“No tengo nada que perder, salvo la oscuridad” Bob Dylan
No es verdad que la ciencia sea desapasionada y distante. Es estúpido y mentiroso permitir que una idea como ésa se propague hasta establecerse en el sentido común. Sólo el desconocimiento y el prejuicio han sido capaces de privar a muchas de las personas más sensibles del privilegio de acceder a un saber extraordinario. Sobran las razones para que el abismo entre ciencia y humanidades se haya establecido alguna vez. Pero ninguna de ellas puede sostenerse hoy a menos que la ignorancia se considere un valor y la ceguera epistemológica una virtud.
La inteligencia no es patrimonio de una disciplina ni la sensibilidad estética de otras. Es necesario romper el mito de la inaccesibilidad de la ciencia, el de su aridez y desencanto. Las formas de la belleza son múltiples aunque la estupidez casi siempre viste los mismos trajes. No es menos complejo el Ulises de Joyce que la teoría de las cuerdas. Incluso es posible que suceda lo contrario. Pero tampoco uno es menos bello que la otra ni demanda menor preparación. La educación no es sólo un repertorio de informaciones sino el valor que a ellas se les asigna y el modo con que se las asocia a la idea de sacrificio o de recompensa. Hay un placer intenso y único que es posible obtener del conocimiento científico. Una dimensión estética y una profundidad filosófica que ronda el núcleo mismo de lo que somos.
Las preguntas más inquietantes, las metáforas más creativas, las descripciones más fantásticas también habitan las páginas de los tratados y el áspero corazón de los papers. Sólo se requiere de una adecuada preparación, del esfuerzo indispensable para acceder a una de las formas más sublimes del placer intelectual. La misma educación sensible que nos abre las puertas de Jackson Pollok o los laberintos de la memoria de Marcel Proust. Ni menos trabajo, ni menos satisfacción. Sólo la persistencia de un mito que se ha quedado sin fundamento y el empecinamiento de un modelo de intelectual que construye su identidad sobre el eje de una actitud anticientífica permiten no advertirlo. La ciencia requiere de las críticas de tanta gente inteligente que hoy pasa su vida entera sin enterarse de qué se trata.
Desde ciertas corrientes de pensamiento que –en países como los nuestros- aún ejercen un trasnochado monopolio de la palabra en lo relativo a la cultura proliferan artículos que alertan acerca de la visión reduccionista de la ciencia. Creo que muchas veces eso es cierto y que amerita las críticas que rectifiquen esa desviación. Pero, lamentablemente, la mayoría de las veces quienes la ejercen lo hacen basados en la trivialización de la información científica que a menudo publica la prensa. Leen los diarios y no los trabajos originales. Extraen conclusiones acerca de lo que suponen que allí se dice pero no sobre lo que en verdad esas investigaciones afirman. Hacen comentarios de comentarios. Una forma bastarda del ejercicio intelectual que ellos mismos se encargan de descalificar cuando se aplica a sus propios dominios disciplinares. No consideran necesario comprender aquello que critican ni estudiar para que ello resulte posible. Hablan desde sus propios prejuicios, desde la sensación de amenaza a sus propias identidades profesionales que no se animan a confesarse. Temen más de lo que critican. Defienden una absurda posición social que les ha garantizado la impunidad de la palabra. Cada vez que escriben con el propósito de proteger el modelo que representan no hacen más que precipitar su propia caída. Aplican lo que Terry Eagleton denomina la “verdad como coherencia”: “Algunos relativistas culturales no son pragmatistas sino partidarios de la verdad como coherencia: una creencia, dicen, es verdadera sólo si resulta coherente con el resto de nuestras creencias”.
El gran epistemólogo argentino Juan Samaja decía: “Cuando uno sabe algo, se encuentra sometido a ese saber. Los objetos se asimilan según los esquemas básicos de una subcultura”. Pero también nos advertía que sólo la humildad nos preserva de la omnipotencia. Que la representación vulgar de la ciencia le atribuya rasgos que ésta no tiene puede comprenderse. Pero que quienes se animan a emitir opiniones públicas sobre ella las reproduzcan sin examinarlas es un gesto bárbaro y un acto de intolerable ligereza. No es acusando a sus propios fantasmas –y no a los científicos reales- que responderán a lo que todos esperamos de ellos.
¿De qué ciencia hablan? ¿De la que los investigadores hacen a diario en sus laboratorios o de la imagen prejuiciosa que construyen quienes nunca se tomaron el trabajo de averiguar de qué se trata?
