Por Adriana Schettini
Atrás quedaron los viejos tiempos en que las falsificaciones tenían mala prensa y cotizaban menos que cero en la estima colectiva. Ninguna copia, por muy bien hecha que estuviera, opacaba el valor del original. Y si el original no estaba a nuestro alcance y había que conformarse con algún remedo, lo aceptábamos bajo protesto, fastidiados por tener que pactar con la realidad. Pero en el plano del deseo, el original seguía incólume. Puesto a soñar, ¿a quién se le podía ocurrir suspirar por la réplica? Sin que sepamos a ciencia cierta cómo ni por qué, esa inclinación por lo verdadero se ha ido esfumando, y ahora nos desvivimos por lo que parece.
Hay legiones de gentes interesadas en poseer un home theatre, cuya virtud consiste hacernos sentir que estamos viendo un film "como en el cine". Las salas siguen allí, mejor equipadas que nunca, pero lo que nos apetece es su clon hogareño. Una publicidad radial invita a "comer afuera como en casa", para promocionar un restaurante de Palermo Soho. En tal caso, ¿no sería más práctico ahorrarse la molestia del traslado? Puede que sí, pero el deseo no es pragmático y, hoy por hoy, se siente a gusto en la frontera de la ambigüedad.
Viajar era partir a cazar novedades por unos cuantos días. Viajar era salir; ahora es entrar. De allí la enorme cantidad de turistas que flotan satisfechos en la placenta protectora de los hoteles all-inclusive.
Las mujeres gastan fortunas en cosméticos e invierten toneladas de paciencia en aplicarlos de tal modo que el maquillaje luzca natural. Se maquillan con la ambición de ocultar que lo han hecho. Con lo fácil que les hubiera resultado lavarse la cara y salir al ruedo, si ansiaban verse desprovistas de afeites. La paradoja se repite con la ropa: horas de producción frente al espejo combinando texturas y colores para emerger con un look casual. Es decir, como si nos hubiéramos puesto lo primero que encontramos.
Nos alegra que la nueva telefonía nos habilite a hablar, en 24 horas, más de lo que hemos hablado en los últimos 20 años juntos. Pero elegimos comunicarnos sin pronunciar palabra; mensaje de texto, llamamos a esa práctica sustituta de la conversación.
Un aviso televisivo nos seduce con el sabor del lemon pie, la tarta de frambuesa, las frutillas con crema. El convite es tentador. Pero lo que más nos atrae es que se trata de una simulación explícita: en vez de esas delicias, comeremos yogur. Otro tanto sucede con los postres en pote: si los guardamos por un rato en el freezer, nos harán creer que saboreamos un helado. El goce no está tanto en el postre que ingerimos como en la privación del helado. El postre es rico, pero cuando se lo combina con la falta (de helado) se torna irresistible.
Quien se presenta a elecciones para tratar de alcanzar el poder es un político. Sin embargo, la desnudez de esa verdad cayó en desuso. La mayoría de los candidatos se exhiben como administradores, empresarios, académicos o voceros del sentido común. Ellos saben que hacen política y nosotros sabemos que es eso lo que debe hacer quien pretenda regir la vida colectiva, pero les suplicamos que lo disimulen, que tengan la deferencia de presentarse como paracaidistas en la arena pública. Si es político, que no se note, indica la consigna tácita.
El escenario es más complejo que el de la mentira. Nadie nos dice, ni nosotros creeríamos, que el yogur es pastel de limón; el maquillaje, invisible; el mensaje de texto, una plática. Parecería que, fatigados por los golpes de la realidad, tomamos un recreo de nuestra adultez. Y aquí estamos, disfrazados de niños jugando al como si.
* La autora es escritora y periodista