“Tenemos un mensaje simple para todos los países: test, test, test”. Un año después de pronunciada, el 16 de marzo de 2020, la famosa recomendación del director general de la OMS, Tedros Adhanom, ha podido ser aplicada con limitaciones muy dispares en los distintos países. Nadie podía prever que a estas alturas conservara toda su vigencia ni el despliegue de las diferentes pruebas diagnósticas. Hay países, como el Reino Unido y Estados Unidos, que ya han realizado más de una prueba per cápita; otros, como Alemania, apenas llegan a la mitad y, en la mayoría, la proporción es mucho menor. Sigue haciendo falta hacer más test en todo el mundo, pero sobre todo hace falta usarlos eficientemente, ya que no hay ninguno ideal. Y, mientras no esté vacunada una mayoría suficiente de la población, el control de la pandemia pasa por la adecuada gestión de los test, algo que no es nada sencillo.
Por suerte, ya existía un test diagnóstico antes incluso de que se declarara la pandemia. A los pocos días de publicarse la secuencia genética del virus en enero de 2020, ya estaba disponible una prueba PCR para detectar el virus en las personas infectadas. En el caso del sida, por ejemplo, se tardaron más de cuatro años en tener una prueba diagnostica, después de haber tardado lo suyo en descubrir el virus responsable. El problema con la PCR no es de seguridad (es un test muy sensible que identifica a prácticamente el 100% de las personas infectadas), sino que se trata de una prueba sofisticada (solo se puede realizar en un laboratorio de una cierta dimensión por técnicos adiestrados) y lenta, pues los resultados pueden tardar un día o más. Un problema añadido es que, aunque permite identificar el virus desde poco después del contagio, no dice en qué fase está la infección.
La fiabilidad de los test de antígenos es muy discreta y solo unos pocos pueden ser una alternativa real a la lenta PCR
La llegada de los test rápidos solventó algunos de estos problemas. Los test de antígenos, que detectan proteínas específicas del virus, son similares y tan sencillos de realizar como una prueba de embarazo disponible en un kit de plástico, no exigen técnicos ni un laboratorio y ofrecen resultados en media hora. El problema es que solo detectan, de media, al 72% de los infectados sintomáticos y al 58% de los asintomáticos, según una reciente revisión sistemática, que ha evaluado los estudios disponibles sobre 16 modelos de test del más de un centenar que hay en el mercado. La precisión de las distintas marcas es muy variable y la mayoría no alcanza los estándares mínimos recomendados por la OMS de ser capaces de identificar correctamente por lo menos al 80% de los positivos. Como muestra esta revisión, la fiabilidad de los test de antígenos es muy discreta y solo unos pocos pueden ser una alternativa real a la lenta PCR, cuando esta prueba no está disponible. Además, algunos de los test comercializados no se ajustan a la normativa (en la web de Agencia Española del Medicamento hay una lista de test que no cumplen con la regulación) y pueden representar un riesgo para la salud pública.
Un test ideal debería ser capaz de identificar con precisión a las personas infectadas que son contagiosas, porque esto es lo que facilitaría tomar las mejores decisiones sobre tratamiento y aislamiento. Tanto la PCR como los test de antígenos tienen sus limitaciones e incertidumbres, pero la adecuada y oportuna administración de ambos tipos de pruebas es la única vía para identificar lo antes posible a las personas infectadas y sus contactos. Lo que nos muestran todas estas complejidades sobre las pruebas de la covid-19 es que vivimos en una cultura de la incertidumbre y lo importante que es conocerla, administrarla y comunicarla a la población.
El autor: Gonzalo Casino es licenciado y doctor en Medicina. Trabaja como investigador y profesor de periodismo científico en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.