Una de las mayores diferencias entre los libros y los enfermos es que los pacientes no leen los libros. Esto los hace espontáneos, con una riqueza linguística extraordinaria y una expresividad repleta de metáforas provenientes de sus propios universos culturales. Las personas nos describen sus molestias con recursos propios de su capital simbólico y mediante comparaciones que extraen de los micromundos en los que viven. Se expresan estableciendo relaciones conceptuales entre lo que sienten y las cosas que conocen a través de su propia experiencia. "Dr. tengo sangrasa", "Dr. vio cuando uno agarra al chancho para que otro lo sacrifique. Vio como se siente el corazón del pobre animalito. Bueno, así siento yo al mío cuando me despierto de madrugada”. “Ayer algo me anduvo por dentro de la barriga dándome vueltas como una vizcacha en la madriguera”. “Apenitas camino un par de cuadras doctor y el resuello me falta y el pescuezo se me acogota”.
Es apasionante interactuar con ellos y rastrear en sus descripciones los signos y los síntomas de la enfermedad que padecen. Salvo excepciones, todas las enfermedades se encuentran en el discurso del enfermo. Están en su relato los equivalentes de lo que el lenguaje técnico científico designa con una desmesurada ilusión de exactitud, objetividad y precisión. El resto lo aportan el cuerpo en su materialidad explorado por la mirada clínica del médico y los estudios complementarios.
Es absurda e ingenua la idea que hoy domina el pensamiento de muchos profesionales, en especial entre los más jóvenes. Nadie encuentra nada que tenga sentido mediante la mera acumulación de estudios de alta complejidad. Cualquier examen requiere de una hipótesis previa que lo justifique. Se busca aquello en lo que se ha pensado antes como posibilidad. Sin este paso imprescindible, la ceguera conduce a la acumulación de estudios irrelevantes, a la imprudente exposición a sus efectos adversos, a los hallazgos incidentales sin relevancia clínica. No es después, sino antes, que el sentido de un estudio debe determinarse. Un examen es útil si confirma, pero también si descarta algo que se había sospechado. Pero es perfectamente inútil cuando se cae en la fantasía de que el ojo protésico de la máquina nos aclarará un cuadro clínico que no hemos podido definir previamente.
Es mediante la palabra que se conoce lo que a una persona le sucede. Es en el diálogo donde se encuentran las claves que darán significado a todo lo que vendrá más tarde. Pero precisamente es en el uso del lenguaje donde las competencias profesionales han sido más descuidadas, donde el tiempo disponible para desplegarla es más mezquino.
Es tan monstruoso el volumen de información al que los médicos nos vemos expuestos a diario que los conocimientos técnicos absorben toda nuestra capacidad formativa. Aunque también aquí circula otra ilusión, un viejo mito académico que nos lleva de las narices en una loca carrera hacia adelante pero cuyo rumbo no gobernamos. Corremos, corremos, corremos. Pero, ¿hacia dónde? La voracidad lectora, los cursos, congresos, simposios y jornadas se reproducen como una planta carnívora que amenaza con devorarnos.
Sin palabras no hay medicina. No somos biólogos. No actuamos en laboratorios. Es el lenguaje la herramienta fundamental que explora el padecimiento humano. También es el más poderoso remedio para aliviarlo. Si la tecnología nos enmudece, si nos deja sordos, esperaremos inútilmente escuchar aquello que ella nunca nos podrán decir. Lo que queremos escuchar, casi siempre ya nos fue dicho, pero estábamos tan distraídos, tan ensordecidos por el estruendo que nos rodea que no pudimos, no supimos o no quisimos escucharlo. Gran parte de lo que esperamos averiguar, de la clave que le de sentido al padecimiento y nos habilite a formular un diagnóstico ya nos fue dada por el propio paciente mientras la buscábamos en otra parte.
Mientras sigamos viendo a la gente a través de los estudios que de ella proceden y no al revés (es decir mirar los estudios a través de la clínica que motivó su realización) nos estaremos alejando cada vez más de aquello que funda nuestra profesión. Ni siquiera nos daremos cuenta. Nos parecerá "natural" y lógico. Habremos olvidado de dónde veníamos y hacia dónde nos dirigíamos.
Una tarde cualquiera, a esa hora siniestra en que muere el día y la noche aun no ha nacido, nos sentaremos solos y ausentes en nuestros consultorios sin saber dónde estamos. Como Vladimir y Estragón se sentaron bajo un árbol raquítico para esperar a Godot. Pero él, nunca va a llegar. O, peor aún, nuestra propia estupidez nos impedirá reconocerlo si alguna vez aparece.
Daniel Flichtentrei