Por Raquel Garzón. Poeta y periodista de Clarín.
Doce días después de sufrir un accidente cerebrovascular que afectó el 75% del hemisferio izquierdo de su cerebro y tras una semana en terapia intensiva, mi padre se sentó en su cama y casi de buen humor, preguntó: “¿Cómo están ustedes?”. Desde entonces lo llamo Highlander, el inmortal. Todo lo que ha venido luego (recaídas, secuelas, la procesión de estudios, remedios, médicos e hipótesis) no ha podido borrar en mí la impresión de su fervoroso amor por la vida. Y la convicción de que, mientras quiera seguir en este maratón, correremos a su lado.
A veces sueño que nunca pasó. Que nos encontramos como siempre a charlar de historia o de poesía. Que me abrumás con alguna idea para un libro de geopolítica, tu última obsesión; que te interesa saber cómo sigue esa colección de cuentos que me esmero en arrumbar. Esas veces, cuando despierto, lloro. Como si tuviera cinco años y me dijeran que no vas a volver nunca. En la ducha, para que mis hijos no pregunten por qué. Para que Julián, el mayor, no dé por sentado que voy a Córdoba de nuevo para verte –catorce viajes van desde el derrame que te convirtió en otra persona– “porque al papá uno lo quiere más que a nadie”.
En la Argentina alguien tiene un accidente cerebro vascular (ACV) cada cuatro minutos. Es la segunda causa de muerte después de los problemas cardíacos y la primera razón de invalidez en mayores de 40 años. Las probabilidades de sufrir uno aumentan con la edad a partir de los 55 años, pero hay pacientes mucho más jóvenes peleando contra sus consecuencias. Durante un ACV, una parte del cerebro deja de recibir sangre y oxígeno, determinando la muerte de células y un daño permanente que varía en cada caso. Los factores de riesgo son conocidos y, muchas veces, desatendidos: la hipertensión arterial (afecta al 80% de las víctimas), el colesterol alto, la diabetes y los antecedentes familiares, entre otros. Controlarlos es el único nombre de la prevención.
Yo no sabía nada de esto hasta que la enfermedad partió mi casa. A papá lo salvó mi hermana, médica como él, que interpretó correctamente los síntomas (dolor de cabeza intenso, desorientación, náuseas, sensibilidad extrema a estímulos sensoriales) y lo internó de inmediato. Cuando el peligro de vida pasó, comenzamos a lidiar con cicatrices físicas y emocionales, que a diferencia de lo que ocurre normalmente, no se relacionan en el caso de papá con la movilidad sino con la comunicación. Y empezó la ciclópea tarea de reconstruir un vínculo con un hombre de 80 años que guarda vagos recuerdos del que fue y que tiene dificultades para comprender y expresarse. ¿Qué entiende mi padre; qué de todo este ruido que es hoy para él el mundo le resulta familiar o deseable o siniestro? ¿Tiene miedo? ¿Sabe qué le pasa?
Casi toda nuestra conversación, desde entonces, cabe en los “abrazos de oso” que nos damos. Los prolongo siempre 30 segundos más de lo usual porque siento que si algo de mi papá queda en su cuerpo, saberse amado, lo traerá de regreso. Lo demás son monosílabos, ideas muy simples que acompañamos con gestos; si mencionamos a alguien señalamos su foto para facilitar el reconocimiento, repetimos las preguntas pausadamente y escuchamos sin prisa lo que quiera contar.
–¿Te duele algo, papá?
–No.
–¿Estás cansado?
–Sí. La amanolema todea, sido lalata tro. Solo.
“Solo” es el santo y seña de este tiempo. Pienso mucho en la inacabable soledad de un hombre que dedicaba los últimos años de su vida a leer y a escribir, dos de sus pasiones, y que ya no puede hacer ninguna de las dos cosas. Un estupendo orador que disfrutaba de la fluidez de ideas que le habían dado décadas como profesor universitario, obligado al silencio forzoso, porque las palabras dejan de ser, a mitad de las frases, sonidos entendibles. Dios pega donde duele.
