E voi, piuttosto che le nostre povere
Gabbane d´istrioni, le nostr´anime
Considerate, poichè siam uomini
Di carne e d´ossa, e che di quest´orfano
Mondo al pari di voi spiriamo l´aere![1]
Cremona una arquetípica ciudad-estado de la Italia septentrional y cuna de grandes lutieres, lo vio nacer en mayo de 1567. Por esa época, la región se hallaba bajo la administración de Milán, anexada a España desde 1513.
Su padre, Baldassare Monteverdi, era un boticario que hacía las veces de barbero y cirujano, en tanto que su madre, Maddalena, falleció cuando Claudio tenía nueve años, dejándolo con una hermana y dos hermanos varones. Transcurrido unos años apareció la segunda esposa y luego tres hermanastros; aunque poco después ella también moriría.
Claudio se mantuvo emocionalmente empático con su padre, quien a su vez apreciaba el talento musical de él y Giulio Cesare, sus dos hijos mayores. No obstante, las dificultades económicas, Baldassare consiguió que ambos recibieran lecciones de música del maestro de capilla de la catedral, Marco Antonio Ingegneri.
Bajo su tutela, Claudio no sólo aprendió a cantar, sino que también desarrolló el dominio del violín y otros instrumentos de cuerda. Ingegneri lo introdujo igualmente en las técnicas de escritura polifónica renacentistas y así tomó contacto con las piezas del gran madrigalista Luca Marenzio. Con apenas 15 años, compone su Sacrae cantiunculae.
Entre 1589 y 1590 Monteverdi visita Mantua; y tiempo después ingresa al servicio del duque Vincenzo I de Gonzaga. En ese momento, el Signore aspiraba a que su corte fuese un polo cultural símil Florencia, para lo cual había reunido a músicos, poetas tales como Guarini, Rinuccini, a la par de los pintores Frans Pourbus el Joven y Peter Paul Rubens.
Mientras que estos eran figuras ilustres del parnaso peninsular y europeo, Monteverdi no pasaba de violinista mal pago. Se hallaba bajo la supervisión de Giacomo Cattaneo, un gambista, que le proporcionó alojamiento y le permitió “tertuliar” con su hija Claudia, cantante de la corte e integrante del “concerto delle donne”; toda una revolución para aquel tiempo.
El 20 de mayo de 1599, la pareja contrae matrimonio; y unas semanas después Monteverdi debió acompañar al Duque en un viaje por Austria, Suiza y Lorena. Tuvieron tres hijos, Baldassare a la sazón cantante en Venecia; Leonora fallecida de pequeña y Massimiliano quien llegaría a ser médico en Mantua.
En la corte, Claudio recibió una fuerte influencia del maestro de capilla y compositor flamenco Giaches de Wert; un vanguardista finisecular muy atraído por la lírica de Torcuato Tasso y Battista Guarini. Ocurrida la muerte de De Wert en 1596, el cargo pasa a Benedetto Pallavicino, quien fallece poco tiempo después, y así es designado Monteverdi.
Al abrigo de los textos de Guarini, el maestro comienza a otorgarle un efecto más emocional a su obra, poniendo sobre el tapete la esencia del poema; con lo cual se apartaba de los cánones establecidos, sin por ello renegar de la polifonía de grandes predecesores como Josquin des Prez y Giovanni Palestrina. Monteverdi supo combinar muy bien ese legado con su talante innovador.
En 1606, Francesco, quien luego sucedería al duque Vincenzo I, le encargó una ópera para la temporada de carnaval de 1607. Bajo el título de La favola d'Orfeo, el maestro dio pruebas claras de su amplia concepción del género que lo posicionaron como un compositor a gran escala.
Para setiembre de ese año fallece Claudia, y Monteverdi se traslada a la casa natal sumido en una profunda depresión, con pocas ganas de retornar a Mantua. De una manera bastante intempestiva, el duque lo convocó casi de inmediato para componer una nueva ópera en ocasión del matrimonio de Francesco con Margarita de Saboya.
