Cada vez que deja la guardia del hospital vuelve a sentir lo mismo. Todo se repite como si fuese un programa que su cerebro ejecutara siempre igual. No lo entiende. A las ocho le comunica las novedades a su reemplazo y hace el pase de sala con el jefe del servicio. Ocho y media sale al estacionamiento recién bañado y afeitado. La luz de la mañana le parece absurda, desmedida. La gente que baja de los colectivos y camina en todas direcciones lo hace sentir fuera del mundo, ajeno. ¿A dónde van? ¿De dónde vienen? Sube al auto. Enciende la radio. Las voces suenan como gritos. Son enfáticas y vertiginosas. Hablan de cosas que no le importan. Aunque las considera naturales el resto de los días de la semana. El clima, el tránsito, los diarios. Le parece imposible regresar. Se siente extranjero. ¿Cómo volver? La noche le pesa sobre los hombros. El soplido de los respiradores y el beep de los monitores cardíacos le grabaron un ritmo en su cabeza que ahora le falta. Es una ausencia que de a poco ocupan los sonidos de la calle. No sabe qué hacer. Su cuerpo parece estar allí pero su alma no. Está vacío y desorientado. Atrapado en una frontera donde el tiempo y el espacio se detienen. No está en ninguna parte.
Pone en marcha el motor. Duda entre bajarse del auto y volver al hospital o enfrentar a la intemperie del mundo como un conductor suicida con los ojos vendados y el acelerador a fondo. Busca música en la sintonía de la radio. Apoya la cabeza sobre el respaldo del asiento. Suena Jorge Drexler, canta “Toque de queda”. Escucha con atención. No comprende el sentido de lo que dice la letra de la canción pero le parece que le habla a él. No sabe por qué. Apaga el motor. Baja un telón detrás sus ojos.
Ahora la memoria lo devuelve unas horas atrás, a la habitación de médicos. Son las cuatro de la madrugada. Todo está en penumbras. Apenas iluminado por la luz del baño que se filtra a través de la puerta entreabierta. Está acostado sobre la cama. Con cada movimiento todo cruje como si se fuera a desmoronar. Se siente agotado. En la cama de al lado está su compañera de guardia. Ella también se ha derrumbado sobre las sábanas sucias. Ni siquiera se ha quitado los zapatos. No la ve. Pero se comunican sin palabras. No se dicen nada. El ruido de una gota cayendo desde una canilla es casi todo lo que oyen. Los dos respiran profundamente. Sus cuerpos pesan toneladas. Se sienten solos y desamparados. Saber que el otro está allí es la única prueba de que están vivos. Se concentran en percibirse separados por noventa centímetros de noche y de silencio. Buscan el reposo y el sosiego mirando el techo. La voz de ella llega como una mano extendida a través de la oscuridad. Un susurro que lo toca en la frente.
-No puedo más, necesito descansar.
- ¿No te quedarías así para siempre?
-Sí, debería detenerse el mundo hasta que podamos recobrar el aliento.
- Me parece que yo debería ir hasta tu cama y besarte, ahora.
Ella no responde. Él comprende que su silencio es una afirmación. No es la primera vez. Se pone de pie. Camina a tientas hasta su cama. Le corre el cabello de la cara. La acaricia con los dedos sobre el cuello. La besa en la boca. La desnuda y se acuesta a su lado. Traza un círculo perfecto con el pezón sobre la punta de su lengua. La abraza hasta la asfixia. Escucha el ruido del elástico desvencijado debajo del colchón y su gemido pegado a la oreja. Ella murmura algo que suena en sus ojos. Una frase que no recuerda pero que él ve como puntitos luminosos. Luciérnagas que bailan una coreografía caótica movidas por su voz. Una rara experiencia sinestésica. Más tarde el ruido de la ducha. Los pasos que llegan desde el baño. Ella se detiene y le tira la toalla con la que está envuelta sobre la cabeza. Se viste.
- Mañana es el cumpleaños de Julián. Vamos a hacerle una fiestita.
- ¡Qué bueno!
- ¿Y vos?
- ¿Yo qué?
- ¿Qué planes tenés?
- Nada. Ir a casa. Mi mujer, los chicos, el trabajo.
Ella se acerca y le extiende la mano con un objeto envuelto en papel de colores. Lo toma y palpa el contenido a través del envoltorio intentando adivinar de qué se trata. Lo abre. Es un muñequito de peluche con un cartel abrochado sobre el pecho. Parece un oso, es marrón y tiene los ojos negros. Es blando y peludo. Lo acerca a la luz y lee lo que dice la cartulina blanca escrita con una letra pequeña y delicada con tinta negra.
“Sos mi amigo. Nos acariciamos porque nos necesitamos. Eso es todo”
Ella lo mira de pie y espera su reacción. No sabe qué decir.
- Lo escribí recién, en el baño. Quería que lo sepas.
Está inmóvil desde hace más de veinte minutos en el estacionamiento. Indeciso. Apaga la radio. Cientos de personas pasan a su lado. Un auto se detiene frente al suyo. Baja un hombre joven con un bebé en brazos. Ella los abraza y toma a su hijo que aún parece dormido. Sube. Lo saluda con la mano a través del vidrio. Se van. Vuelve a encender el motor. Atraviesa el portón de salida.
La avenida está repleta de coches. Se detiene en el semáforo de la esquina. Abre el bolso que lleva en el asiento del acompañante. Asoman un par de medias sucias y un frasco de desodorante sin tapa. Saca el osito de peluche. Vuelve a leer el cartel. Una nena se acerca a pedirle monedas. Le pone sobre su mano un billete arrugado de dos pesos y el muñequito marrón. El auto lo lleva de regreso a casa. Mira por el espejo retrovisor. Baja la velocidad. Se demora deliberadamente. Hace tiempo. Busca las ganas de volver que no llegan. Espera a que su alma lo alcance.
Daniel Flichtentrei