Para comprender el significado de lo ético, lo primero que hace falta es entender que la finalidad de la vida humana no estriba sólo en sobrevivir, es decir, en continuar viviendo; si la vida fuese un fin en sí mismo, si careciese de un "para qué", no tendría sentido.
Tener sentido implica estar orientado hacia algo que no se posee en plenitud. El dirigirse hacia dicha plenitud se entiende desde su no perfecta posesión. Soy algo a lo que algo le falta.
Cuando el hombre piensa a fondo en sí mismo se da cuenta de que con vivir no tiene suficiente: necesita vivir bien, de una determinada manera, no de cualquiera. Dicho de otro modo: vivir es necesario pero no suficiente. De ahí que surja la pregunta: para qué vivir (la cuestión del sentido) y, en función de ello, cómo vivir. Justamente ahí comienza la Ética.
El hombre puede actuar o reaccionar ante una concreta situación de muy variadas maneras, y entre ellas la ética pretende poder dilucidar cuál es la mejor, la más correcta o conveniente de cara al sentido último de la existencia humana, a esa plenitud que, a fin de cuentas, resultará, en conjunto, del buen obrar (eupraxia).
1.1.- La felicidad y el placer. No es exactamente lo mismo felicidad que bienestar, al igual que la vida buena no coincide necesariamente con "darse la buena vida", en el sentido que solemos atribuir a esta expresión en castellano. Cualquiera que sabe algo de la vida distingue claramente entre dos tipos de bienes muy comunes: "pasarlo" bien, y "hacerlo" bien. El primero puede ser fuente de alegrías "pasajeras", sin duda necesarias a veces. Pero sólo el segundo proporciona satisfacciones profundas. Hay momentos divertidos, alegrías inesperadas, y otras alegrías trabajadas con esfuerzo durante un período más o menos prolongado, quizá menos chispeantes y explosivas que las primeras, pero mucho más plenas, porque para el hombre es más relevante lo que él hace que lo que le ocurre.
"La palabra 'placer' -señala A. Millán-Puelles- se puede usar en dos acepciones: el placer de los sentidos o el del espíritu. Generalmente se toma en la acepción puramente sensorial. Pues bien, los placeres sensoriales, en principio, tampoco son ilícitos. Lo que es ilícito es convertir la búsqueda de ellos en la orientación de nuestra conducta.
El placer verdaderamente humano -el que mejor se corresponde con su realidad activa- no es el que se busca por sí mismo, sino el que surge como resultado de la acción buena, el obrar pleno de sentido.
1.2.- La virtud. La virtud (areté) puede definirse como un hábito operativo bueno, es decir, el buen obrar que se configura como una costumbre, como un modo ordinario y habitual de conducirse. El placer (hedoné) es una consecuencia necesaria de la virtud. Es imposible que el obrar virtuoso no satisfaga ciertas inclinaciones humanas naturales. La esencia de la felicidad es la virtud, pero el placer es un matiz o coloreamiento que la acompaña siempre.
Un rasgo propio de la virtud es que, una vez que está bien asentada, los actos congruentes con ella surgen con naturalidad, sin un especial esfuerzo, mientras que los actos contrarios a la virtud encuentran una resistencia casi física.
Conseguir una virtud exige, primero, una orientación inteligente de la conducta: saber lo que uno quiere y aspirar a ello eficazmente, poniendo los medios. Hace falta emplear un esfuerzo moral, eso que entendemos como fuerza de voluntad. (La palabra "virtud" proviene del latín vis, fuerza). Cuando ese modo de obrar se troquela en nuestra conducta y uno se habitúa, ya no es necesario el derroche inicial, y actuar según esa pauta requiere cada vez menos empeño. La virtud, por eso, supone una cierta economía del esfuerzo, de manera que cuando nos acostumbramos a conducir nuestra acción según una pauta habitual, podemos emplear el esfuerzo "sobrante" en la adquisición de nuevas pautas y, así, ir poco a poco construyendo nuestra propia identidad moral.