"Es lo mismo el que labura/ noche y día como un buey,/ que el que vive de los otros,/ que el que mata, que el que cura/ o está fuera de la ley". El Cambalache que Discépolo escribió en los 30 parece aún pintar un retrato de la Argentina donde opera una mano invisible y caprichosa, guiada por influencias, donde se elige el atajo porque el camino recto es demasiado empinado. Pero, en una mirada más atenta y optimista, enseguida se ve otro país, con una realidad menos escandalosa, en la que no se concibe el logro sin esfuerzo, y donde se reflejan la nobleza, el sacrificio y la sobriedad de su gente: es la Argentina del mérito.
Por Victoria Pérez Zabala
Medicina
Por los pasillos del Garrahan deambula la menuda figura del pediatra Roberto Rocco, dueño, a sus 65 años, de grandes respuestas. A medida que avanza, tocan su hombro aprendices y médicos de curtida trayectoria que lo consultan por su habilidad para el diagnóstico. El, que nunca fue llevado al pediatra cuando era niño, es capaz de descifrar las enfermedades más complejas de los menores de 16 años que cruzan las puertas del hospital.
"Lo que dice es palabra santa", afirma una colega que necesitó de la sabiduría del jefe de la Clínica de Mediano Riesgo para resolver el rompecabezas de una rara patología. Cada mañana, luego de un desayuno ligero, Rocco se dirige a la estación para tomar el tren. "Si hay paro, el doctor llega tres horas tarde, pero siempre llega", aseguran. De camisa rayada que combina con el azul de su corbata, él explica: "Soy más útil viajando en el transporte público que en un auto. Muchas veces tuve que asistir a personas que se descomponen, más que nada en los días de humedad. En el tren, en el colectivo, conocí a mi pueblo, a la gente que atiendo. No vivo en una burbuja. Lo vivo así porque lo siento así. No por eso me van a dar un premio, pero es una forma de pensar".
La historia del "Dr. House" del Garrahan -sin el venenoso sarcasmo de la estrella de TV- comienza el 4 de marzo de 1945 en una humilde casa de Ramos Mejía, habitada por su padre, un empleado del ferrocarril Sarmiento, y su madre, que apenas completó la primaria. "Las necesidades siempre existieron. Nunca me llevaron al pediatra", revela a carcajada limpia, y describe, luego, la manía de su madre de reciclar todo: frascos, piolines, retazos de tela sobrantes, "porque no se podía tirar nada". Era un hogar donde se daba importancia a la dignidad, la austeridad y la libertad.
En el colegio, siempre fue el más aplicado; el invitado al cuadro de honor; el abanderado. "Durante mi carrera en la Universidad de Buenos Aires llegué a pesar 53 kilos y medía 1,73 metros", precisa Rocco, que aportó sus primeros pesos a la economía familiar poniendo inyecciones y tomando la presión a vecinos y conocidos. Largas noches de estudio, días de examen sin comer y la rigurosa disciplina de quien no quiere defraudar a sus padres lo llevaron en una dirección desconocida para la tradición familiar: la obtención de un título. En una pared de su consultorio, luce ahora enmarcado el diploma que le entregó Juan Carlos Rey, el decano de Medicina de la UBA de aquella época. Un paquete de pañales, una balanza y juguetes de colores completan la escena donde se mueve el pediatra, siempre listo para recibir al próximo paciente. "No hay ningún otro ser en la medicina que ocupe el trono. No nos debemos ni a secretarios ni a ministros: sólo al paciente", distingue un profesional "de la vieja escuela", que, aclara, no tiene celular.
"Hay que prestar atención a los detalles. Si uno pone en una camilla a un niño de dos años, le saca la ropa y está tomando frío, la madre que está a su lado sufre horrores, y de frío, aunque ella esté abrigada. Hay que respetar al paciente: dejar hablar, preguntar sin agresión, tomar todos los giros del habla para motivar la respuesta de los padres. El médico tiene que buscar la forma de poder comunicarse con todo el mundo", alecciona el pediatra.
Rocco baraja una docena de máximas, como "lo que se resuelve hoy no queda para mañana" o "no se consiguen logros sin esfuerzo". Sentado, con el guardapolvo celeste colgado del respaldo de la silla -"los chicos prefieren que sea de color y no blanco"-, quien tras nueve años en el Hospital de Niños consiguió el puesto de jefe en el Garrahan por concurso, diagnostica: "Hay una cruel enfermedad en la sociedad que se llama amiguismo; una enfermedad que hasta el momento no tiene tratamiento y que deteriora a la persona cuando utiliza ese accionar".
La Argentina del mérito
Roberto Rocco, un pediatra de la vieja y buena escuela
En el país del cambalache, historias de vida con diploma de honor confirman que, con esfuerzo, se puede llegar lejos.
Fuente: La Nación Revista