Había pasado más de un año. Esperaba de una u otra manera los síntomas del síndrome del aniversario. Se había cumplido exactamente un año desde aquel 18 de Junio en el que saqué muerta a Valeria de su estudio, en plena Avenida principal de Rio Ceballos. Valeria, que era arquitecta. Desde hace tiempo vengo tratando de tapar esta historia cada vez que me preguntan por el caso. Me hago como el que no me acuerdo bien y cuando alguien me comenta algo, trato de ningunearlo diciendo “ah sí, el de la arquitecta”.
Hace menos de tres semanas todos mis amigos, los cuales sabían que había participado en el hecho, me mandaron felices la noticia por medio de capturas de pantallas o link´s de diarios: “Perpetua para el asesino de la arquitecta de Rio Ceballos”. Si alguno me lo comentaba a la cara, yo miraba para el piso, y decía:
- Ah sí, la arquitecta de Rio Ceballos. Me dijeron que terminó bien el caso -fingiendo una pseudomodestia-
Reconozco que se me inflaba el pecho cada vez que me atribuían los méritos. Con el paso de los días, cada vez que repito ese “terminó bien el caso”, me replanteo el concepto de “bien”. Es decir, “bien” ¿para quién?.
Cada puta vez que lo repito, me imagino a ese padre, sentado en el sillón de su living, con las persianas cerradas, el televisor prendido en silencio y las luces apagadas. Me imagino a ese padre, que cada vez que prende la cocina para calentar agua, sabe desde el momento en que agarre el fósforo, que no va a ser necesario apartar la pava del fuego por un rato, haciendo tiempo a que llegue su hija. No va a poder cebarle dos o tres matecitos antes de que comience a trabajar. Tanto él como ella, fingían que ese encuentro era casual. Él fingiendo que justo se estaba por ir, y ella fingiendo que llegaba tarde para atender a sus clientes. Charlaban dos o tres cosas con palabras, y se decían gracias con las miradas. Ahí sí, después de ese ritual, cada uno arrancaba su día. Ahora ya no lo va a poder hacer más; sus días no van a volver a arrancar. Van a quedar detenidos en ese sábado, de hace un año atrás.
De casualidad, el 18 de Junio de este año, también volví a estar de guardia. Todo el día pensando en el caso, en las cosas, en el padre, en ella, en Rio Ceballos.
Estuve atento y con la incertidumbre de si me iba a venir alguna sensación extraña o no. Es que ese hecho en particular, me había conmovido más de lo que me hubiese imaginado. Quizás por la empatía profesional, porque el victimario la había violado y matado (o matado y luego violado, no lo sé) en su propio estudio. Quizás porque extrapolé la tragedia y mi cerebro predictivo comenzó a hipotetizar que la víctima podría haber sido alguien de mi entorno. Quizás porque había seguido la noticia por los medios locales al principio y nacionales después.
Era un femicidio. Noticia de moda. Pero más allá de la moda, me conmovió desde el momento cero. Desde ver a ese padre, su padre, llorando solito en la vereda. Solo, rodeado de gente pero completamente solo. Más allá del oxímoron, realmente aquella imagen que me sigue despertando de vez en cuando, fue la representación más cabal de la soledad percibida. Estar rodeado de gente y sentirse completamente solo, creo que es peor que estar literalmente solo.
Su compañía y compañera desde que había enviudado, era su hija, a la cual yo acaba de colocar en la parte posterior de la ambulancia (o “morguera”, como le decimos habitualmente), envuelta en una bolsa negra como si fuese una crisálida. Lamentablemente la metamorfosis sería inversa. No se convertiría en mariposa, sino en gusanos.
Entonces, cuando mi cabeza había tratado de despagarse de todo, un año después del hecho, los medios reflotan la noticia. Debaten en los programas sobre la condena. Discuten los abogados, opinan los panelistas. El conflicto central se basa en si fue primero la muerte o la violación. Si fueran matemáticos sabrían que el orden de los factores no altera al producto, es decir, Valeria muerta. Si fueran su padre, sabrían que ese detalle jurídico era irrelevante, porque a fin de cuentas ella murió. La mataron.
Pasó el 18 y a mi no me sucedió nada de lo que esperaba. Me relajé. Terminé la guardia indemne y volví a casa con cierta tranquilidad. Pero me pasó lo que a un boxeador le ocurre cuando se confía. Baja la defensa y se come una flor trompada en medio de la nariz, que lo deja desparramado en la lona. Creí que si el día del aniversario había zafado, el problema ya se postergaba por lo menos hasta el próximo año. Bajé la defensa y me comí el piñazo.
Hace una semana, mientras volvía de pasar un día en el Lago de Potrero de Garay, regresé contento por haber relajado mi cabeza después de más de cinco meses sin parar.
Mientras manejaba de regreso a Córdoba, con el respaldar reclinado más de lo habitual, los vidrios de la camioneta bajos, el sol y el viento pegándome en los pómulos, y percibiendo un olor primaveral en el aire como a tierra húmeda y pasto recién cortado.