Retomó sus actividades, obviamente el montaje de esta segunda ópera L'Arianna, de la cual sobrevivió el célebre y por demás influyente lamento Lasciatemi morire. A pesar del fallecimiento de la prima Donna afectada de la viruela al momento de los ensayos, la representación llegó a concretarse en mayo de 1608 con un éxito contundente.[2]
Tras ello y prácticamente al borde del colapso, vuelve a Cremona a la vez que solicita permiso para reponer fuerzas. Consciente del estado de Claudio su padre escribe una carta al Duque Vincenzo I en la que más o menos señala: Claudio Monteverdi humilde servidor de vuestra alteza e hijo mío al que amo tiernamente me vino a Cremona hace 4 meses con dos hijos y enfermo por los aires de Mantua que siempre le fueron enemigos y por las muchas y grandes fatigas pasadas y además cargado de deudas no teniendo más que su acostumbrada paga que apenas le llega para poder comer él y sus hijos. Por ello pensando en la mala suerte que ha tenido y pensando que, si vuelve a Mantua con tales fatigas seguro que perderá la vida, os ruego que por amor de Dios le concedáis licencia para que pueda buscarse otros aires.
Insistirá sobre el tema en una carta expedida 18 días después a la Duquesa Eleonora Gonzaga. Por esa época el propio Monteverdi escribía a un amigo: Si el Duque ordena de nuevo que vuelva al trabajo os aseguro que si no se me permite descansar después de trabajar en las músicas teatrales breve será mi vida; si mi fortuna me favoreció haciendo que el señor Duque me encargase el servicio de la música de las bodas, tal ocasión me fue enemiga al procurarme una casi imposible fatiga haciéndome además pasar frío, carecer de ropa, servidumbre y comida.
Esta suerte de honorable súplica paterna, no sólo fue desestimada, sino que se le ordena regresar suscitando una reacción hacia la corte, que según él lo había subvaluado y penosamente remunerado, aunque el éxito de L’Arianna le valió de una pequeña pensión. A lo largo de 3 años matizados con altercados, compuso madrigales y piezas eclesiásticas; de las cuales la Contrarreforma se valdría debidamente.
Con el fallecimiento de Vincenzo I, el 18 de febrero de 1612, Monteverdi fue desobligado por su sucesor, Francesco IV, debido a intrigas palaciegas y reducción de costos. Él y su hermano regresaron a Cremona, con los bolsillos casi vacíos.
Al producirse el deceso de Giulio Cesare Martinengo, maestro de San Marco en 1613, Claudio acudió a presentar una composición religiosa. Poco después los procuradores lo designan como el nuevo maestro de capilla e inmediatamente se muda a Venecia. Aunque Monteverdi no había sido un gran compositor eclesiástico se tomó muy en serio sus deberes y en pocos años revitalizó completamente las actividades en la basílica.
Contrató a nuevos asistentes, incluidos los compositores Francesco Cavalli y Alessandro Grandi, escribió muchas piezas para iglesia e hizo hincapié en los servicios corales diarios. También tuvo participaciones musicales en otros lugares de la ciudad.
Sus cartas durante esos primeros años en Venecia revelan un mejor estado de ánimo, pero el mal trago Mantuano seguía presente. Prueba de ello son esta serie de fragmentos de una misiva escrita al Duque Ferdinando I (1620): esta serenísima república que no ha dado a ningún antecesor mío más de 200 ducados me da a mí 400. En la capilla no se acepta un cantor sin que antes se pida el parecer del maestro, ni aceptan organistas si no tienen primero mi aprobación y no hay gentilhombre que no me estime y honre y cuando voy a dirigir música le juro a vuestra excelencia que toda la ciudad corre a escucharme. Por otro lado, la paga la tengo asegurada de por vida, no viéndose afectada por muerte de procurador o de príncipe; y el dinero de la paga me es traído a mi propia casa.
Los Gonzaga, gestor de por medio, insistirán para que Monteverdi regresase a Mantua, pedido al que hará oídos sordos con un dejo de inquina absolutamente justificada.
