Historia de vida

Ser celíaco: el desafío de convivir con una enfermedad antisocial

La experiencia de una periodista de Mujer, desde los malestares sin causa aparente hasta el diagnóstico definitivo. La noticia y su impacto en la vida familiar. La dieta como único remedio y la flamante legislación.

Fuente: Clarin.com

Por Silvina Schuchner

Cuando era chica, mientras otras nenas hablaban con sus muñecas o con algún amigo invisible, yo conversaba con mi panza. Le pedía por favor que no me doliera para poder jugar. Con los años, me acostumbré a que mi cuerpo cambiara de forma casi a diario.

Tenía pantalones para los días que me sentía bien, y otros, para los días en que inexplicablemente mi panza se inflaba tanto que en el colectivo me cedían el asiento creyendo que estaba embarazada. Les preguntaba a mis amigas si les pasaba lo mismo. Para la mayoría era normal convivir con inflamación intestinal. Así que se lo adjudiqué alternativamente a los días femeninos, mi debilidad por los dulces y mi tendencia a engordar. Hasta que un verano, al malestar habitual se sumaron las náuseas y supe que las cosas no andaban bien. Del análisis de sangre me mandaron directo a hacerme una endoscopía.

Al despertarme de la sedación, mientras me preparaba a desayunar una galletita de agua con mermelada, entró el médico. "Sos celíaca", me dijo desde la puerta. Los signos eran tan claros que ni siquiera necesitó esperar el resultado de la biopsia. Todavía medio dormida me acuerdo que bromeé: "Entonces -le dije-, es mi última galletita". Se río, asintió con la cabeza y se fue. Mi primera reacción fue de alivio: tenía un diagnóstico. Se trataba de una enfermedad que no se curaba con remedios (que siempre detesté) sino con una dieta. Estaba casi contenta.

Unas semanas más tarde consulté con un gastroenterólogo. Me explicó que nunca más podría comer avena, trigo, cebada o centeno. Dijo que al principio la noticia podía resultar dura y me recomendó consultar con un psicólogo y una nutricionista. Pensé que, si iba a hacer terapia, sería por cosas más importantes y descarté la idea de una dieta reglada. Decidí simplemente suprimir todo lo que tuviera harina... Después me di cuenta de que eso significaba basta de pan, pastas, galletitas, tortas, medialunas... tampoco podía comer salsas, aderezos, ni tomar cerveza, en fin, cualquier cosa procesada que pudiera contener gluten. Para mi sorpresa, descubrí que está presente en muchos alimentos para darles consistencia.

Empecé a los tumbos, aprendiendo qué podía comer, más por los efectos sobre mi cuerpo que por los largos listados que recibía de alimentos aptos de las asociaciones de celíacos. Me resistía a vivir a dieta. Cada vez que comía algo indebido por error, los efectos del malestar conocido se amplificaban. El primer día que fui al supermercado en mi nueva condición de celíaca, lo pasé mal. La mayoría de los alimentos no tenían el símbolo de la espiga de trigo tachada, y leyendo los ingredientes era difícil saber si contenían gluten o no. Lloré entre las góndolas.

Mi mundo alimenticio se había reducido drásticamente. Me encontraba en medio de una dieta, híperestricta y de por vida.

En ese momento, hallar alimentos aptos se reducía a las dietéticas. Los supermercados no tenían góndola diferenciada como ahora. Aunque, aún hoy, la oferta sigue siendo pequeña y los productos cuestan entre tres y cinco veces más que los comunes.

A la bronca por el cambio de dieta se sumaba la nostalgia por ciertos sabores. Pasar por la puerta de una panadería y sentir el olor al pan calentito era un suplicio. Empecé comiendo galletas de arroz hasta el hartazgo. De a poco comencé a conocer alternativas: harina de maíz, de arroz, fécula de mandioca, galletitas de maicena... Nuevos sabores, otra consistencia, una masa que se deshace en la mano pero que queda pegada en el paladar. Y el pan, tan diferente, que aun tostado no exhala ningún aroma.

