotros sino que le impone al pobre Hilario un itinerario cotidiano a través de exámenes a veces molestos y casi siempre inútiles. Esa mañana el jefe del servicio nos convocó a un ateneo general donde discutiríamos el caso. Izaquirre vio en ello una oportunidad para destacarse. Está ansioso, pasa mucho tiempo en la biblioteca o consultando por teléfono a otros colegas. Si descubre algo antes que los demás podrá distinguirse por alguna otra cosa que no sean su mediocridad y su arrogancia. Pobre, él sueña con papers. Cierra sus ojos y ve la tipografía con la que se escribe su nombre en la portada del Lancet. Historias de aplausos y auditorios con columnas dóricas. Son sueños líquidos e inútiles que se agotan en sí mismos como poluciones nocturnas.
Anoche me tocaba quedarme de guardia. Me propuse encontrar el momento para ir a ver a Hilario y conversar un rato con él. Me pareció que era necesario comenzar la historia otra vez desde el principio. Dejar las carpetas de estudios normales e internarme sin apuro en la biografía de ese hombre. Un rato antes de la cena sonó mi celular. Era Izaguirre, estaba excitado, eufórico. -¡Es celíaco! Tiene que ser celíaco- Me gritó con la voz entrecortada por la emoción del descubrimiento. Corté sin responderle y no volví a atender ninguna de las veces en que volvió a llamarme. Habíamos descartado esa posibilidad varias veces desde el primer día pero él ni siquiera lo había notado. Después de medianoche decidí subir a ver a Hilario.
Lo busqué en su cama pero estaba vacía. El frasco de suero colgaba desde un pié metálico con la aguja suspendida en el aire y un charco de líquido espeso que se expandía sobre el piso. Casi todos los enfermos dormían. Le pregunté por él a Manuela, la enfermera. Extendió sus brazos con las palmas hacia arriba y frunció la boca mientras levantaba las cejas indicándome que no lo sabía. Se sonrió y continuó doblando gasas sobre la mesada de mármol. La conozco muy bien y esa sonrisa me hizo pensar que sabía algo que yo ignoraba pero que no pensaba decirme. Decidí dar una vuelta por el hospital. Caminé por los pasillos, busqué en los baños y las escaleras sin encontrar a Hilario en ningún lado.
Salí al parque para hacer tiempo antes de volver a la sala. La noche estaba fría y oscura. Me puse una campera que llevaba en la mano. No había estrellas. Apenas se adivinaban los árboles detrás del estacionamiento como una hilera de sombras. Cuatro o cinco gatos revolvían los tachos de basura. Una ambulancia estaba detenida con el motor apagado delante de la sala de Emergencias pero aún tenía encendida la luz giratoria del techo. Se producía una iluminación intermitente sobre el camino de acceso. Las cosas se tornaban rojizas y luego otra vez negras para volver a enrojecer a intervalos regulares. Pensé en un faro y en la soledad nocturna del mar. No podría decir por qué pero tuve la certeza de que había alguien a poca distancia de donde yo estaba. Al cabo de dos ciclos de la luz de la ambulancia identifiqué una silueta. Me acerqué. Antes de que pudiese reconocerlo me habló. –Buenas noches doctor. ¿Salió a tomar fresco?- Era Hilario, sentado sobre el cordón de la vereda. Me miraba desde abajo mientras con una mano acariciaba el lomo de un perro que comía metiendo el hocico dentro de una bolsa de plástico. La oscuridad acentuaba su delgadez. Esquelético, con los ojos asomando desmesuradamente desde las órbitas y los huesos de la cara prominentes y filosos. Parecía un cadáver. Me senté a su lado. No hablamos durante un rato que me pareció muy largo. El ruido del perro husmeando y masticando el alimento era lo único que escuchábamos.
La ambulancia apagó la luz y la oscuridad se hizo completa. Hilario sacó otra bolsa de entre sus ropas y esparció la comida por el piso. Había un flan dentro de un pote de aluminio y las dos claras de huevo que se habían agregado a su dieta como colación para incrementar el aporte de albúmina. Toda la ración del día estaba dentro de esas bolsas y el perro procedía a comerla con toda dedicación. Acaricié el lomo del animal. Era grande, negro, con algunas manchas claras sobre la panza y las orejas caídas y largas. Miré a Hilario que estaba a pocos centímetros y no pude evitar detenerme en la dentadura que lucía enorme sobre el fondo raquítico de su cara. –Supongo que la nutricionista se sentiría orgullosa al ver el éxito que tiene su dieta con tu perro. Le dije apenas elevando la voz. Hilario se rió lo que produjo en extraño efecto en sus ojos que se iluminaron con destellos breves pero expresivos.