De forma inesperada y por distracción, tomé la rotonda de ingreso a Rio Ceballos y encaré por plena Avenida principal. De la misma forma en que el olor a tostadas y mate cocido me transportaba de manera inmediata a la cocina de mi abuela, esté en donde esté; al ver la parrilla que se encontraba unos metros antes del estudio, me transporté inmediatamente al momento exacto en el que ese “alguien” de campera gris a rayas tiraba al suelo a Valeria. Ese “alguien” que ahora ya tenía rostro, mirada, familia, historia, contexto. Me vi otra vez parado junto al cadáver, observándolo y pidiéndole disculpas porque no podía hacer absolutamente nada.
Cuando caí en la cuenta que iba a pasar justo en frente del estudio, frené. Aún sigo sin explicarme por qué. Frené. Me miré al espejo retrovisor del parabrisas. Las caras y los gestos no mienten. Yo había aprendido de pendejo eso de mirar las cosas un poquito de lejos y darme cuenta al instante de todo. Lo había aprendido al ver las miradas de mis padres previo a los maltratos entre ellos. Esas miradas no eran la mismas si el maltrato iba dirigido a mi hermano o a mí. Había pequeños gestos sutiles en las comisuras de los ojos, en las alas de la nariz, en los músculos chiquitos de los labios que dejaban ver la intención de fondo, que momentos después pasaban a ser de superficie.
Supe al instante, por los gestos que me devolvía el espejo, que lo que acaba de pasar era necesario. Me bajé y cerré la puerta. No sé por qué, inmediatamente puse las manos en los bolsillos y con paso lento me acerqué al ventanal del estudio que daba a la calle. Las paredes seguían pintadas de gris, pero el ploteo de los vidrios estaba todo despegado, roto, sucio, caído, descolorido. Una persiana tipo reja romboidal blanca cubría todo el ventanal, y atado solo de la parte superior con unos alambres de cobre medio oxidados, flameaba erráticamente un cartel de plástico que decía “SE ALQUILA”. El cartel dejaba ver por la palidez de los colores de sus letras, que había sido azotado por el sol, por la lluvia, por el paso del tiempo.
Miré a la derecha y ya habían prendido el fuego en la parrilla que se encontraba unos metros antes. Saqué mi mano izquierda del bolsillo y miré el reloj. Tengo la costumbre de usarlo de ese lado. Eran las 18:30 hs. El mismo horario en el que por primera vez, hacía más de un año había estado ahí. Me di vuelta y observé la calle. Los autos transitaban con total normalidad y mi camioneta había pasado a formar parte del paisaje transitorio de ese momento. Cuando volteé otra vez hacia el ventanal, el reflejo del vidrio mostraba mis piernas, abdomen y brazos. El cartel de “SE ALQUILA” no permitía que se refleje el rostro. Tendría que haber captado la señal, pero no lo hice. Lo supe. Al igual que un niño que mira una película de terror y se asusta, pero no puede ni quiere dejar de verla, me corrí dos pasos a la derecha y me acerqué.
Como si me sostuviera de las cuerdas de un paracaídas, me agarré a la persiana. Ahora sí, el vidrio me devolvía el reflejo de mi cara, mi rostro, mi mirada. Ahora sí, me estaba viendo literalmente dentro del estudio. Era como una alucinación visual, yo parado en la vereda y mi reflejo dentro del estudio. La misma sensación que tenía cada vez que miraba alguna obra o texto de Leonardo Da Vinci. Todo escrito al revés, como para leer por el reflejo de un espejo. Siempre me había dado la sensación de que Leonardo trató de hacer que nos metiéramos entre las finas láminas de las hojas y veamos sus escritos desde el interior del papel, como si fuéramos parte del papel. Mirando mi reflejo en el ventanal, tuve la misma sensación.
Me miré fijo a los ojos. Me sostuve la mirada sin parpadear. La imagen no era nítida del todo, pero a esa altura no sabía si era por la suciedad del vidrio o por mis lágrimas incipientes. Seguí sosteniéndome la mirada y de a poco solté las rejas, mis cuerdas de paracaídas, y me dejé caer. Unos pasos más atrás, y sin bajarme la mirada, la imagen del reflejo me puso las cosas en su lugar. Tuve un jamais vu¸ que me permitió abstraerme de todo y darme cuenta que en verdad estaba fuera del estudio, libre, sin violencia. Estaba renaciendo, pero desenfocado.
Sin embargo, una parte mía se había quedado dentro de ese lugar el día que me llevé a Valeria para siempre. Una parte mía, cada vez que pase por esa vereda y mire, ya sea en persona o con el pensamiento, va estar ahí adentro esperando devolverme la mirada. Esperando que yo mismo me interprete los gestos y entienda que el dolor sigue ahí, que el caso no termino “bien”. Ese reflejo va a cachetearme cada vez que mi ego quiera emerger y la imagen del padre mirando la pava en la cocina me recuerde que a pesar de la condena de reclusión perpetua, el caso no termino bien, para nadie.-
El autor |
Especialista en Medicina legal (UNC) |