Por Diego Golombek
Cantamos porque el sol nos reconoce y porque el campo huele a primavera. Todo muy lindo, sí, pero, ¿por qué cantamos? Según Shakespeare y Darwin la música es el alimento del amor (algo de eso hay: un 40% de las letras de canciones populares son melosamente románticas). Otra idea es que las habilidades musicales ayudaron a mantener más unidas a las poblaciones primitivas. Como sea, es cierto que la música es universal y es bastante costosa en cuanto a tiempo y energía. También hay evidencias de que las posibilidades musicales tienen una base genética y que podrían haber sido sujetas a la famosa selección natural. Y está claro que la música, hacerla, odiarla o disfrutarla, es propiedad de nuestro cerebro.
Lo loco en esto es que las melodías -aún sin letra- nos pueden emocionar y parecer tristes o alegres. Piensen en cualquier frase musical: seguramente los remitirá a uno u otro estado de ánimo, y los músicos profesionales saben manipular tonos mayores y menores, así como ciertas cadencias y velocidades como para que esas notas nos suenen a un día lluvioso o a un gol de media cancha. En cierta forma, podemos mezclar sensaciones y emociones a piacere: como ejemplo vale un reciente trabajo del grupo de Mariano Sigman en la UBA, que demostró que la música también se puede percibir como sabores (abrí más la caliente, dirían Les Luthiers; afinen un poco más salado, diría la neurociencia).
Eso no es todo, somos de los únicos bichos que podemos sincronizarnos a un ritmo externo y seguirlo con los dedos, la cabeza o (científicos abstenerse) todo el cuerpo. Imaginen ahora la canción Stayin' Alive de los Bee Gees y cántenla cuando nadie los esté viendo. Ahora vayan a YouTube y pónganla: seguramente están muy a tono y, sobre todo, muy a ritmo mientras gritan desaforados ha, ha, ha, ha...
Pero claro, usted también puede preguntarse por qué le cuesta tanto afinar hasta en el arrorró mientras que Charly García levanta el teléfono y sabe que es un la (aunque un poquito más bajo que los 440 hertz de rigor). Ni qué hablar del joven Wolfgang Amadeus que anda por el mundo con su oído perfecto transcribiendo músicas sin un solo error -comparado con el joven Che Guevara que, se dice, era incapaz de distinguir un son de un tango-. Sabemos que el oído absoluto no está en el oído, sino en el cerebro (y, más específicamente, en el hemisferio izquierdo). No es privativo de los que saben leer música, aunque les es más fácil nombrar las notas. De alguna manera, los orejos absolutos pueden recordar la altura de las notas y asociarlas con una etiqueta específica, aun en ausencia de otras referencias. También tiene que ver cuán tonal es su lenguaje materno; en China, por ejemplo, donde la música de las palabras es fundamental, hay mayor tasa de oidores absolutos.
Según investigadores del Instituto de Neurociencias de San Diego, la música patriótica, que identifica a un país, tiene mucho que ver con la forma de hablar de esa región; en otras palabras, la música sí que representa un lenguaje (al menos cuando se comparan melodías de Francia e Inglaterra). Tal vez los compositores estén tan embebidos de la música de las palabras que, sin saberlo, la llevan a las melodías que componen. Incluso hay una teoría de una especie de musilenguaje que evolutivamente permitió la conversación de nuestros tataratataracosos por medio de inflexiones tonales y rítmicas -el mismísimo Darwin propuso que el lenguaje podía provenir de nuestros antepasados cantores (como en cualquier película de Jerry Lewis en la que Dean Martin inevitablemente le indica: "Espera, te lo diré cantando").
Lo milagroso es que, a partir de unos golpecitos y corrientes de agua dentro del oído, nuestro cerebro se pueda imaginar una sinfonía o un chamamé. En cierta forma la música es una ilusión que mezcla un mundo de sonidos que viene de afuera. Un conjunto de notas es, justamente, un conjunto de notas: somos nosotros los que le damos una unidad, una emoción y una estructura. Encima hay que lograr abstraerse del bombardeo de ruidos que llegan permanentemente, incluyendo las toses que aparecen como por generación espontánea en cualquier concierto. En el laboratorio, el cerebro es también capaz de completar melodías a las que se le borran partes o frecuencias. Y lo hace bastante bien. No es tan difícil engañarnos: escuchen Lady Madonna de los Beatles. Esas voces cantadas imitando una sección de vientos suenan, bueno..., como una sección de vientos.
¿Será que la musicalidad está inserta no sólo en la cultura sino también en nuestro genoma? Ciertos casos de amusia hereditaria (o sea, la imposibilidad absoluta de entender o apreciar la música) apuntan a que sí. Aunque es claro que el entrenamiento hace al músico más que sus capacidades innatas. Incluso los bebes son bichitos musicales, capaces de reconocer errores de un cuarto de tono o menos en una melodía. Estos locos bajitos son capaces de distinguir entre melodías alegres o tristes a los 5 meses de edad.
Por último, y con todo derecho, usted preguntará por qué aplaudimos. La parte frontal del cerebro da la motivación para juntar las manos, más allá de la convención social de regalarle algo de ruido a los artistas. Ya lo hacían los griegos y los romanos, que hasta inventaron la claque, los aplaudidores profesionales. Nada nuevo bajo el sol -y nuestros muertos quieren que cantemos-..