Caso clínico

Medicar o no medicar, he ahí la cuestión.

Descripción de un caso clínico.

Autor/a: Beatriz Dorfman Lerner*

Lo que sigue es la breve historia de Ada, una paciente que me derivó uno de mis  colegas, amigo suyo, preocupado por su posibilidad de suicidio y convencido de la necesidad urgente de medicarla.

A los 76 años, Ada llega a verme en estado de total desesperanza, luego de haber "cumplido con la sociedad y no teniendo más nada que hacer en este mundo". Subrayo esto de la desesperanza pues, según Aron Beck es el factor de riesgo de suicidio más importante y frecuente, agravado en este caso por la avanzada edad de la paciente y por su situación existencial de duelo intenso.

Con voz monocorde y como estando en otra cosa, Ada me fue refiriendo que su marido había muerto hacía pocos meses, que tenía tres hijos en otras tantas partes del mundo, que no tenía problemas económicos y que, si bien contaba con amistades y parientes se sentía sola y sin más razón de ser en la Tierra. Mientras me narraba su historia con voz lenta y cansina, me impresionaron su claridad de pensamiento, sus gestos precisos y, sobre todo, el saludo inicial enérgico y cordial, cuya sensación de calor aún conservaba en mi mano. Ada mostraba señales de que había en ella una latente corriente de vitalidad que sólo esperaba ser puesta en movimiento en la medida en que pudiera transitar su duelo.

La relación con su finado marido había sido óptima: mimada, regalada, considerada como una reina a quien Juan "nunca le hizo faltar nada" y siempre brindó más de lo que necesitaba. Cuando nos despedimos de esta primera entrevista, viendo que en el transcurso de la sesión su voz se había ido animando y su rigidez inicial se había flexibilizado, le propuse un conjunto de entrevistas diarias por un corto tiempo a fin de tener una idea de cómo poder ayudarla mejor. Aceptó tibiamente aunque con cierta decepción, pues a su pregunta de qué medicación pensaba darle, le pedí hacer antes una buena evaluación. Volvió al día siguiente con el ánimo ligeramente mejorado pero con el aire ausente del día anterior. Seguimos hablando de su vida, de cómo había viajado con Juan por casi todo el mundo, de la cantidad de gente que había conocido acompañando a su marido mientras fue durante años cónsul en el exterior, y de cómo todo eso y tantas otras cosas se habían terminado ahora que Juan ya no estaba.

El progreso de Ada fue  constante. Día a día se la veía más animada, más vigorosa, más activa. Luego de dos semanas de visitas diarias comenzamos a espaciar las entrevistas. En un momento dado, Ada relató un sueño de angustia que traía aún adherido a una intensa congoja. Soñó que caía de un tren y, sin saber cómo, el tren pasaba por encima de su mano seccionándole los dedos en forma aparentemente indolora. Cuando disminuyó en algo su ansiedad, empezó a enhebrar asociaciones acerca del accidente. Me enteré entonces de que cuando estaba embarazada de su primer hijo, un serio altercado con Juan a la hora de almorzar había determinado su radical abandono de la pintura: llegó tarde a la mesa por haberse quedado pintando sin darse cuenta de la hora. Juan, persona muy estricta en el cumplimiento de ciertas rutinas, le dio entonces a elegir entre él o la pintura. Ada sintió derrumbársele el mundo en forma total, especialmente porque poco tiempo antes de casarse se había proyectado a sí misma como pintora, luego que terminara su formación en Bellas Artes con gran elogio de sus profesores. Ada se prometió olvidarse de la pintura, sobre todo ahora que su hijo estaba por nacer y tendría que dedicarle todo su tiempo. Tan eficaz fue su represión que su vida siguió aparentemente sin tropiezos, llenándose con la maternidad, la vida social y una devoción a Juan que no pareció sufrir menoscabo alguno.

Me resultó extraño este sepultamiento tan rápido e indoloro de algo que en su momento debió de haber sido fuente suculenta de gratificación y enriquecimiento. Con el correr de los días fuimos descubriendo todo el resentimiento, la frustración y la nostalgia que había significado su apartamiento de la pintura. Sin la ayuda de medicación, Ada pudo ir desenterrando sus deseos postergados y recomponiendo su proyecto truncado a poco de nacer. Luego de su recuperación, Ada expuso por primera vez en su vida y no pensó más en suicidarse.

Final feliz aparte, esta historia tiene por finalidad plantear la disyuntiva entre medicar y no hacerlo, especialmente en ciertas circunstancias. Con el correr de las sesiones me fui convenciendo de que, ante una crisis existencial de esta naturaleza, en una persona de buen reservorio libidinal y capaz de una revisión coherente de su historia en un buen nivel reflexivo, la medicación hubiera sido no solo innecesaria sino, quizá, hasta perjudicial. Pensé que el vacío humano que Ada experimentaba no hubiera podido ser obturado químicamente sino que, al estilo preconizado por Hahneman, solo lo semejante curaría lo semejante. Aquí, lo semejante al vínculo con Juan fue, precisamente, el vínculo terapéutico, un vínculo transferencial-contratransferencial cálidamente afectivo.

Sé que corrí un serio riesgo en aventurarme a confiar más en el placebo de nuestro vínculo que en la medicación. De hecho, me arriesgaba a sufrir un juicio por mala praxis, dado que situaciones como éstas están ya claramente codificadas y su desobediencia es pasible de severo castigo. No obstante, los hechos me demostraron que había acertado en mi decisión. Abstenerse en estos casos es, sin duda, un acto de fe, aunque de fe racional si se me permite el oxímoron. Es un acto de fe en tanto apuesta a un futuro incierto y riesgoso.

Pero es racional porque la decisión no se toma en el vacío sino avalada por indicios que, aunque de no transparente lectura, señalan la presencia en el paciente de reservas vitales capaces de sostenerlo en la elaboración de sus dificultades. Crisis existenciales como la descrita pueden ser tramitadas sólo con la palabra siempre que el vínculo terapéutico pueda suministrar la libido suficiente para ello. Es importante que el paciente pueda reelaborar su situación comprendiendo, con ayuda de un terapeuta, el significado de su pérdida y lo perdido junto con ella, como quería Freud, además de descubrir y/o idear un proyecto factible que le permita ir "desenganchándose" del pasado. Este proceso lleva su tiempo pues requiere toda una revisión y evaluación de la vida pasada y de la presente, además de tender hacia un futuro que se desea diferente. El fármaco, si bien rápido y eficaz en sus efectos, soslaya no solo la producción de las necesarias asociaciones, sino, más importante (y muy herético al formularlo de esta manera), priva al paciente del malestar, poderoso incentivo para avocarse a un cambio. En contraposición, el bienestar que el fármaco puede proporcionar no resulta, en la mayoría de los casos, un acicate suficientemente potente como para inducir a buscar salidas creativas, a la par que sume al paciente en la errónea creencia de haber solucionado el problema. El sostén del terapeuta durante toda esta elaboración, lejos de ser un acto sádico expresa su preocupación e interés por la salud y mejor estar de su paciente.

* La Dra. Beatriz Dorfman Lerner es médica psiquiatra. Psicoanalista (Asociación Psicoanalítica Argentina). Miembro del Comité Editorial de Fundación Acta.