C. ARRIBAS - Madrid
Que los que llegan a centenarios tienen menos predisposición genética al cáncer no es una afirmación tan obvia como parece. Decir que la longevidad está en los genes implica, de entrada, dar a la herencia genética un peso especial en el entramado complejo que forman los genes con sus relaciones entre sí y también con el entorno. Es tomar partido en el eterno debate sobre qué somos, lo que nacemos o aquello en lo que nos convertimos, lo que queremos o lo que tenemos que ser: si, en el fondo, hay quien está condenado a alcanzar la vejez extrema, y su corolario de casi inevitables demencia, enfermedad crónica, desmemoria y dependencia. Somos nuestro fenotipo, o sea, el resultado de nuestro genotipo y nuestro entorno. Pero igual que se sabe que es prácticamente imposible descifrar el fenotipo de uno que ha llegado a vivir 100 años -o, mejor, una, pues ser mujer es un factor genético innegablemente ligado a la longevidad -, también se puede colegir que un español que ha llegado a esa edad, lo que supone haber vivido en la era preantibiótica, una guerra y el hambre del siglo pasado, debe ser genéticamente especial.
"Un tercio de los que alcanzan los 100 años llegan libres de enfermedades cardiometabólicas", dice Alejandro Lucía, investigador de la Universidad Europea de Madrid que se pregunta en la revista Age, una de las más reputadas en estudios geriátricos internacionalmente, si los centenarios están genéticamente predispuestos a un menor riesgo de enfermedades. "Y la respuesta es sí". Lo dice después de haber desarrollado junto a Jonatan Ruiz, de la Universidad de Granada un sencillo modelo matemático que les ha permitido observar el efecto acumulativo de 62 variantes genéticas en 54 personas, la mayoría castellanas, la mayoría mujeres, de entre 100 y 108 años. Los 62 genes, estudiados en el Parque Tecnológico de Zamudio, llamados candidatos, están relacionados con enfermedades cardiometabólicas, cáncer o una longevidad extrema.
"Lo difícil es, claro, ver qué genes son los decisivos", dice Lucía. "Aunque encontramos indicios de que un alelo [el resultado en el cromosoma del cruce del gen del padre y de la madre] no funcional del gen GSTT1 puede estar asociado a una mayor longevidad, necesitamos más estudios para confirmarlo". Lucía y Ruiz creen que sería necesario para identificarlos un estudio longitudinal, a lo largo de toda la vida, de varios grupos de personas hasta que se mueran. "Y veríamos las variantes de los que sobreviven más", dicen los dos investigadores españoles, quienes, están convencidos de que aparte de la herencia genética la actividad física es muy importante para prevenir las enfermedades cardiovasculares.
El entorno, se entiende, no consiste solo en dónde se vive o con quien, en el campo o en la ciudad, en zonas donde respirar es imposible o bajo exposición directa a factores cancerígenos, sino también el llamado estilo de vida, lo que se come, lo que se mueve uno. "El ejercicio es tan importante como la nutrición, pero es muy difícil de medir", dice Lucía. "Hay más estudios epidemiológicos sobre dieta que sobre actividad física bien cuantificada".
Las conclusiones de su investigación coinciden, o refuerzan y son reforzadas, por un reciente artículo de Nature en el que se demuestra que ciertos cambios epigenéticos (que no implican cambios en la secuencia del ADN) asociados a la longevidad que se producen en los padres se transmiten a la descendencia. Es decir, que si se adquieren esos cambios a lo largo de la vida en las células germinales (óvulos y espermatozoides), ese incremento en la longevidad se transmite a los hijos.