Un paciente está sentado frente a mí en el consultorio.
–Tengo que comunicarle que usted padece la "enfermedad de Silberman". Me mira, está perplejo... -¿Y eso es muy grave, doctor? Apoyo mi mano sobre la suya. –Todavía no lo sabemos, "Sr. Silberman", pero lo averiguaremos juntos. |
Nadie soporta la incerteza respecto de su propio destino o el de sus seres queridos. Pero la medicina no ofrece milagros.
Lejos de lo que suele creerse, el diagnóstico médico no consiste en la aplicación automática del conocimiento científico a las personas. La medicina no es una ciencia, sino una disciplina humana sustentada en el vínculo y mediada por la comunicación.
Un consultorio no es un laboratorio experimental aislado del mundo. Por el contrario, es un espacio inmerso en la inabordable complejidad de la vida, donde se produce el encuentro entre alguien que sufre y alguien que está dispuesto a ayudarlo.
Diagnosticar es una operación cognitiva del más alto nivel que se sirve de la información general -proveniente de estudios de grandes poblaciones- para aplicarla a casos singulares, únicos e irrepetibles. No asistimos enfermedades, sino a enfermos. Las patologías se nos presentan bajo las más diversas formas. Esculpidas por la experiencia, la historia personal, las habilidades expresivas, lingüísticas y culturales de un individuo. Se trata de biografía tanto como de biología.
No hay manera de convertir este encuentro en la mera reproducción de algoritmos y cursos preestablecidos de acción sin privarlo de su propio fundamento. La palabra, los gestos y la observación son las tecnologías de mayor complejidad de la que los médicos disponemos para formular una hipótesis diagnóstica. Resulta ingenuo, y a menudo peligroso, suponer que la relación construida entre médico y paciente puede ser reemplazada por los exámenes complementarios más sofisticados.
Eso que algunos llaman "ojo clínico" es el producto de la interpretación del significado de aquellos estudios que una persona capacitada hace subordinándolos a la historia individual de un enfermo. El resto es secundario, muchas veces prescindible o superfluo.
El auténtico talento clínico consiste en la selección que se realiza del infinito menú de posibilidades con que un médico cuenta hoy para estudiar a un paciente más que en la mera lectura de sus resultados. La tecnología dio a la medicina herramientas poderosas nunca antes imaginadas. Pero ninguna de ellas podrá sustituir la atenta escucha de una narración ni el enorme poder que reside en la palabra para comprender, acompañar y sanar.
Las afirmaciones científicas requieren de evidencias demostrativas que siempre son probabilísticas. Todas sus "verdades" son provisorias y se encuentran sujetas a la falsabilidad. Sus afirmaciones son aproximativas e incompletas. Buscan predecir el futuro y atenuar la incertidumbre. Pero jamás lo logran por completo. Es sólo la lectura ingenua o la ignorancia ilustrada la que entiende lo que ellas no dicen.
Nadie soporta la incerteza respecto de su propio destino o el de sus seres queridos. Pero la medicina no ofrece milagros. No miente prometiendo lo que sabe que no puede otorgar. El "horror a la incertidumbre" es una respuesta comprensible ante el dolor o la muerte. Pero el diagnóstico clínico es apenas una probabilidad. Una mezcla de ciencia y de arte que reúne la historia de una persona con el mejor conocimiento disponible.
No hay ningún motivo razonable para que la medicina quede al margen de la insensatez y del despilfarro que afectan a otros sectores de nuestra sociedad. Sólo la formación de profesionales educados en el pensamiento crítico, el saludable escepticismo y la sólida conciencia de los fundamentos y los límites de su tarea puede prevenirnos de ese descalabro.
Alguien debe decir públicamente que no son sólo los médicos enfáticos y fundamentalistas de la tecnología quienes contribuyen a que se valore un examen complementario por encima del juicio clínico: son también los propios pacientes y las corporaciones quienes alientan esta descabellada escala de valores.
¿Cuántos enfermos reclaman que se les realice una resonancia magnética por padecer lumbalgia, mientras todas las guías basadas en evidencias recomiendan no hacerlo excepto en circunstancias muy específicas?
¿Cuántos padres reclaman que se prescriba antibióticos a sus hijos con fiebre cuando son infinitas las advertencias en todo el mundo para que tal cosa no se haga?
La dramática multirresistencia bacteriana de nuestros días es una de sus graves consecuencias. La absurda creencia en que los estudios de diagnóstico por imágenes superan y reemplazan el razonamiento médico se estableció como parte del sentido común.
Es oscurantista creer en supercherías pseudocientíficas, en interpretaciones exasperadas e incontinentes, en magia y en revelaciones. Pero también lo es la tonta idea que postula que la tecnología es un proceso autónomo que elije su rumbo independientemente de nosotros.
Daniel Flichtentrei