- Se llama Jagua, es mi hermano.
- Extraño nombre para un familiar.
- Quiere decir perro en guaraní.
- Creo que tu hermano te está comiendo a vos Hilario.
- Es que no alcanza para los dos y, si hay que elegir…
Nos quedamos sentados sin decirnos nada hasta que el perro terminó de comer. Hilario juntó los restos y los guardó en la bolsa. Lo ayudé a ponerse de pie ya que su debilidad le impedía hacerlo sin sostenerse apoyando una mano contra la pared. Tiritaba. Me saqué la campera y se la puse sobre los hombros. Lo sostuve algunos minutos hasta que superó un mareo que el cambio de posición le había ocasionado. Se puso más pálido de lo que estaba y sudó unas gotas pequeñas que le llenaron la frente de puntitos luminosos. El perro lo rondaba y lamía su mano. Hilario le daba golpecitos sobre la cabeza y chasqueaba con la lengua produciendo un sonido que el animal agradecía moviendo la cola. -Ahora nos vamos a dormir Jagua- le dijo sin soltarse de mis brazos. El perro hizo un ruido muy parecido al llanto. Se trepó hasta el pecho de Hilario con sus dos patas delanteras. Después de algunas caricias mutuas se echó debajo de un auto siguiendo las órdenes de su amo.
- Gracias doctor, yo también me voy a dormir.
- Yo no tengo sueño Hilario, te invito a tomar un café.
Caminamos con lentitud hasta el bar del hospital. Llevé a Hilario tomándolo alrededor de los hombros. Estaba cerrado pero había dos personas lavando los pisos adentro. Golpeé la puerta, nos conocíamos. Me abrieron. Nos sentamos uno frente al otro en una mesa que habilitaron para nosotros. El mozo y yo nos miramos y nos entendimos de inmediato sin necesidad de explicarle nada. En pocos minutos teníamos dos platos de sopa con fideos “cabello de ángel”, milanesas con puré, vino tinto y ensalada de frutas. Hilario cortó pequeños trozos de pan y los fue tirando dentro del plato de sopa. Flotaban durante algunos segundos. Se embebían de un líquido amarillento hasta que alcanzaba cierto nivel y entonces naufragaban por su propio peso. Ambos mirábamos ese proceso hasta que él volvía a introducir un nuevo pedacito de pan y todo volvía a comenzar. Comió sin pausas pero sin desesperación. Yo pasando mis porciones a su plato. Después brindamos a su salud y pedimos café. Recién entonces empezamos a conversar.
Me contó que todavía extrañaba su tierra a la que no volvía desde hacía décadas. Que siempre había pensado volver cuando dejara de trabajar pero ese momento le había llegado cuando ese sueño ya era imposible. Me habló con orgullo de su padre que llevaba su mismo nombre. Había sido contrabandista trayendo bultos en su bote a través del río desde la costa paraguaya. Lo hacía de noche y se comunicaba con una linterna con los puestos de la gendarmería a los que sus patrones sobornaban regularmente para permitirle el paso. A veces, por un malentendido o como medio para presionar un incremento de las tarifas, el bote era acribillado a disparos de fusil desde la costa y su viejo debía tirarse al agua para regresar nadando. Algunas madrugadas lo habían encontrado en la costa, agotado y herido de bala. Otras veces tenía que escaparse por largos períodos al Brasil. Entonces su madre esperaba durante semanas una carta o el mensaje que le traía alguno de sus compañeros. Cuando llegaba dejaba a sus hijos mayores al cuidado de los más pequeños y partía con Hilario, que era el menor, hacia la frontera. Esperaban dos o tres días en pensiones de mala muerte o en quilombos donde las putas y los camioneros se reían a carcajadas en portugués y en castellano. Él descubrió allí, cuando apenas tenía cuatro o cinco años, la potencia de las tetas de aquellas mujeres y el embrujo de sus nalgas redondas. Su viejo aparecía barbudo, harapiento y muerto de hambre. Su madre sacaba una bolsa llena de queso, chipá y vino casero que el hombre devoraba con las manos llenándose los bigotes de migas y chorreando el vino rojizo por el cuello. Después lo tomaba en brazos y lo hacía pasar una a una sobre la falda de las prostitutas. Ellas lo besaban y le inoculaban sus olores a colonia frutal y a polvo barato hasta la náusea. Una noche, mientras volvían en un micro, Hilario se recostó sobre el pecho de su madre. Se dejó invadir por su olor y su temperatura. Ella le rascó la nuca con los dedos y le cantó una canción en guaraní hasta que él alcanzó un letargo que anticipaba el sueño. Estiró el cuello y miró a los ojos a esa mujer sufrida y silenciosa. –Vos no sos una mujer. Le dijo con una certeza que después nunca más alcanzó respecto de nada en toda su vida. -¿Si no fuera una mujer no podría ser tu mamá? Le dijo mientras el colectivo se detenía en la frontera. – ¿Entonces por qué tus tetas no tienen el olor de las de ellas? Su madre contuvo la risa y lo apretó hasta casi asfixiarlo. – Porque hay muchas mujeres y cada una tiene su propio olor.