También tuve que acostumbrarme a andar con mi comida a cuestas y a resignarme a no tener nada para comer en cumpleaños, reuniones sociales o eventos. Nada de copetín, nada de salsas, ningún postre. Lo que se dice, una enfermedad antisocial.

 

Al enterarme de que se trataba de una enfermedad genética, con mi marido consultamos con el pediatra de las nenas. Nos sugirió esperar hasta que yo estuviera más habituada a la dieta. Pero no podía convivir con la idea de que alguna de ellas lo fuera y que la estuviésemo alimentando con cosas que les podían caer mal. Así que les hicimos los análisis. Resultó que la mayor también es celíaca. Ese día sí se me vino el mundo abajo. Yo era adulta, podía soportar una dieta de por vida, era cuestión de ser disciplinada, y si me tentaba con algo, alcanzaba con recordar lo mal que me podía hacer sentir.

Pero, ¿cómo explicarle a una nena de ocho años que no tiene síntomas, y por lo tanto, nunca sintió la enfermedad en su cuerpo, que tiene que hacer una dieta? ¿Cómo decirle que no puede aceptar ninguna galletita en el recreo y que tiene que llevarse su propia comida a los cumpleaños? ¿Cómo se hace para enseñarle a comer ciertas cosas y prohibirle -de por vida- otras? Estaba enojada, muy. Enojo que trataba de disimular frente a ella. Recorrí las mejores dietéticas, compré todas las galletitas y alfajores que encontré. Y me resigné a escuchar que ninguna le gustaba. Tal vez esa fue la manera que tuvo de manifestar su rabia. Empecé a prepararle viandas para cada cumpleaños, porque ningún salón de fiestas ofrece un menú alternativo para los chicos celíacos.

Para el primer campamento, directamente le armé una heladerita con la comida para cada día, porque muchos concesionarios no contemplan un menú especial. Cada vianda implicaba un doble trabajo: prepararle cosas ricas, y, además, tratar de que fuera similar a la de los demás. Porque lo que más le molesta es sentirse diferente. Con el tiempo, nos fuimos acostumbrando en casa a preparar dos comidas; apta y no apta, y a poner cartelitos para diferenciarla. También sus amigos, y las mamás de sus amigos ayudan y están pendientes de que mi hija siempre tenga algo para comer.

El año pasado, finalmente, seguí el consejo del gastroenterólogo, y fui a ver a una nutricionista. Después de toda una vida con problemas intestinales, diarreas crónicas y anemia persistente, tras dos años de hacer la dieta celíaca, había empezado a absorber correctamente los alimentos y, como consecuencia, a engordar. Así que, a mi dieta sin gluten, tuve que sumarle otra baja en calorías. Pensé que no lo iba a lograr, pero pesó más querer verme bien. Hoy convivo con las dos dietas y me siento bien.

Mi hija también se adaptó, aunque a veces se enoja y quiere comer los cereales o las galletitas de su hermana. Su papá, para calmarla, le dice que es una suerte tener una enfermedad que se cura sin remedios. Y ella contesta: "Suerte es no tener ninguna enfermedad". Una lógica inapelable. Pero está creciendo sana y fuerte.

En estos cuatro años, desde que me enteré de mi condición de celíaca, la enfermedad explotó, se diagnostica mucho más y ya no hace falta explicar de qué se trata, como lo hacía al principio en cada reunión social. Pero en estos años nuestros gastos en comida se fueron por las nubes. Me acostumbré a cocinar el pan, las empanadas y los bizcochuelos en casa, para que no fuera tan caro. Aún así, los alimentos cuestan entre tres y cinco veces más que los comunes. Hace dos semanas, el Ministerio de Salud estableció que las obras sociales y prepagas deben pagar $215 de cobertura para comprar harinas y premezclas. Un beneficio que aún no está claro cómo se implementará y que todavía no pude percibir.

A veces, cuando estoy en la calle y tengo hambre, apuro el paso frente a las panaderías y paro en una frutería. No es lo mismo, lo sé, pero es más sano, me consuelo. Después de toda una vida peleada con mi cuerpo, y resignada a no poder controlarlo, finalmente hice las paces. Me siento bien, y ya no necesito hablar con mi panza.