Delirios y dolores de una madre

¿Qué pasa en una familia cuando hay problemas mentales?

Muchas veces me pregunté si existía un día en que alguien enloquece, pierde la cabeza, se trastorna.

Fuente: Clarin.com

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Por Alejandra Zina Escritora. Entre Sus Libros Destacan “barajas” Y “Lo Que Se Pierde”.

 Un registro del mundo que se torna incomprensible para los otros genera situaciones de pesar y de tensión. Una escritora comparte la historia que sufrió su mamá, que incluye la sorpresa ante la enfermedad, el desánimo, una cierta lógica insidiosa de algunos conocidos. Y subraya el valor del acompañamiento signado por el afecto, más allá del trastorno.

Muchas veces me pregunté si existía un día en que alguien enloquece, pierde la cabeza, se trastorna. Si se trata de un estado de shock que permanece y atrofia o si es como una guerra o una revolución que se viene gestando con hechos invisibles durante años. ¿Cuándo empieza todo?

Cuándo empieza para mí

Una noche cálida del 93, verano o principios del otoño. Mis amigos y yo andábamos por los 18 años. Esa noche estábamos bailando en la terraza de una casa donde no faltaba nada, ni siquiera la complicidad de los viejos que se iban y nos dejaban solos hasta tarde. Me gustaría acordarme qué temas estaban sonando, ¿ Tráfico por Katmandú ? ¿ Ala delta ? ¿ Mi perro dinamita ?

Corrían las primeras botellas, los primeros puchos, los primeros besos. Hasta que algo se detuvo y no fue la música, sino yo misma adentro de la música, como si una cámara me hubiese congelado mientras los demás seguían bailando, tomando, fumando. Era la dueña de casa gritando mi nombre desde la escalera: que bajara, tenía teléfono.

Adiviné que había pasado algo antes de atender. De otro modo, mi hermana no me hubiese llamado. Me hablaba con frases entrecortadas, le temblaba la voz, yo no entendía nada y ella tampoco, pero trataba de explicarme: se repetía, gemía, bajaba el volumen . Cuando corté, la fiesta era algo que había pasado hacía mucho tiempo.

Llegué a mi casa en un auto prestado. Entré, vi, volví a salir y les pedí a mis amigos que se fueran. Creo que no llegué a contarles lo que había visto adentro. No había sido un robo, ni un accidente, ni las tragedias que uno se imagina en mitad de la noche.

Tardé años en pedirles que se quedaran , para cuando lo hice ya había estado demasiadas veces sola.

Adentro, mi hermana me esperaba acurrucada en el sillón del living, los ojos aterrados, como si hubiese visto un monstruo, mientras mamá, los ojos fanatizados , nos hablaba de un mundo peligroso y apocalíptico con espías siniestros que conspiraban del otro lado de la pared. Empezó esa noche. O empezó la mañana en que mamá decidió quedarse en la cama y no salir por meses. O quizás mucho antes, cuando yo le hablaba y ella no me miraba a mí , sino un punto que no era ningún objeto del ambiente en donde estábamos. Como los gatos, que miran hacia una pared pero en realidad están mirando algo que no sabemos qué es.

Cuando nos dimos cuenta de que la cosa empeoraba, fuimos a revisarle la agenda. De ahí sacamos varios teléfonos: su psicóloga, su abogado, sus pocas amigas, compañeras de trabajo.

A escondidas, llamamos a uno por uno.

Con algunos llegamos a encontrarnos. Queríamos hablar con todos los que la conocían, contar sus delirios y provocar alarma, escuchar explicaciones, seguir instrucciones, atajar el naufragio que se venía. Pero no recibimos nada de eso. Mi mamá hacía tiempo que se había alejado y ellos no la conocían tanto como creíamos.

Además, la locura daba miedo. No la locura del que puede volver, sino la locura del que nada hasta lo hondo y se ahoga. Del miedo me fui dando cuenta de a poco. Primero vi el de los demás, después el propio.

El miedo de mis abuelas, tíos, padre, vecinos, conocidos, se nos vino encima como una ola de ataques, excusas y silencios .