Toda familia es un pequeño ecosistema. Un juego de equilibrios que se altera cuando alguien cae. Hay, en la mía al menos, una respuesta de género ante la tragedia que la enfermedad evidenció: las mujeres cuidan, acompañan, sufren ahí; los varones se alejan, convierten el dolor en otras cosas, sólo ponen el cuerpo si nadie más puede hacerlo. Mientras tanto, cada uno mastica a su modo la angustia del botero que para salvarse tiene que achicar el agua que entra a baldazos, sin dejar de avanzar hacia la orilla: remá, remá, remá ... Números que hacer, cuentas que pagar, volver el mundo a cierto orden.
“Vení, contame de tus cosas”, invita papá cuando nos vemos con una enorme sonrisa. No recuerda mi nombre (la última vez lo confundió con el de su madre) aunque sí, tal vez, que fui el primer bebé que tuvo en brazos: “Yo les tenía miedo a los chicos y lo perdí con vos”, me confesó hace muchos años. Así que me esmero en soliloquios lentos sobre los progresos de sus nietos, algún viaje reciente, un libro que leí. Nunca sé qué entiende y qué de lo que digo es puro mandarín en sus oídos, pero hablo con pasión. Le devuelvo en otras, las historias que me contó en la infancia: el descubrimiento de Troya, los doce trabajos de Hércules, la construcción del dique San Roque y las calumnias que debió soportar Bialet Massé … Es mi modo de decirle que lo extraño con desesperación.
Leo mucho estos días. Libros que cuentan historias parecidas y resumen la entrada en la intemperie, la experiencia brutal de la orfandad. No sabía que había tantos; tendemos a creer única nuestra tristeza. La invención de la soledad, de Paul Auster, Mi oído en su corazón de Hanif Kureishi, Mamá de Joyce Carol Oates, Papá, de Federico Jeanmaire, El buen dolor, con el que Guillermo Saccomanno ganó el Premio Nacional de Literatura en 2002, son algunos de los que me acompañan en la búsqueda de consuelo. Pero mi padre no ha muerto, me reprendo. ¿O sí?
“Lo peor de estas situaciones es que acaban generando duelos sin objeto”, me dice un amigo que pasó algo similar con el suyo. “Cuando finalmente murió, yo ya no tenía nada que sentir, nada que expresar porque lo había pensado y sufrido todo muchas veces antes”. Me pasa: en ocasiones me encuentro hablando de él en pasado (¿te acordás como le gustaba…?), porque de alguna manera el hombre que fue mi padre ya no existe aunque todavía nos acompañe el ruido de sus pasos, que se esconden detrás de las puertas para saber si hablamos de él a sus espaldas o sus carcajadas sonoras –inconfundibles– cuando recuerda algo e intenta compartirlo con chácharas incomprensibles que terminan con un “qué gracioso”.
Once meses después de ese gran charco de sangre que empantanó su cabeza, para sorpresa de sus médicos, papá camina, come y se viste sin ayuda. Está orientado en tiempo y espacio. Sus modales son impecables como siempre; ha conservado gestos (los del enojo, los de la sorpresa, los de la ternura) y expresiones singulares (“macanudo, viejo”). Duerme muchísimo, como si el descanso fuera requisito de sanación y no está deprimido, sino en pie de lucha. Su rostro es el mismo, aunque los kilos perdidos le han afilado los rasgos. Hablar, escribir, comprender, recordar, explicarse siguen siendo, con todo, verbos misteriosos que conjuga con lentitud artesanal y retrocesos. “Háblenle, mímenlo. Los gestos tienen para él más sentido que las palabras, que reconoce a veces por el contexto de una expresión facial”, nos recomiendan sus neurorrehabilitadores.
