Es el creador de una de las máximas expresiones de la literatura contemporánea Santa Fe es el escenario de casi todas sus obras, desde donde retrató la compleja experiencia humana
A partir de ayer, miles de lectores -entre Santa Fe y el mundo- extrañarán la voz reconocible, compleja y entrañable de Juan José Saer. El narrador argentino, creador de una de las máximas expresiones de la literatura argentina contemporánea, murió ayer a los 67 años en París, donde residía desde hace más de tres décadas, cuando reapareció un cáncer de pulmón del que se había recuperado en los últimos meses.
La enfermedad lo sorprendió cuando trabajaba en los tramos finales de su ambiciosa novela "La grande", que iba a publicarse en septiembre.
Narrador, cuentista, poeta y ensayista, a través de su vasta producción ficcional, Saer fue dando forma a un mundo literario propio, con un lenguaje complejo y particular, y una geografía precisa. La ciudad de Santa Fe y sus alrededores son el escenario de la mayor parte de su obra, en la que van y vuelven, se reencuentran y se pierden los mismos personajes (Carlos Tomatis, Pichón Garay, Barco, Angel Leto, Washington, el matemático...).
Desde ese universo reconocible, donde los objetos y los detalles se describen con minuciosidad y dedicación, Saer abarcó toda la complejidad de la experiencia humana. La violencia, el tiempo, la memoria y la percepción; los vaivenes políticos del país y las discusiones literarias son una permanente inquietud en sus relatos.
Lecturas tempranas
Saer había nacido el 28 de junio de 1937 en la localidad santafecina de Serodino, en una familia de ascendencia siria, que se mudó a la capital provincial cuando él tenía 11 años.
Su acercamiento a la literatura fue temprano, desordenado y sin otra guía que su curiosidad, satisfecha en librerías y bibliotecas públicas. Identificaba a Borges, Arlt y Juan L. Ortiz como las referencias constantes de su trabajo, aunque también puede rastraerse la lectura de Proust, Faulkner, Musil, Pavese y el objetivismo francés.
Fue profesor de historia del cine y de crítica y estética cinematográfica en la Universidad Nacional del Litoral. En 1968 partió con una beca de seis meses a Francia, destino que se convirtió en permanente. Allí, dio clases de literatura en la Universidad de Rennes, donde se había jubilado hace tres años.
Saer comenzó a publicar en la década del 60, una época de experimentación y vanguardia, sin pasar por Buenos Aires, lo que lo mantuvo alejado del canon literario oficial y motivó que su primera producción sólo fuera redescubierta años después.
Sin embargo, el autor -para quien escribir era una tarea "muy laboriosa y poco placentera"- fue construyendo un creciente grupo de lectores fieles, y sus obras se reeditan desde hace años con venta sostenida. Alejado de los circuitos literarios oficiales, para muchos Saer se situó en las últimas décadas, a fuerza de literatura, como el mejor escritor argentino vivo.
De los 60 son los libros de cuentos "En la zona" (1961), "Palo y hueso" (1965) y "Unidad de lugar" (1967), y las novelas "Responso" (1964), "La vuelta completa" (1966) y "Cicatrices" (1969). Desde su llegada a París, pasó 14 años sin publicar en la Argentina y, a partir del retorno de la democracia, en 1983, decidió que sus libros salieran siempre primero en el país. En su vasta producción se cuentan las novelas "El limonero real" (1974, reeditada en 2002), "Nadie nada nunca" (1980), "El entenado" (1983), "Glosa" (1985), "La ocasión" (1986, por el que recibió el Premio Nadal), "Lo imborrable" (1993), la policial "La pesquisa" (1994) y "Las nubes" (1997).
También los libros de cuentos "La mayor" (1976) y "Lugar" (2000), y una serie de ensayos sobre la escritura, como "Para una literatura sin atributos" (1988), "El concepto de ficción" (1997) y "La narración-objeto" (1999).
En 2001, la editorial Seix Barral publicó sus "Cuentos completos", con cuatro relatos inéditos que Saer eligió ubicar en orden cronológico inverso, del más reciente a sus primeras producciones. Desde 2002, era colaborador regular de LA NACION.
Traducido a cinco idiomas, el año último recibió el XV Premio Unión Latina de Literaturas Románicas. Estaba casado con Laurence Gueguen y tenía dos hijos: Jerónimo y Clara.
Saer estaba a punto de terminar su más ambiciosa novela, en la que trabajaba desde hacía años y que había bautizado "La grande", en referencia a las 500 páginas que ya había escrito y a la complejidad de trama narrativa y personajes. El relato transcurre en siete jornadas, a partir de un martes, e incluye al "elenco estable" de personajes, como Saer lo llamaba, aunque el principal es Gutiérrez, un joven que presentó en un cuento de su primer libro, y que ahora retoma, 30 años después, cuando regresa a Santa Fe.
