Nadie duda de que la alimentación es la madre de la salud. Hace décadas generaba enfermedades por déficit, hoy en cambio la obesidad se extiende como pandemia por efecto de la abundancia. Para cambiar la situación actual, donde nuestra alimentación se constituye como base de las enfermedades crónicas, serviría comprender que no comemos como queremos ni como sabemos, sino que comemos como podemos. Y ese poder comer se construye como negociación entre las condiciones de nuestra vida, nuestros ingresos, los precios de los alimentos, la tecnología disponible, los saberes acerca de lo saludable o lo perjudicial, nuestras creencias acerca de la belleza, la amistad o la vida eterna, lo que aspiramos a mostrar con nuestros consumos (ya sea la militancia gastronómica de los sibaritas, de los vegetarianos o nuestra pertenencia al culto del asador criollo); todo eso (y mucho más) da sentido a la elección de la comida. Hace décadas que los medios masivos transmiten el mensaje de la industria instando a premiarnos ¡ya! con una gaseosa, golosina o cualquier ultraprocesado, artificial –coloreado-saborizado–, en lugar de una comida saludable. Justamente su éxito radica en que no promueven la salud sino el placer. Es que las personas no se preocupan solo por su salud, y aunque estén informados de los riesgos no hacen solo lo saludable (trabajan 14 horas al día, viajan en transportes atestados, charlan con amigos toda la noche, etc.).
La influencia más importante en la alimentación de las sociedades actuales es la industria
Esto no quiere decir que se dejen de hacer recomendaciones sobre lo que la ciencia considera saludable, pero es una ilusión creer que la gente las seguirá en masa solo porque provienen de una fuente confiable. O bien que si no las siguen, es porque no las conocen. No es un problema de ignorancia, la mayoría de las personas conocen las normas básicas de una alimentación saludable, entonces ¿por qué no las siguen? No se trata de buenas o malas decisiones individuales, sino de los contextos sociales donde esas decisiones negociadas se hacen –o no– posibles. Como la comida es espejo de la vida, si vivimos corriendo, comeremos rápido. De manera que si queremos comer bien, empecemos a modificar las condiciones sociales para vivir mejor. Porque son las condiciones sociales: trabajo, ingresos, transporte, agua, tecnología, educación, tiempo dedicado a cocinar y compartir, etc., lo que impacta en nuestra forma de comer.
La influencia más importante en la alimentación de las sociedades actuales es la industria. Ya que vivimos en ciudades con escasa o nula capacidad de autoproducción, dependemos de la capacidad de compra para proveernos y, como los alimentos son mercancías, lo que manda son los precios y los ingresos antes que las necesidades o los saberes. Hoy, una oferta estandarizada crea una demanda a su medida (si no fuera por la publicidad nadie sentiría la necesidad de elegir lactobacilus para colonizar sus intestinos). La industria gana mucho más con los alimentos procesados que con los frescos. En consecuencia,invierte más en estimular el consumo de ultraprocesados.
Por cada propaganda de productos saludables hay 50 que nos instan a comer chatarra científicamente pensada para despertar nuestros más bajos instintos: grasa, azúcar y sal, lo que no había o era escaso cuando se formó nuestra anatomía. Y como esos son los productos más baratos de la estructura de precios, el negocio se vuelve tan redondo como nuestros cuerpos. Nos estimulan a comer mal, porque esto es lo que genera ganancia y mantiene la rueda funcionando. Aunque no podemos vivir sin industria, tampoco podemos vivir con ESTA industria y me temo que no va a reconvertirse mágicamente en saludable sin un empujoncito desde afuera (ya sea desde la Academia a través de investigación e innovación, ya sea desde el Estado a través de promoción y regulación). La Organización Mundial de la Salud advierte: la gran industria de alimentos, del refresco y del alcohol es la mayor amenaza para enfrentar las enfermedades actuales.
Pero las condiciones de vida que modelan nuestra comida no se acaban en la oferta industrial de calorías baratas y micronutrientes caros. Para el comensal los costos de comer bien incluyen, junto al precio, la saciedad (muy baja en los vegetales de hoja, frutas y pescados) y el tiempo de preparación (alto en los tres anteriores). A lo que se suma la publicidad negativa donde lo saludable es desabrido o trabajoso, frente a la promesa industrial de alimentos mejorados, pre-preparados y además: ¡divertidos! Si queremos que la gente coma bien, hay que aumentar la oferta de alimentos saludables a precios bajos y adaptados a la vida moderna (verduras frescas en porciones, limpias, cortadas). Si no se integran a esta época y a estas condiciones de comensalidad, estaríamos exigiendo demasiado esfuerzo a las mujeres-madres-cocineras y una misión imposible a los niños que pasan su vida frente a pantallas que les dicen que una cajita brillante llena de chatarra es deseable.
Los cambios necesarios para que la población coma bien encuentran enormes resistencias, la agroindustria no ve por qué invertir en salud ya que no pagan las consecuencias de la enfermedad. Los estados, reacios a invertir en un camino incierto (no se puede garantizar la salud futura, solo modelizarla), temen al lobby feroz, tanto como a que la reconversión genere desempleo. La Academia puede criticar y seguir vendiendo innovación y patentes. Además, gracias al modelo médico hegemónico existe la posibilidad de convertir a las víctimas en culpables reduciendo el hecho social a problemática individual: dieta, educación, ejercicio. El enfoque individualista también favorece el millonario negocio de las dietas: productos light, fármacos, tratamientos médicos, nutricionales y psicológicos, gimnasios, ropas especiales, máquinas, libros, videos, etc. serios y delirantes. Comiendo mal parece que todos ganaran pero en realidad todos perdemos, sobre todo el comensal que apuesta su vida.
Patricia Aguirre es antropóloga y autora de "Una Historia Social de la Comida" (Lugar editorial-2017); y “La construcción social del gusto”.