Su intento de crear una filosofía práctica de la música continuará a lo largo de la década de 1620, lo llevaría a innovaciones estilísticas aún mayores. Siguiendo las ideas Platónicas, dividió las emociones en tres tipos básicos: el amor, la guerra y la calma. Cada uno de estos podría expresarse por diferentes ritmos y armonías. También introdujo un toque de realismo, por ejemplo, la imitación de los sonidos de la naturaleza, o bien el uso de pizzicato para expresar el choque de espadas.
Monteverdi asimismo albergaba la intención de imbuir a su obra con verdades filosóficas. Esto guardaba cierta relación con el paralelismo entre la música barroca y la alquimia, a la que era muy afecto, supuestamente porque ambas procuraban alcanzar una mayor comprensión de lo subyacente.
A partir de la tríada fundamental de la alquimia establecida por Paracelso sal, mercurio y azufre, y su correspondencia con cuerpo, alma y Espíritu, Monteverdi señala: "He reflexionado sobre el hecho de que las principales pasiones o afectos de nuestra mente son tres, a saber, la ira, la moderación y humildad o súplica; los mejores filósofos apoyan este punto de vista y la naturaleza misma de nuestra voz lo demuestra con sus registros altos, medios y bajos”.
Al parecer, esa especial atracción por la Alquimia la había heredado de su padre, posteriormente reforzada durante sus años en Mantua. Cuando Monteverdi acompañó a Vincenzo I para apoyar a Rodolfo II, en una campaña contra los turcos, seguramente llegó a conocer al monarca, un declarado y ferviente alquimista.
Por aquellos años esta “quinta esencia” no era una rareza, sino una disciplina esotérica practicada por personas ilustradas con miras a alcanzar grados más profundos de conocimiento y por qué no una panacea universal. En una época donde no existía una separación clara entre ciencia, astrología, aritmética y cábala, la alquimia era un camino legítimo, por así decirlo.
Se conservan cinco cartas de Monteverdi a Ercole Marigliani, secretario del Duque Ferdinando I (entre agosto de 1625 y marzo 1626) donde resulta claro su “alquímico” interés. Un par de ellas fueron para expedirle una libra de mercurio, donde además le promete averiguar el modo de manipularlo a fin de que resulte efectivo, gracias a su contacto con el médico De Santi, experto en cuanto a la piedra filosofal.
Las malas lenguas sostienen que la cantidad de mercurio requerida por Marigliani en realidad era para tratar la sífilis del duque Ferdinando I, quien falleciera en octubre de 1626, y su hermano Vincenzo II que posteriormente moriría en la Navidad de 1627. Es bien conocido que los compuestos mercuriales eran muy utilizados en el tratamiento de enfermedades venéreas.
Independientemente de la Alquimia, la Serenísima tenía plena conciencia que Monteverdi era uno de los mejores dramaturgos musicales de aquel tiempo. Conforme a la estima que le profesaban no sólo le aseguraron una tranquilidad económica, sino que también le permitieron manejarse según su imaginario creativo.
En ese ambiente tan propicio, los años al servicio de San Marcos fueron más que fructíferos. Además de reorganizar el armado musical y elevarlo a estándares excelsos, compuso gran cantidad de piezas, tanto sacras como seculares. La mayor parte de la religiosa se publicó en Selva morale e spirituale (1640), sumado a otras obras inéditas que aparecieron póstumamente en 1650.
En cuanto a la contraparte secular se incluyen obras de cámara como los libros de madrigales sexto, séptimo y octavo (1614, 1619, 1638) y el segundo conjunto de Scherzi musicali (1632); mientras que el género dramático comprende, tres Ballets, música incidental, un intermezzo, una cantata dramática (1624) y sus últimas óperas.
Sin llegar a revestir la categoría de los disgustos mantuanos, atravesó dos episodios que igualmente lo sumieron en una gran consternación. Por un lado, el encarcelamiento en 1627 de su hijo Massimiliano estudiante de medicina en Boloña, lector de libros prohibidos por la Inquisición; quien fuera absuelto luego de varios meses, gracias a los buenos oficios de su padre.