A veces, sin embargo, vuelve: es capaz de decir sin aviso y a tono con la ocasión cosas dignas de un maestro zen como “no puedes destruir lo que invertiste tu vida en construir” o de calificar algo de “irrelevante” cuando los demás mortales escogeríamos un adjetivo menos sofisticado. Tras meses de sesiones de fonoaudiología y ejercicios escribe oraciones simples, mantiene breves conversaciones telefónicas y ha desarrollado con astucia (su inteligencia siempre fue sorprendente) la habilidad de contestar con giros las preguntas que no entiende, como quien comienza a hablar un idioma extranjero y sabe que con un “Have a nice day!” nunca queda mal. Dejarlo solo, sin embargo, encierra peligros: puede querer lavarse los dientes con una maquinita track, salir de casa y no saber el camino de regreso o confundir a una de las personas que lo cuida con su primera mujer (¡tardamos horas en descubrir las razones de un enojo que él no podía explicar!).
De las complicidades que fue entretejiendo con sus cuatro hijos, a mí me tocó la de la escritura. Recorrer librerías juntos y mostrarnos borradores fueron ritos que iluminaron mi niñez y muchas de nuestras charlas comenzaban con un “¿qué estás escribiendo?”. Aunque previsible, tardé meses en entender que esta sensación de angustiosa sequía literaria se relacionaba con el dolor de su enfermedad. “Lo estás acompañando en su silencio”, me dice una amiga psicóloga. “Cuando dejes de darle tu voz a la pena vas a volver a escribir”. No ha pasado aún.
En Un ataque de lucidez, el libro de la neuroanatomista Jill B. Taylor sobre los ocho años que demandó su propia reconstrucción tras un derrame cerebral, leo: “La pregunta que me hacen con más frecuencia es: ‘¿Cuánto tardó en recuperarse?’ Mi respuesta, y no pretendo ser frívola, es: ‘¿En recuperar qué?’ Si definimos la recuperación como volver a tener acceso a los antiguos programas, entonces sólo estoy parcialmente recuperada”.
Mi padre jamás volverá a ser el mismo. Algunos conocimientos podrán reaprenderse, ciertas destrezas serán reeducadas, su memoria traerá fragmentos de regreso, pero nada borrará la tragedia personal de la pérdida. El hombre que escribía libros ya no lo hará; el médico que curaba, deberá resignarse a ser paciente. Aceptarlo forma parte de la nueva vida que él y nosotros, su familia, debemos forjar. Pero reconstruirse también es una revancha. Quedan la música y la pintura; los largos paseos; la alegría ruidosa del nieterío y el amor sin fondo de la compañera elegida hace 44 años. El que abominaba de la vejez y minimizaba lo doméstico atestando su agenda de conferencias y demás “cosas importantes”, hoy pasa horas empeñado en sostener la vida, en comer, en caminar, en mirar cómo cambia la luz en el balcón del día a la noche. Captura instantes, como los pintores impresionistas.
Lo que más echo de menos es conversar con vos. Las últimas veces fueron de sinceridad hasta el hueso. Me animé a contarte, incluso, un secreto privadísimo: que soy periodista por tu culpa. “¿Cómo es eso?”. Y yo rebobiné un recuerdo que guardo desde mis cinco o seis años. Nos mostrabas a mis hermanos y a mí cómo funcionaba un grabador que acababas de comprar. Hacíamos una pregunta y el aparato la reproducía: ¡Magia! Dije algo; el artefacto me remedó poco después. “No ha sido una pregunta muy inteligente”, te burlaste. Pocas veces en mi vida me sentí más miserable. Y aquí estoy, décadas después, convirtiendo en oficio el arte de preguntar. “Qué estúpido fui, qué imbécil, mi querida. Pero si no tenía importancia”, te disculpaste. Y yo bromeé: “El daño está hecho, pá.” Nos reímos mucho.
Conservo la indomable ilusión de volver a encontrarnos en la risa.