Sobre un relato de Zdravka Evtimova

Sangre de topo, efecto placebo y la necesidad de dar una respuesta

A veces, los profesionales de la salud sienten la necesidad de dar una respuesta a los pacientes sí o sí, a cualquier precio. Pero, ¿qué pasa si esa respuesta no existe y la damos igual? ¿Cuáles son las consecuencias?

En el arte de cuidar a otros, tarde o temprano uno entiende que el acto simbólico tiene efecto, más allá del fármaco, la operación o los métodos físicos. Hay una puesta en escena del cuidado, es decir, una representación visible de procesos que suceden en el interior del profesional y del paciente.

El gesto tiene poder y la esperanza se puede inducir. Es la fuerza del efecto placebo, entendido no como una ilusión o un engaño, sino como la capacidad profunda del cuerpo humano para responder al entorno psicoemocional, a la creencia en la cura y al vínculo interpersonal.

La pregunta es recurrente: ¿Qué es más importante para la curación: el principio activo o la presencia empática del que cuida? La respuesta no es binaria. La medicina moderna no puede desentenderse del poder de la narrativa, de los rituales del cuidado y del contexto simbólico en el que ocurre toda intervención.

Ahora sobreviene el dilema ético: ¿Puede un profesional de la salud mentir, si la mentira genera alivio real? En la era dominada por la evidencia de los papers, la pregunta no es cómoda. Sin embargo, en la práctica cotidiana, es habitual considerar que la objetividad no siempre es la forma más compasiva de enfrentar el sufrimiento del otro. Muchos pacientes no necesitan ahora mismo una explicación técnica, sino una narrativa de sentido, una certeza afectiva, un gesto de esperanza.

La ficción nos ayuda a ponernos en contexto y a cuestionarnos. El siguiente texto que compartimos, de Zdravka Evtimova, leído con ojos sanitarios, cobra una nueva perspectiva.

 

Sangre de topo

Pocos clientes visitan mi tienda; tal vez tres o cuatro personas al día. Vigilan a los animales en las jaulas, pero rara vez los compran. La habitación es estrecha y no hay lugar para mí detrás del mostrador, por lo que generalmente me siento en mi vieja silla apolillada detrás de la puerta. Durante horas me quedo mirando a las ranas, lagartos, serpientes e insectos, que se retuercen bajo un amarillo espeso. Los maestros vienen y se llevan ranas para su clase de biología. Los pescadores se acercan a comprar algún tipo de carnada; eso es prácticamente todo. Pronto tendré que cerrar mi tienda y estaré triste porque el olor somnoliento y sombrío de la formalina siempre me dio paz y una extraña sensación de hogar. Trabajé aquí durante cinco años.

Un día, una extraña mujer entró. Su cara parecía asustada y gris. Se acercó a mí, sus brazos estaban temblorosos y anormalmente pálidos, semejantes a dos peces blancos muertos en la oscuridad. La mujer no me miró ni me dijo nada. Sus codos se tambalearon, buscando apoyo en el mostrador de madera. Parecía que no había venido a comprar lagartijas o caracoles. Tal vez se había sentido mal y buscaba ayuda en la primera puerta abierta que notó. Temía que se cayera y la tomé de la mano. Ella permaneció en silencio y se frotó los labios con un pañuelo.

"¿Tienen topos aquí?", preguntó de repente. Entonces vi sus ojos. Parecían telarañas viejas y rotas con una araña en el centro de la pupila.

—¿Topos? —murmuré—. Tuve que decirle que nunca había vendido topos en la tienda y nunca había visto uno en mi vida.

La mujer quería oír algo más, una afirmación. Yo lo sabía por sus ojos, por el tímido movimiento de sus dedos que se extendían con la mano para tocarme. Me sentí inquieto al mirarla.

—No tengo topos—dije—. Se dio la vuelta para irse con la cabeza caída. Sus pasos fueron breves e inciertos.

"¡Oye, espera!", grité. "Quizás tenga topos". No sé por qué actué así. Su cuerpo se estremeció, había dolor en sus ojos. Me sentí mal porque no podía ayudarla.

"La sangre de un topo puede curar a los enfermos", susurró. "Solo tienes que beber tres gotas". Tenía miedo. Podía sentir algo maligno acechando en la oscuridad. "Al menos alivia el dolor", continuó con voz soñadora, mientras su tono se debilitaba hasta convertirse en un sollozo.

"¿Estás enferma?", pregunté. Las palabras pasaron zumbando como un rayo en el aire denso y húmedo, estremeciéndola. "Lo siento". "Mi hijo está enfermo". Sus párpados transparentes ocultaban el tenue brillo desesperado de su mirada. Sus manos yacían entumecidas sobre el mostrador, sin vida como leña. Sus estrechos hombros parecían aún más estrechos bajo su deshilachado abrigo gris.

"Un vaso de agua te hará sentir mejor", dije.

Permaneció inmóvil y cuando sus dedos agarraron el vaso, sus párpados aún estaban cerrados. Se giró para irse, pequeña y frágil, con la espalda encorvada, sus pasos silenciosos e impotentes en la oscuridad. Corrí tras ella. Había tomado una decisión. "¡Te daré sangre de topo!", grité.

La mujer se detuvo en seco y se cubrió la cara con las manos. Era insoportable mirarla. Me sentí vacío. Los ojos de las lagartijas brillaban como pedazos de un escarabajo roto. No tenía sangre de topo. No tenía topos.