Más preocupante aun, fue la plaga de 1630 a raíz de la cual Monteverdi decide tomar los hábitos, siendo admitido a la tonsura en 1631 y un año después ordenado diácono. La peste había arribado desde Mantua y durante un período de 16 meses causó más de 45.000 muertes (un tercio de la población aproximadamente), con consecuencias nefastas sobre la economía y vida artística de la ciudad. Entre las víctimas se hallaba el mismísimo Alessandro Grandi y aparentemente su querido hermano Giulio Cesare.
La recuperación tomó menos de lo imaginado, y en 1637, cuando todo hacía pensar que su carrera musical tenía un final cierto, Venecia inaugura las primeras casas de ópera; una circunstancia donde un compositor con experiencia en el género era más que bienvenido. Para un Monteverdi, evolucionado, preocupado por la expresión de las emociones humanas y la creación de personajes más terrenales, el asunto le venía de perillas. No sólo L’Arianna volvió a cobrar bríos, sino que una seguidilla de nuevas óperas fue compuesta en los años venideros.
Cual magna tragedia en la historia de la música, sólo dos han sobrevivido, “Il ritorno d'Ulisse in patria”, escrita para la temporada de carnaval de 1639-1640; hoy considerada como una de las primeras óperas modernas. Y por supuesto "L'incoronazione di Poppea", compuesta para el carnaval de 1643, donde los hechos históricos se adueñan del argumento.
La música ahora es sentimiento y Monteverdi se vale de todos los medios disponibles para la época, arias, duetos, conjuntos, y melodías memorables, en una civilizada convivencia con el recitativo más renacentista. Algo que el barroco posterior tendría menos en cuenta, y recién será retomado por Gluck, en su otro Orfeo de 1762.
Desde lo meramente hipotético, el destino de Monteverdi sin la incursión de la Serenísima probablemente habría sido mucho más incierto. Si bien Mantua significó un crecimiento sustancial, su estancia allí lo sumió en un deterioro físico y espiritual a punto de ansiar alejarse para desentenderse de los antojos del Supremo Signore. Sea por cuestiones simplemente fortuitas, o como otros podrían apuntar a que las moiras y las musas no iban a tolerar tamaña tropelía, el hombre adecuado se topó con un ámbito que le calzaba muy bien.
Con los claroscuros de cada tiempo y lugar, es claro que en el entorno Veneciano las intenciones iban seguidas de acciones mucho más concretas. Mecenas con mayúsculas que seguramente concebían a la cultura como un fin per se y merecedora de todo el apoyo. Lejos de una mirada totalizadora, este sustento de las artes, tan presente a lo largo de la historia, vuelve cuanto menos más vivible a la existencia puesto que en definitiva su objeto no es otro que la persona en sí.
En un tiempo signado por grandes desarrollos tecnológicos, vemos cómo ese arquetipo aparece considerablemente desplazado por un estándar que algunos han dado en llamar “productura” en el cual la “quantitas phrenia” hace gala de bien supremo. La tensión entre ser y tener no es de ahora, pero el neto predominio de lo segundo sobre lo primero pareciera que sí.
Claudio Monteverdi murió el 29 de noviembre de 1643, a la edad de 76 años, debido a una “febbre maligna” de corta duración. Fue enterrado en Santa María Gloriosa dei Frari de aquella Venecia casi providencial. Su música marcó un camino, reivindicó el protagonismo de la voz humana, y ha embellecido las horas de tantísimas generaciones…Como a él seguramente le habría complacido, GRATIAS AGIMUS TIBI.
[1] Extracto del prólogo de “I pagliacci” de Ruggero Leoncavallo: “Y ustedes, antes que nuestros pobres trajes de actores, nuestras almas, consideren, pues, que somos hombres de carne y hueso, y que en este huérfano mundo al igual que ustedes expiramos aire”
[2]Durante la boda se cantó El Rapto de Europa, un madrigal de Giovanni Gastoldi a cargo de Madama Europa, que hizo las delicias de los oyentes. La intérprete en realidad era Europa Rossi una cantante de origen judío. Al igual que su hermano Salomone Rossi violinista y compositor, ambos trabajaban en la corte de Mantua; lo cual habla a favor de la tolerancia religiosa del ducado.
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