Genio de la literatura universal

Muere Gabriel García Márquez

“Ha muerto un gran escritor cuyas obras dieron gran difusión y prestigio a la literatura en lengua española en todos los países del mundo". Mario Vargas Llosa.

Uno de los grandes escritores de la literatura universal ha fallecido en México DF a la edad de 87 años. El narrador y periodista colombiano, ganador del Nobel en 1982, es el creador de obras clásicas como 'Cien años de soledad', 'El amor en los tiempos del cólera', 'El coronel no tiene quien le escriba', 'El otoño del patriarca' y 'Crónica de una muerte anunciada'.

Nació en Aracataca y fue el creador de un territorio eterno llamado Macondo donde conviven imaginación, realidad, mito, sueño y deseo.

Winston Manrique Sabogal

Bajo un aguacero extraviado, el 6 de marzo de 1927, nació Gabriel José García Márquez. Hoy, bajo los primeros olores que anuncian lluvia este jueves 17 de abril de 2014, a la edad de 87 años, ha muerto en México DF el periodista colombiano y uno de los más grandes escritores de la literatura universal. Autor de obras clásicas como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca y Crónica de una muerte anunciada,fue el creador de un territorio eterno y maravilloso llamado Macondo.

Nació en la caribeña Aracataca, un poblado colombiano, un domingo novelable a partir del cual el niño viviría una infancia a la que volvió muchas veces. Entró a la literatura en 1947 con su cuento La tercera resignación; la gloria le llegó en 1967 con Cien años de soledad, y su confirmación en 1982 con el Nobel de Literatura. Ahora, el ahijado más prodigioso de Melquiades se ha ido, para quedarse entre nosotros un hombre que creó una nueva forma de narrar; un escritor que con un universo y un lenguaje propios corrió los linderos de la literatura; un periodista que amaba su profesión pero odiaba las preguntas; una persona que adoraba los silencios, y con un encanto que cautivó a intelectuales y políticos, y hechizó a millones de lectores en todo el mundo.

Condolencia de Mario Vargas Llosa

Nada más conocerse la noticia de la muerte de Gabriel García Márquez, el premio Nobel de Literatura peruano Mario Vargas Llosa hizo esta declaración de condolencia a EL PAÍS:

“Ha muerto un gran escritor cuyas obras dieron gran difusión y prestigio a la literatura en lengua española en todos los países del mundo. Sus novelas sobrevivirán e irán ganando lectores por doquier. Envío mis condolencias a toda su familia”.

Gabriel no iba a ser su nombre. Debió llamarse Olegario. Acababan de sonar las campanas dominicales de la misa de nueve de la mañana cuando los gritos de la tía Francisca se abrieron paso, entre el aguacero, por el corredor de las begonias: “¡Varón! ¡Varón! ¡Ron, que se ahoga!”. Y nuevos alaridos enmarañaron la casa. Una vez liberado del cordón umbilical enredado en el cuello, las mujeres corrieron a bautizar al niño con agua bendita. Lo primero que se les vino a la cabeza fue ponerle Gabriel, por el padre, y José, por ser el patrono de Aracataca. Nadie se acordó del santoral. De lo contrario, se habría llamado Olegario García Márquez.

Aquel domingo 6 de marzo de 1927, Aracataca celebró la llegada del primogénito de Luisa Santiaga y Gabriel Eligio. Fue el mayor de 11 hermanos, siete varones y cuatro mujeres. En realidad, para los cataqueros había nacido el nieto de Tranquilina Iguarán Cotes y el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, los abuelos maternos con quienes se crió hasta los diez años en una tierra de platanales bajo soles inmisericordes y vivencias fabulosas. Era un pelaíto en una casa-reino de mujeres, acorralado por el rosario de creencias de ultratumba de la abuela y los recuerdos de guerras del abuelo, el único hombre junto a él. ¡Ah! y un diccionario en el salón por el que entra y sale del mundo.

Diez años que le sirvieron para dar un gran fulgor a lo real maravilloso, al realismo mágico. Los cuentos fueron para él ese primer amor que nunca se olvida, el cine los amores desencontrados y las novelas el amor pleno y correspondido.De todos ellos, creía que la historia que no embolatará su nombre en el olvido es la de sus padres recreada en El amor en los tiempos del cólera.

Son las vísperas de su vida

Donde todo empieza... Amor y amores deseados, esquivos y de toda estirpe en sus escritos.

García Márquez, que será conocido por sus amigos como Gabo, vive un segundo tiempo cuando a los 16 años, en 1944, sus padres lo envían a estudiar a la fría, helada, Zipaquirá, cerca de Bogotá. Descubre sus primeros escritores tutelares, Kafka, Woolf y Faulkner.

El zumbido de la literatura y el periodismo lo rondan.


Discurso de aceptación del premio Nobel de literatura (1982)

Por Alessandro Baricco

Todos morimos, pero algunos mueren más. Tardé poco en entender, el jueves por la noche, que la desaparición de García Márquez no solo era una noticia, sino un pequeño desliz del alma que muchos no olvidarán. Lo entendí por los mensajes que llegaban, por sus frases que empezaban a llover y rebotar por todos lados. Y eso que era bastante tarde, por la noche, en esas horas en las que empieza a no caber nada más, en tu día, y si se atasca el grifo lo dejas pasar y lo aplazas a mañana. Sin embargo muchos nos paramos, un instante, y nos saltamos un latido del corazón.