Todas las adolescentes creen que su casa es un infierno. Será que las chicas se quieren quedar con los bienes, por eso la internan. Ella siempre fue así de nerviosa. La señora no me quiso abrir la puerta. Tu mamá nunca las cuidó muy bien que digamos . Los hijos tienen que hacerse cargo de los padres, es la ley de la vida. En una esquina, la locura. En la otra, el miedo.

Para bien y para mal, mi hermana y yo nos endurecimos. Si queríamos sobrevivir, teníamos que salir guerreras. Y cuando no era contra los otros, era entre nosotras. Varias veces nos amenazamos mutuamente con abandonar todo y desaparecer , pero nunca nos animamos, salvo cortas temporadas.

Después de la ronda de llamados, vino la consulta con un psicólogo, la primera de una larga lista de tratamientos, citas, internaciones y denuncias. Me los fui olvidando, pero en una época me sabía nombres y apellidos de memoria: Outes, Toranzo, Milius, Ferrazano, la hermana Teodora, Mari, Vidiella, Tenaglia, como la formación de un equipo de fútbol. Médicos, psicólogos, psiquiatras, oficiales de justicia, secretarias, enfermeros, monjas, a todos los recordaba por si pasaba algo . Como si así pudiera repartir mejor las responsabilidades. O como una memoria de esa larga procesión clínica, de quiénes la vieron, quiénes diagnosticaron, quiénes la medicaron.

Una sola vez estuvo en el Moyano. Fueron pocos días, un tránsito obligado después de la intervención de un juzgado y la policía. Internación compulsiva le dicen, cuando el enfermo no quiere atenderse y hay que llevarlo a la fuerza.

Me acuerdo del olor penetrante de la lavandina con la que limpiaban el piso de la guardia y del jardín que debía atravesar para llegar al edificio del fondo. Cuando pasaba caminando, varias mujeres de distintas edades se me acercaban en una corrida torpe, balbuceando esa lengua patinosa del dopado , para preguntarme si había traído ropa y zapatos. Yo no las dejaba acercarse tanto, solo negaba con la cabeza y trataba de avanzar sin mirar las bocas desdentadas, los pies descalzos, las rigideces de la cara. Mi mamá la pasaba mejor, además sus compañeras en la guardia fueron amables con ella. Le cebaban mate y estaban pendientes de que no se retrajera. Cuando la trasladamos del Moyano a una clínica privada, volví. Había juntado en una bolsa ropa y zapatos de su placard y del mío.

Estuvimos varios años vaciando placares y cajones , sacando bolsas de basura, donando al Cottolengo Don Orione, vendiendo al mercado de pulgas, regalando a nuestros amigos. Cuando pusimos en venta la casa donde me crié, contratamos un container para meter todo lo que íbamos tirando, desde bicicletas oxidadas hasta las enormes ramas del gomero. Los vecinos se acercaron, primero se asomaron al container, después empezaron a llevarse cosas. Los veía a cada uno irse con algo. Como si la casa fuese un animal muerto al que destripan otros animales.

Tuve que aprender a vender y comprar inmuebles, sacar plazos fijos, pasar cuentas a mi nombre, discutir con bancarios, escribanos y contadores, denunciar a los que querían estafarnos. Mi papá me asesoraba o me acompañaba personalmente, estando con él me hacía respetar, además zorro viejo huele la trampa . De plata y papeles podíamos hablar. Lo demás era complicado. Mi mamá hacía años que había dejado de ser su esposa, ahora era una extraña para él y para nosotras también. Hay familias signadas por la enfermedad. En la mía, los trastornos mentales bajan y suben por el árbol genealógico.

Yo misma pasé por ataques de pánico, temblores, canas prematuras, bajada y subida de peso, insomnio, crisis nerviosas. Después, mucho después, me fueron llegando las palabras. Y me fui contando una historia que me ayudara a saber contra qué enloqueció ella.