Cerré la puerta para que no pudiera verme y luego me corté la muñeca izquierda con un cuchillo. La herida sangró y rezumó lentamente en una botellita de vidrio. Después de que diez gotas cubrieran el fondo, abrí la puerta donde la mujer me esperaba. "Aquí está", dije. "Aquí está la sangre de un topo".

No respondió, solo se quedó mirando mi muñeca izquierda. La herida aún sangraba un poco, así que metí el brazo bajo mi delantal. La mujer me miró y guardó silencio. No intentó alcanzar la botella de vidrio, sino que se dio la vuelta y corrió hacia la puerta. Yo corrí a ella, la tomé y la forcé a que pusiera la botella en sus manos. "¡Es sangre de topo!".

Ella tocó la botella transparente. La sangre dentro brillaba como fuego moribundo. Entonces sacó dinero de su bolsillo.

"No. No", dije. Agachó la cabeza. Tiró el dinero sobre el mostrador y no dijo ni una palabra. Quise acompañarla a la esquina. Incluso le serví otro vaso de agua, pero no esperó. La tienda estaba vacía otra vez y los ojos de las lagartijas aún brillaban como trozos de vidrio roto y húmedos.

Días fríos y sin incidentes transcurrían. Las hojas de otoño se arremolinaban desesperanzadas en el viento, dando al aire un aspecto marrón. Las ventiscas de principios de invierno lanzaban copos de nieve contra las ventanas y cantaban en mis venas. No podía olvidar a esa mujer. Le había mentido. Nadie entraba en mi tienda y en el tranquilo crepúsculo intenté imaginar cómo sería su hijo. El suelo estaba helado, las calles desiertas y el invierno ataba su gélido nudo alrededor de casas, almas y rocas.

Una mañana, la puerta de mi tienda se abrió de golpe. La misma mujercita gris entró y, antes de que tuviera tiempo de saludarla, corrió a abrazarme. Sus hombros estaban ingrávidos y frágiles, y las lágrimas corrían por sus mejillas delicadamente arrugadas. Todo su cuerpo se estremeció y pensé que se desplomaría, así que la agarré de los brazos temblorosos. Entonces la mujer me agarró la mano izquierda y se la llevó a los ojos.

La cicatriz de la herida había desaparecido, pero ella encontró el lugar. Sus labios besaron mi muñeca; sus lágrimas me calentaron la piel. De repente, la tienda se sintió acogedora y silenciosa. "¡Camina!", sollozó la mujer, ocultando una sonrisa llorosa tras las palmas de las manos. "¡Camina!".

Quería darme dinero; su gran bolso negro estaba lleno de diferentes cosas que me había traído. Sentí que la mujer se había armado de valor, sus dedos se habían vuelto duros y tercos. La acompañé a la esquina, pero ella solo se quedó allí, junto al farol, mirándome, pequeña y sonriendo en el frío.

Era tan acogedor en mi oscura tienda, y el viejo e imperceptible olor a formalina me mareaba de felicidad. Mis lagartijas eran tan hermosas que las quería como si fueran mis hijos.

En la tarde de ese mismo día, un hombre extraño entró. Era alto, flacucho y asustado. 

"¿Tienes... sangre de topo?", preguntó, con la mirada clavada en mí. Tenía miedo.

"No, no la tengo. Nunca he vendido topos aquí". "¡Oh, sí que la tienes! ¡La tienes! Tres gotas... Tres gotas, no más... Mi esposa morirá. ¡La tienes! ¡Por favor!". Me apretó el brazo. "Por favor... ¡tres gotas! O morirá...".

Mi sangre goteaba lentamente de la herida. El hombre sostenía una botellita y las gotas rojas brillaban en ella como brasas. Luego se fue y un fajo de billetes rodó sobre el mostrador.

A la mañana siguiente, una multitud de desconocidos me esperaba susurrando frente a mi puerta. Sus manos agarraban pequeñas botellas de vidrio. "¡Sangre de topo! ¡Sangre de topo!", gritaban, chillaban y se empujaban. Todos tenían un enfermo en casa y un cuchillo en la mano.

 

Una breve crítica para seguir pensando

El comerciante que protagoniza la historia vive rodeado de animales. Es una figura ambigua, entre lo marginal y lo sagrado. Su tienda se convierte en un espacio donde la racionalidad científica se ve desbordada por el lenguaje del mito, el símbolo y la desesperanza. Esta tienda podría ser un consultorio y su profesión es el arquetipo del profesional de la salud: alguien que, frente al dolor humano, se siente impelido a actuar, incluso más allá de su conocimiento, de la lógica o de la verdad.

La decisión de cortar su propia piel para ofrecer su sangre como una cura simbólica es un gesto radical, una metáfora de la vocación sanitaria, una reflexión sobre el efecto placebo y también una crítica a una sociedad que exige milagros a cambio de desesperación.

Al ofrecer su propia sangre, el protagonista cruza una línea peligrosa. De un acto aislado y compasivo, se transforma en una figura sacrificial. Es incapaz de poner límites al dolor ajeno. Lo que inicia como un gesto humano pasa a ser una exigencia social. Ahora, el sanador se convierte en insumo.

Resuena de nuevo el consultorio, el hospital, la sala de emergencias. El profesional de la salud ofrece lo que no le sobra porque quiere calmar el dolor de los otros. Y, muchas veces, la compasión sin límites se convierte en una forma de autodestrucción o de burnout.

Estamos ante una fábula existencial sobre el precio de cuidar a otros y sobre el alcance del placebo. ¿Cuántas veces ofrecimos sangre nuestra en lugar de sangre de topo para aliviar un sufrimiento ajeno?