Por Noreena Hertz
Hace seis años contraje una enfermedad misteriosa. Perdí quince kilos en tres meses. Tenía un dolor agudo en el estómago, me sentía agotada y, por mucho que comiera, no aumentaba ni un kilo.
Pasé de ser delgada a ser flaca y luego escuálida. El dolor se acentuó y se convirtió en un calor ardiente en el abdomen que me hacía doblarme en dos en público y en privado. Cumplir con mis deberes académicos y profesionales se me hizo cada vez más difícil. Era aterrador. No sabía si tenía una enfermedad que me iba a matar o me acompañaría toda mi vida o si era algo que podía curarse, si podía averiguar qué diablos era.
Para encontrar una respuesta, consulté a médicos de Londres, Nueva York, Minnesota y Chicago. Me dieron una amplia variedad de diagnósticos posibles. El cáncer, por suerte, fue rápidamente descartado. Pero seguían sobre la mesa muchas otras posibilidades, desde enfermedades autoinmunes y virus raros a problemas de columna y enfermedades neurológicas invalidantes.
Me sugerían una cirugía de cinco horas y alto riesgo a extirparme una parte del estómago, inyecciones en la zona lumbar para bloquear las vías nerviosas y tomar antidepresivos. Ante todas estas opiniones desconcertantes y contradictorias, tuve que decidir en qué especialista confiar, en quién creer y qué consejo seguir. Como economista especializada en economía mundial, comercio internacional y deuda, he pasado la mayor parte de mi carrera ayudando a otros a tomar grandes decisiones –primeros ministros, presidentes y presidentes de empresas– y por lo tanto soy muy consciente de los riesgos y peligros de tomar malas decisiones tanto en la esfera pública como en la privada. Pero hasta ese momento no había pensado demasiado en el proceso de la toma de decisiones. Por eso, en medio de las resonancias magnéticas, las tomografías y punciones lumbares, me zambullí en la bibliografía académica sobre toma de decisiones, no sólo en mi campo sino también en neurociencias, psicología, sociología, ciencias políticas e historia.
¿Qué aprendí? Los médicos se equivocan con notable frecuencia. Los estudios muestran que uno de cada cinco pacientes recibe un diagnóstico erróneo. Se calcula que en EE.UU. y Canadá hay 50.000 muertes en hospitales por año que podrían haberse evitado de haber identificado la verdadera causa de la enfermedad. Pero la gente odia contradecir a los especialistas. En un experimento que se realizó en 2009 en la Universidad Emory, se le pidió a un grupo que tomara una decisión luego de escuchar a especialistas (en este caso, un experto en finanzas). Por medio de una resonancia magnética funcional se medía su actividad cerebral mientras lo hacían. Los resultados fueron asombrosos: al estar ante el experto, era como si los sectores de toma de decisiones independientes del cerebro de muchas personas se apagaran. Estas se limitaban a ceder al especialista el poder de decidir.
Para controlar nuestro propio destino, tenemos que volver a “encender” el cerebro y llegar a la consulta médica después de hacer una buena cuota de investigación y en condiciones de usar la jerga adecuada. Si no podemos hacerlo nosotros mismos, debemos elegir a alguien de nuestro entorno social o familiar que pueda hacerlo por nosotros.
La angustia, el estrés y el miedo –sentimientos que son parte de las enfermedades graves– pueden distorsionar nuestras decisiones. El estrés nos hace propensos a tener visión de túnel y reduce las probabilidades de que asimilemos la información que necesitamos. La angustia nos hace sentir más aversión al riesgo de la que tendríamos normalmente y ser más conformistas.
Debemos saber qué sentimos. Reconocer nuestros sentimientos sirve de “termostato emocional” para recalibrar nuestra toma de decisiones. No es que no podamos estar angustiados, pero debemos reconocer ante nosotros mismos que lo estamos. También es fundamental hacer preguntas a fondo no sólo a especialistas sino también a nosotros mismos porque llegamos al proceso de toma de decisiones con defectos y errores nuestros. Todos somos parciales al seleccionar la información que asimilamos. En general, nos centramos en todo lo que concuerda con el resultado que queremos. Debemos ser conscientes de nuestro optimismo natural porque este también impide tomar buenas decisiones. La neuróloga Tali Sharto llevó a cabo un estudio en el cual pidió a los voluntarios que dijeran cuántas probabilidades veían de que ocurrieran diversos acontecimientos desagradables, como ser víctimas de un robo o sufrir mal de Parkinson. Después les dijo cuáles eran las probabilidades reales de que esas cosas ocurrieran. Lo que descubrió fue fascinante. Cuando los voluntarios recibían información que era mejor que la que esperaban –por ejemplo, que el riesgo de complicaciones en una cirugía era sólo del 10 por ciento cuando ellos pensaban que era del 30 por ciento–, aceptaban los nuevos porcentajes de riesgo presentados. Pero si la información era peor, solían ignorarla.
Esto podría explicar por qué los fumadores a menudo insisten en seguir fumando pese a la cantidad abrumadora de pruebas de que les hace mal. Si su creencia inconsciente es que no van a tener cáncer de pulmón, por cada advertencia antitabaco, su cerebro dará mucho más peso a la historia de la señora de 99 años que fuma cincuenta cigarrillos diarios pero todavía está sana.
Debemos reconocer nuestra tendencia a procesar de manera incorrecta las opiniones contrarias y obligarnos activamente a oír lo malo además de lo bueno. Me sentí muy bien cuando encontré información que me llevaba a creer que no necesitaba ningún tratamiento importante. Cuando hallamos datos que refuerzan nuestras esperanzas, al parecer tenemos una descarga de dopamina como la que se da cuando comemos chocolate, tenemos relaciones sexuales o nos enamoramos. Pero a menudo es la información que pone en duda nuestras opiniones o ilusiones la que nos da un mayor conocimiento de las cosas. Yo tuve la suerte de que mi novio me alertara sobre los momentos en que me dominaba la dopamina. El peligroso atractivo de la información que queremos oír es algo a lo que debemos estar más atentos, en el consultorio y fuera de él.
Mis problemas de salud tuvieron un final feliz. Finalmente me diagnosticaron un raro trastorno de los vasos linfáticos y decidí que la cirugía tenía sentido. No la intervención quirúrgica de cinco horas de la que habría tardado tres meses en recuperarme sino una laparoscopia mucho menos invasiva con una rápida recuperación. Elegí a un cirujano que no era exageradamente seguro de sí mismo. Había aprendido con mis investigaciones que los médicos que se creen dioses no siempre son buenos. Un estudio sobre radiólogos, por ejemplo, revela que los que obtienen malos resultados en los tests de diagnóstico son también los que más seguros están de su habilidad diagnóstica.
Mi cirugía salió bien. El dolor cedió, gradualmente recuperé los kilos. Ahora estoy curada.
Con el cerebro conectado y los ojos bien abiertos, no siempre podemos garantizar un resultado positivo a la hora de tomar una decisión médica, pero al menos podemos inclinar las probabilidades a nuestro favor.
© The New York Times. Traducción: Elisa Carnelli
Errores médicos y estilos de pensamiento
Para vivir, hay que encender el cerebro
Economía y salud. A partir de una experiencia personal, la autora de esta nota concluyó que ante los errores de diagnósticos médicos, uno debe tomar las cuestiones vitales con serenidad y conocimiento.
Fuente: Revista Ñ