Mi mamá nació en 1945, hija de inmigrantes pobres, venidos de Galicia y Andalucía a mediados de los años 30. Mi abuela, mucama de una familia acomodada, conoció a mi abuelo en su lugar de trabajo. Yo solo lo vi en una foto carnet, me dijeron que se pegó un tiro el año que nací. Él era cadete de Gath & Chaves y parece que le tocó llevar un pedido a la casa en donde trabajaba su futura mujer. Así empezaron. Ellos y sus cinco hijos vivieron apretados en pensiones de mala muerte hasta que pudieron mudarse a una casaquinta de La Reja. Desde allá venía mi abuelo a comprar fruta y verdura en el viejo Mercado del Abasto para luego revender a los comercios de la zona oeste. Pero la historia familiar está llena de agujeros , secretos, hechos confusos. Lo que sí se sabe, sin mucho detalle, es de la pobreza que les tocó vivir, la muerte trágica de un hijo en las vías del tren, el internado religioso donde estuvieron pupilas mi mamá y mi tía, las relaciones extramatrimoniales de mi abuelo y su suicidio.

Mi mamá y su hermana mayor eran las que más deseaban irse de allá. Estudiar, trabajar, alquilar un departamento en Capital y más tarde formar una familia distinta a la suya . Y lo hicieron. Tuvieron marido, hijos o mascotas, casa y carrera. Así pasaron de la estrechez a una holgada clase media. Consiguieron mucho y, sin embargo, no fue suficiente.

Mi tía murió de cáncer y mi mamá enloqueció .

¿Habrá sido contra este pasado o contra lo que siguió? El divorcio, la nueva vida de su ex marido, el cansancio de criar a dos hijas, la vejez, la soledad, la falta de trabajo, la poca plata, que todo vuelva al mismo lugar en dónde empezó.

Pobreza, culpa, separaciones, vejez. Entonces a cualquiera le puede pasar. Sí. No. Tal vez. Por las dudas, preguntármelo era una forma desesperada de prevenir, no fuera cosa que yo también. No fuera cosa que esa herencia maldita , como la catalepsia, se despertara en mí o me enterrara viva. Un terapeuta me dijo una vez que me quedara tranquila, que a mí no iba a pasar.

Hace dos años la llevamos a un geriátrico en Mercedes, provincia de Buenos Aires, donde hay arroyo, campo y vacas que ella no puede ver porque cuando la visitamos nos quedamos en la ciudad. El lugar es tranquilo y en el fondo hay gallinas, como las que tenían en la casaquinta de La Reja. No me sale la palabra agradable para un geriátrico , pero es amplio, luminoso y económico. En Capital cuestan una fortuna y son una caja de zapatos, oscura, cuando no sucia, y deprimente.

Voy y vuelvo en el día, y es más el tiempo que estoy viajando en el Sarmiento o el 57 que las horas que comparto con ella. La paso a buscar en un taxi, vamos a la consulta médica y después la llevo a La Recova, un bar enfrente de la plaza principal.

Mi mamá siempre pide lo mismo : té con leche y tres alfajorcitos de maicena. Le cuento algunas cosas de mi vida, ella me da consejos sobre mi salud, me pasa recetas de cocina, lee lo que escribo. Me entrega notas en las que dispone cuáles van a ser nuestros regalos de cumpleaños o de Navidad.

Pienso en cómo se dan las cosas. Ella que quiso dejar la provincia para ir a la gran ciudad vuelve a la vida provinciana, ella que se imaginaba como una profesional exitosa a los 50 está encerrada en un geriátrico con mujeres y hombres que le llevan 20 y 30 años, achacados pero longevos, que le cuentan sus vidas de pueblo. Con los viejos siempre hizo buenas migas.

Hubo mejoras, retrocesos y mesetas, pero nada volvió a ser como antes. Sus palabras cambiaron, su cara cambió, su pelo, sus ojos, su piel suave, ahora escamosa por la medicación y la edad, su cuerpo, sus hábitos; lo único que quedó inalterable fue su voz . Su voz y su olor. La misma voz y el mismo olor que yo iba a buscar en las noches de miedo, cuando me sentaba en su falda y me contaba otras historias. Historias hermosas.