Que luego, digámoslo, habíamos tenido años para acostumbrarnos a la idea. Gabo se ha deslizado a la sombra despacio, con cierta timidez, y, en el fondo, de la manera más gentil. Casi absurdo para uno que había escrito la eterna e hiperbólica muerte de la Mamá Grande. Es como si Proust hubiese muerto practicando esquí náutico. Pero, bueno, el tiempo para un adiós indoloro él nos lo dio. Creo que muchos niños lo han leído, estos años, e incluso amado, pensando que ya había muerto (al revés, chicos, a pesar de la apariencia, no morirá nunca). Sin embargo, en el momento final, cuando se ha separado de la vida, silenciosamente como un cromo de los futbolistas de un álbum viejísimo, nos hizo daño, y así ha sido.

Se ha deslizado a la sombra despacio, con cierta timidez, de manera gentil

A los demás no sé, pero a mí me hizo daño porque yo, a García Márquez, le debo un montón de cosas. Para empezar, los veinte segundos en los que leí por primera vez las últimas líneas de El amor en los tiempos del cólera: tenía alrededor de treinta años y creo que allí dejé, justo en ese instante y para siempre, de tener dudas sobre la vida. Le debo a una frase suya, que un editor seguramente habría cortado, la certeza de que si dios creó el mundo, los hombres luego crearon los adjetivos y los adverbios, transformando una hazaña al fin y al cabo aburridita en una maravilla (no, la frase la guardo para mí). Aprendí de él que escribir es una cuestión de generosidad, un gesto sin vergüenza, una acción imprudente y un reflejo desproporcionado: si no es así, lo que estás haciendo, como mucho, es literatura. Descubrí, leyéndole, que los sentimientos pueden ser repentinos, las pasiones devastadoras, las mujeres infinitas; que los olores no son enemigos, las ilusiones no son errores, y el tiempo, si existe, no es lineal: son todas cosas que no me habían dado como dotación cuando me enviaron a vivir. Le estoy agradecido por la respuesta que, removiéndose medio dormido en su hamaca, el coronel Buendía dio un día cuando le avisaron de que había llegado una delegación del partido para debatir con él sobre la encrucijada que había alcanzado la guerra: “Llevároslos de putas”. Y sobre todo: no conseguiré olvidarle porque no he leído ni una sola página suya sin bailar. Incluso en las páginas feas (las hay) no se deja nunca de bailar. No tenía que ver conmigo, yo no sé bailar, pero él sí, y no había manera de hacerle parar. Y cuando se van aquellos con quienes has bailado, metafóricamente o no, hay algo de tu belleza que se va para siempre.

Aprendí de él que escribir es cuestión de generosidad, un gesto sin vergüenza

Debo decir también que durante años amé los libros de García Márquez desde lejos, sin pisar nunca Sudamérica. Luego, una vez acabé en Colombia. Fue un poco como acabar en la cama con una mujer con la que te escribiste cartas durante años. Para entendernos, cuando a los colombianos les citas la expresión “realismo mágico” se echan al suelo de las risas. En cualquier caso no entienden qué significa. Porque lo que nosotros tratamos de definir, ellos lo poseen como desarrollo normal de las cosas, paisaje atávico del vivir, catalogación ordinaria de lo creado. Te paras a charlar diez minutos con un camarero y ya estás en Macondo. Es que somos pobres y habitamos una tierra complicada, me explicó una vez un poeta de allí. Así que las noticias no viajan, el saber se derrite, y todo se lega en la única manera que no tiene obstáculos y no cuesta nada: el relato. Luego, con cierta coherencia, me contó esta historia verdadera (aunque verdadera, lo entendéis, allí es una palabra bastante evanescente). Un pueblo de la costa, para la fiesta grande, contrata a un circo de la capital. El circo se sube a un barco y pone rumbo al pueblo. No lejos de la costa sin embargo naufraga: todo el circo se hunde, y las corrientes se lo llevan. Dos días después, en un pueblo cercano (aunque cercano, allí, significa poco porque si no hay una carretera que parte la selva podrías estar a mil kilómetros), los pescadores salen a recoger las redes. No saben nada del otro pueblo, nada del circo, nada del naufragio. Sacan las redes y se encuentran a un león. No se inmutan. Vuelven a casa. ¿Qué tal ha ido hoy?, le habrán preguntado al pescador, en casa, todos alrededor de la mesa, para la cena. Pues nada, hoy hemos pescado leones.

Descubrí que las pasiones pueden ser devastadoras y las mujeres infinitas

Nosotros esto lo llamamos “realismo mágico”. Entenderéis bien que esos no entiendan.

En fin, acabé en Colombia y entonces todo me pareció final y cumplido. Sobre todo si se adentra uno en las selvas caribeñas del norte, donde García Márquez nació y donde, invisible y sin fin, demora Macondo. Los cuerpos, los colores, la naturaleza voraz, los olores, el calor, los colores, la indolencia febril, la belleza exagerada, las noches, las soledades, cada piel, cualquier palabra. Cuando volví, tuve que releer todo de cero, y fue como escuchar de una orquesta una música que oí de una guitarra. Ahí entendí que solo hay una manera de bailarla: sudando. Con la camisa empapada, pues, seguiré bailando y no importa si el cromo se ha separado del álbum: son detalles. Tengo los bolsillos llenos de frases de Gabo, y cuando haga falta, en nada encontraré dos luces y un parqué sobre el que dejarme llevar lejos.

Alessandro Baricco es novelista y ensayista italiano. Texto cedido por La Repubblica.