Desde entonces Hilario desarrolló un olfato canino y husmeó en cientos de hembras buscando reencontrarse con aquel olor. Pensé que era posible que aquella noche hubiesen nacido como dos gemelos, su hermandad con los perros y su amor por las putas. Se emocionó mientras me contaba que su viejo le enseñaba a tocar el acordeón sentado en un banquito de mimbre sobre el piso de tierra del patio. Golpeaba con los dedos sobre la mesa un ritmo de chamamé mientras subía y bajaba los hombros. Los ojos se le humedecieron pero con un brillo feliz acompañado de una sonrisa apenas insinuada en su boca. Se iluminó con una luz que contradecía lo que su cuerpo no lograba ocultar. Se calló y miró la noche a través de la ventana.
Me dijo que hubo una mujer. Sin mirarme. Le hablaba al vidrio o a la oscuridad. Se llamaba Elena, era colorada y rellenita. La conoció en un boliche de Paso del Rey al que le decían “La Enramada” al que iba los sábados a gastarse lo poco que podía ahorrar durante la semana. Bailaron durante varios meses sin decirse una palabra. Cuando llegó el verano ella se le apreció en la casa con un bolsito de lona y tres o cuatro cacharros de cocina. No se dijeron nada, pero no les hizo falta. Para el otoño estaba embarazada. Hilario tuvo miedo. Comenzó a tomar vino cuando todos se iban de la obra, antes de volver a su casa. Todos los días. Al segundo mes Elena tuvo pérdidas. Manchó el colchón con una sangre espesa que se derramaba sobre el contrapiso desnudo de la habitación. Quedaron unos coágulos violáceos que él llamó "cuajarones" y que le parecieron de gelatina. Ella se encerró en el baño. Él se sentó en la puerta a esperar. Cuando salió estaba pálida, lloraba. -¿Y el pibe? Le preguntó Hilario. No le respondió. Abrió el cajón del ropero y juntó las pocas cosas que empezaba a preparar para cuando llegara su hijo. Una manta tejida por su abuela, dos pares de escarpines, una batita de hilo blanca bordada, un juego de sabanitas celestes que le había regalado su patrona. Tiró todo en el patio. Juntó hojas y cortezas de árbol y prendió un fuego que arrojaba brasas y un humo lento. Hilario no supo qué hacer. Se fue. Esa noche se demoró en la obra. Se quedó solo y bebió hasta perder la noción del tiempo. Cuando llegó Elena dormía. No recuerda cómo, ni por qué. Pero aún conserva en su memoria el sonido de los cachetazos y los gritos de la mujer. Cuando despertó ya caía el sol. Vomitó. Elena no estaba. No volvió más.
Le pedí al mozo que todas las noches le sirviera la comida y él prometió aceptarlo. Lo acompañé hasta su cama y nos despedimos sin mencionar el tema. Manuela dormitaba con la cabeza sobre sus brazos vencida sobre el mármol de la mesada. Se despertó y nos siguió con la mirada. Antes de salir me detuve frente a ella.
- ¿Por qué no me lo dijiste?
- Porque se lo hubiesen prohibido.
- No tendría como vivir si esto continuaba.
- No tendría para qué vivir si ustedes se lo quitaban.
Esa mañana se hizo el ateneo del servicio donde se discutió el caso de Hilario. Mientras caminaba hacia la biblioteca pensé que si la incógnita se develaba lo enviarían de regreso a esa pocilga donde era muy probable que Hilario muriera de hambre y de frío. Mis compañeros ya no se interesarían en él. Sin el desafío clínico que encarnaba, su atención se desvanecería por completo y otros casos ocuparían su lugar. No faltó nadie, médicos, nutricionistas, alumnos y la jefa de enfermeras. Izaguirre estaba en la primera fila. Nervioso, se movía sobre la silla, cruzaba y descruzaba las piernas. Una médica residente, joven y bellísima, presentó la historia clínica. No escuché casi nada de lo que dijo. Mientras hablaba la recorrí milímetro a milímetro. Sus ojos azules, el cuello largo rodeado por una cadenita dorada, la protuberancia de los pechos sobre la chaqueta blanca, la redondez de sus nalgas, la consistencia de sus pantorrillas.