El autor ya había escrito y revisado -con su habitual prolijidad, pero particularmente obsesionado por este texto- cinco de las siete jornadas del relato, estaba a punto de terminar la sexta y tenía esbozada la séptima, que había imaginado como un epílogo. El Grupo Planeta tenía previsto publicar la novela en septiembre, ocasión para la que Saer iba a viajar a la Argentina. Además, la editorial tiene lista una recopilación de artículos publicados en diarios, llamada "Trabajos".
Escritor preocupado por la posibilidad misma de contar, en una reflexión sobre sus narradores preferidos en LA NACION, Saer describió, sin proponérselo, el efecto que sus propias historias deparan a quienes se asoman a ellas: "Si buena parte de nuestras lecturas son obligatorias, las que nos transforman, nos conmueven o simplemente nos gustan coinciden de pronto con una zona irreductible de nosotros mismos, cuya existencia tal vez ignorábamos y que la lectura nos revela".
Raquel San Martín
Opinión
Una mirada singular desde el río sin orillas
Por María Rosa Lojo
Para LA NACION
Juan José Saer, residente en Francia desde 1968, jamás dejó de colocar el eje imaginario de su vasta obra narrativa en el paisaje rioplatense fluvial y pampeano. Como tantos otros latinoamericanos célebres -desde Lucio V. Mansilla hasta César Vallejo? murió, sin embargo, en París. Retornaba a la Argentina periódicamente, las más de las veces para presentar un nuevo libro o para recibir algún galardón literario.
Reconocido y premiado en la Argentina y en el extranjero, concitó en los últimos años la máxima atención de nuestra crítica académica: es, quizás, uno de los autores contemporáneos sobre el que más monografías, ponencias y artículos universitarios se han escrito y se siguen escribiendo. Fascinación justificada por la densidad y complejidad de su prosa, sus juegos de perspectivas, el entretejido de tiempo y espacio en una percepción verbal que expande el instante, lo aparentemente mínimo, hacia la totalidad de la experiencia humana y los laberintos de la memoria individual y colectiva.
Autor de memorables cuentos y novelas -"Lo imborrable" (1993), "Las nubes" (1997) y "Lugar" (2000), entre sus últimos títulos-, escribió también poesía "propiamente dicha" (en realidad trabajó siempre la ficción narrativa desde la exigencia poética), y libros de ensayo, como "El río sin orillas" (1991) y "El concepto de ficción" (1997).
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No puedo evitar volver a "El río sin orillas", pensando que quizá esa inmensidad, ilimitada y siempre enigmática, debió de estar entre sus últimas imágenes. Este ensayo revisa lúcidamente lo que el ámbito rioplatense significó en la historia para sus primeros pobladores o sus eventuales visitantes, y lo que significa hoy para nosotros mismos. Un intrincado mapa de experiencias, valores y representaciones simbólicas se va desplegando sobre la tierra plana, para desacomodar algunas percepciones consolidadas y confirmar otras.
Aun hoy -dice- sentimos lo caótico, lo imprevisible, incongruente y contradictorio de una realidad que, desde su descubrimiento europeo, pareció hecha para estar "de paso". Un mundo inhóspito y desmesurado, cuyo nombre de plata era solamente una ficción del deseo. Un mundo cuyo origen fue una farsa sangrienta (la primera fundación de Buenos Aires, con sus escenas de cainismo y de canibalismo), y donde la violencia colectiva se instaló como una marca genética, hasta terminar convertida, por obra de sedicentes nacionalistas nostálgicos, en culto del coraje. Murena, y Martínez Estrada (elogiado y admirado por Saer) han dejado su huella en estas reflexiones.
Ellas se enlazan con su magnífica novela "El entenado": historia apócrifa de un español que pasa diez años de cautiverio entre los indios rioplatenses, en el siglo XVI. La coraza de la cultura y de la tradición heredada estallan, inservibles, ante ese escenario en el que ya no sirven las antiguas certezas. Los indios sólo esperan de su cautivo que sea el fiel testigo de sus vidas y les otorgue sentido y permanencia con su mirada, con su lengua, con su memoria.
La fugacidad, la desaparición de lo humano ante una naturaleza abrumadora, no estimulan el mito de la libertad ante la grandeza del espacio, tanto como podría creerse, sostiene Saer. Predomina el sentimiento de opresión, la sensación de haber caído en una "gran cárcel cósmica" donde el cielo "ocupa" la tierra vacía. Sin embargo esa tierra se va poblando de huellas y de voces, y se convierte en tierra propia para muchos migrantes de todas las patrias, que siguen teniendo "miedo a naufragar en la inexistencia", dominados por la incertidumbre.
Tal es, sin embargo, desde siempre, la condición humana, y los argentinos lo saben o lo han sabido acaso, antes que otros, en las "inmediaciones del río sin orillas" donde la escritura de Juan José Saer arraiga, para recordarnos que no se vive en vano mientras el temblor extraño de nuestras vidas reverbere, todavía, en las palabras.