DANIEL MEDIAVILLA
“Si preguntas por la calle cuál es el motivo de que una persona esté obesa, la mayoría de la gente te responderá que es porque come demasiado, y tienen razón. Pero la pregunta importante es: ¿por qué come demasiado?”.
La pregunta la planteaba Jeffrey Friedman en una entrevista con Materia. En 1994, este científico estadounidense había identificado la hormona que nos dice cuándo debemos comer y cuándo es momento de parar. Este tipo de trabajos mostraron que el peso era un rasgo regulado por genes, de un modo similar a la estatura, y que pensar en manipularlo de una manera significativa a partir de dietas puede ser algo más complicado que una cuestión de voluntad y buenos hábitos.
Millones de años de evolución nos han legado una herencia genética que busca un equilibrio entre los riesgos de morir de hambre y los inconvenientes de estar demasiado gordo para cazar o huir de los depredadores. El centro de control de este mecanismo se encuentra en el cerebro, encargado de gestionar las señales que envía el organismo y el entorno para mantenernos con vida el mayor tiempo posible. Uno de los mecanismos clave de ese sistema es el hambre, un acicate necesario para enfrentarse a la caza de un mamut, pero un enemigo mortal en un mundo con comida por todas partes.
Esta semana, dos equipos independientes de científicos publican dos trabajos que han tratado de desentrañar las redes de neuronas que gestionan la información y los impulsos relacionados con el alimento.
Receptores de melanocortina regulan el apetito
Uno de los grupos, liderado por Bradford Lowell, investigador de la Escuela de Medicina de Harvard es uno de los descubridores de las neuronas AgRP, unas células nerviosas que detectan la falta de calorías y desencadenan una serie de señales que nos hacen necesitar comida. Esas moléculas tienen niveles más elevados entre las personas obesas y más bajos entre las delgadas.
Ahora, en un artículo que se publica en la revista Nature Neuroscience, explican el descubrimiento de un circuito que inhibe y controla las ganas de comer. Este mecanismo, regulado por una proteína bautizada como MC4R, podría convertirse en una diana para crear un fármaco que ayudase a controlar el apetito y la obesidad, al reducir el sufrimiento del hambre asociado a la dieta.
Una vez que identificaron las neuronas que controlaban la saciedad, situadas en el hipotálamo, la zona del cerebro que regula nuestros mecanismos básicos de supervivencia, los investigadores observaron que las señales de esta región se comunicaban con otra en la parte de atrás del cerebro conocida como núcleo lateral parabraquial.
Después, los investigadores diseñaron un experimento para identificar el modo en que se transmitían estas órdenes. Lo hicieron a través de un sistema que, empleando ratones modificados genéticamente, permitía activar neuronas a través de láser azul que actuaba sobre un implante de fibra óptica en su cerebro.
Con ese sistema, introdujeron a ratones hambrientos en un espacio con dos cámaras, una normal y una con una luz azul que activaba el implante de los ratones modificados. Además, utilizaron ratones sin modificar. Estos últimos no mostraron preferencia por ninguna de las dos habitaciones, pero los manipulados prefirieron claramente la azul, donde el láser activaba la región del cerebro relacionada con el hambre y les aliviaba la necesidad de comer.
Las neuronas del hambre se activan cuando se pierde entre el 5% y el 10% del peso corporal
Ahora, Lowell y su equipo trabajan para aplicar lo aprendido con estos experimentos a la salud humana, aunque reconoce que implantar fibra óptica en humanos puede no ser la mejor solución para la obesidad. “Idealmente, estas neuronas se estimularían con un fármaco. Ahora estamos trabajando para identificar todos los genes que expresan estas neuronas de la saciedad y esperamos que expresen algo que pueda ser empleado como una diana terapéutica”, explica Lowell a Materia.
En un trabajo que buscaba comprobar una parte relacionada de este mecanismo, Scott Sternson, investigador del Instituto Médico Howard Hughes, también analizó la función de las neuronas AgRP. Según el investigador, estos interruptores del hambre se activan cuando la pérdida de peso alcanza entre el 5% y el 10% de la masa corporal, y explicaría en parte por qué al principio una dieta puede funcionar para después acabar en fracaso debido a un apetito permanente que nos quiere devolver a lo que considera nuestro peso normal.
“Estamos estudiando diferentes formas en las que el cerebro controla el apetito”, afirma Sternson, que ha publicado su estudio en Nature. “Durante más de 60 años, todos los estudios neurobiológicos han sido consistentes con la idea de que el hambre hace que la comida sepa mejor, y esto es sin duda cierto.
Sin embargo, hemos identificado un grupo de neuronas diferentes que provoca el hambre por un mecanismo distinto: producen una señal que genera un sentimiento desagradable y los animales aprenden a comer, en parte, para acallar esa señal”, añade. “Por lo tanto, estas neuronas contribuyen a los aspectos emocionales negativos de perder peso, ya sea debido a la inanición, que estas neuronas evolucionaron para prevenir, o debido a una dieta para perder peso”, concluye.
Hasta ahora, Sternson y su equipo, que como Lowell han desarrollado sus experimentos con ratones, manipulan las neuronas de la saciedad a través de virus, de una manera similar a como se insertan nuevos genes en la terapia génica. “Esta podría ser una manera en que se podría hacer en las personas, pero también, podríamos comprender lo bastante sobre los receptores y las enzimas expresadas en las neuronas AgRP como para desarrollar fármacos que los modifiquen en el futuro”, apunta.
Los dos enfoques presentados esta semana servirían, si se pueden llevar con seguridad a humanos, para reducir la ingesta excesiva de comida y, al mismo tiempo, evitar los efectos desagradables del hambre que acompañan a la dieta y que, como explicaba Friedman, parece recordarnos que nuestro peso, como nuestra estatura, está escrito en los genes y no hay demasiado que podamos hacer para cambiarlo a largo plazo.
ESTUDIO
'A neural basis for melanocortin-4 receptor–regulated appetite'