Se hicieron comentarios y citas de casos similares descriptos en publicaciones o fruto de la experiencia personal de los colegas de mayor edad. Hubo discusiones, planteo de nuevas hipótesis, recomendaciones y sugerencias. Izaguirre esperó a que todos hablaran. Se puso de pie y administró los silencios con la eficacia con que siempre lo hacía. Agitando su lapicera al aire afirmó: -Señores, estoy convencido de que este paciente padece una enfermedad celíaca. Propongo realizar una endoscopía con biopsia duodenal. Miró al auditorio esperando ese aplauso que nunca obtenía. Nadie le hizo caso y las conversaciones se atomizaron en pequeños diálogos de dos o tres personas. La gente empezó a levantarse y a salir del aula. Nada había cambiado. Las dudas eran las mismas. La paradoja continuaba sin resolverse. Izaguirre se acercó hasta donde yo estaba sentado y me habló al oído.
-¿Vos pensás que se entendió lo que dije?
- Sí, perfectamente.
- Pero, si lo entendieron, ¿por qué nadie hizo comentarios?
- Por eso, precisamente por eso.
Me miró desorientado. No sólo no comprendía la falta de comentarios, tampoco comprendió mi respuesta a su pregunta. Se fue. Yo salí sin hablar con nadie. Manuela me esperaba apoyada sobre el marco de la puerta. Es una mujer enorme y de una generosidad poco común. Nos queremos mucho aunque no necesitamos demasiadas palabras para comunicarnos.
- Yo sabía lo que ibas a hacer.
Me empujó con sus caderas y fui a dar contra la pared. Se reía, aunque aún no sé si de mi torpeza o de nuestra complicidad. Me acomodó el cuello de la camisa y el guardapolvo. Me palmeó la mejilla. -Bajá a comprar medias lunas mientras yo preparo el mate. Me dijo mientras empezaba a caminar en dirección a la sala. Su risa resonaba en el pasillo. La llamé.
- ¿Qué es lo que sabías que yo iba a hacer?
- No les dijiste nada.
-Vos tampoco me dijiste nada a mí.
-Tenía un motivo.
- ¿Cuál?
- Si te lo decía, le quitarían lo único importante para Hilario.
- Yo también tenía un motivo.
-¿Cuál?
- Si se los decía, les quitaría lo único importante para ellos.
Bajé con la idea de ir hasta la panadería. La mañana había traído al hospital a cientos de personas. Se amontonaban en las salas de espera, formaban largas colas en el laboratorio o en radiología. Algunas madres caminaban con un bebé en sus brazos y uno o dos chicos al lado. Una adolescente flaca le daba la teta a su hijo sentada en el último escalón de la escalera. Le faltaban varios dientes. Se quedaba dormida mientras el pibe mamaba. Cada uno o dos minutos se despertaba y sacudía la cabeza. Le pegaba palmaditas en la espalda al niño pero de inmediato la cabeza empezaba a caer hacia un costado y volvía a dormirse.
Antes de salir al parque encontré al perro de Hilario. Ladraba y rascaba el portón de vidrio. Un policía le pegó una patada y el animal se retiró quejándose. Esperó algunos segundos hasta que el tipo se metió dentro de la garita de la guardia y volvió a ladrar y a empujar la puerta con el hocico. Le abrí. Entró corriendo por el pasillo. Yo fui detrás de él. Subió la escalera resbalando con las pezuñas sobre el mármol. Tenía la lengua afuera, jadeaba y le chorreaba una baba blanca. Las orejas largas saltaban con cada paso. Lo llamé: -Jaguá, Jaguá; pero no me hizo caso. Desde el hall del primer piso se lanzó en una carrera enloquecida hasta la puerta de la sala de internados. Parecía conocer el camino. Se detuvo y miró en todas direcciones. Ubicó la cama. Manuela vaciaba la mesita de luz y guardaba los objetos en bolsas de plástico. Hilario estaba envuelto con una sábana sucia atada con un nudo sobre la cabeza. Un brazo colgaba hacia el costado hasta quedar a pocos centímetros del piso. El perro lamió la mano. Después se echó debajo de la cama y se cubrió la cabeza con las patas delanteras.
Daniel Flichtentrei