Abrir una puerta, cruzar un puente:
“Todo conocimiento debe no sólo extender su propia sombra, sino -además- ofrecer la posibilidad de saltar sobre ella”. Odo Marquard.
Cada día se publica en el mundo algún libro en el que un científico atraviesa las fronteras de su propio saber y se interna en la filosofía, la literatura, la historia en busca del sentido profundo de lo que hace. No se trata sólo de uno pocos excéntricos que sienten una súbita necesidad de hablar de cosas que se encuentran por fuera de sus campos específicos. También es evidente que millones de personas están dispuestas a escucharlos y que algo reclama ser dicho. Entonces, alguien tendrá que decirlo, porque éste es el momento oportuno, porque ya no puede silenciarse. Porque el fabuloso mundo de ideas al que la ciencia nos ha llevado necesita ser contado, ser pensado y reelaborado con herramientas que la ciencia misma no provee. Ellos han comprobado los límites de lo que saben y se animan a cruzar los puentes.
Un intelectual italiano con una larga trayectoria académica y una dramática historia personal, Paolo Virno afirma: “En mi opinión, los movimientos deberían mostrar una cauta simpatía por las tecnociencias. Cauta, obviamente, porque están sobrecargadas de intereses capitalistas. Pero simpatía, porque muestran –aunque sea, incluso, de una forma a menudo detestable- la posibilidad de recomponer la antigua fractura entre ciencias del espíritu y ciencias naturales”
El “culturalismo” extremo es una reacción desmedida e incomprensible en nuestros días. Admito que pudo estar justificada en otros momentos de la historia, pero no hoy. Las transformaciones que la ciencia y la técnica imprimen a la propia naturaleza humana, a las condiciones de existencia de los hombres, a los modos de nacer y de morir, son de tal envergadura que no es posible darse el lujo de desperdiciar la oportunidad de que quienes disponen de los recursos cognitivos para pensar sobre ellas no lo hagan. Los científicos se formulan preguntas acerca de lo que somos y ya no sólo sobre lo que podemos hacer. La ciencia reclama –y de un modo imperativo- que los pensadores más calificados: filósofos, antropólogos, sociólogos y tantos otros hagan de ella un objeto privilegiado de reflexión sistemática. Pero, claro, para que esto resulte posible deberán desprenderse de sus prejuicios y esforzarse por entender de qué hablan. La ciencia es ideología, es proyecto social, es utopía. Detrás de sus hechos asombrosos y sus transformaciones radicales hay un universo de ideas y una narración colectiva que la sustenta.
Las disciplinas son superficies porosas, inestables y con límites inciertos. Concebirlas como fronteras infranqueables y no como puntos de contacto, como campos rigurosamente demarcados y no como redes de saber, impide dar cuenta de la complejidad de lo real. No es oponiendo cosas que están unidas: naturaleza a cultura, mente a cuerpo, biología a biografía, hechos a significados que avanzaremos juntos y en la misma dirección. Hay dualismos que ya no es posible sostener. Mundos binarios y oposiciones estériles que se desvanecen ante nuestros ojos a menos que decidamos mantenerlos cerrados. Convivimos con los infinitos rostros de la verdad. El intelectual de nuestros días debería ser un anfibio capaz de sobrevivir en ambientes muy diversos. Ya no es posible pensar el mundo sin las descripciones densas de la ciencia ni encontrar un sentido a la experiencia de vivir sin la sensibilidad y los valores de las humanidades. Hay puentes ineludibles que comienzan a trazarse. Alguien debería tener el valor de atravesarlos.
En una entrevista reciente publicada en el suplemento ADN del diario La Nación, el escritor inglés Ian McEwan afirma -Bueno, desde mi adolescencia leí muchos libros científicos y a los 16 años tuve que elegir entre estudiar ciencias o humanidades, lo que fue una disyuntiva difícil para mí. Sigo pensando que tomé la opción correcta, pero cuando tenía 20 años me preocupaba el hecho de que le faltara una parte esencial a mi educación. Entonces leí periódicamente libros dirigidos al lector común sobre física. Y estos últimos años, sobre biología y las teorías de Darwin, psicología cognitiva, neurociencias ahora que la ciencia ha expandido sus dominios para abordar asuntos como las emociones, la conciencia, las motivaciones, que son de interés para un novelista. No creo que racionalidad sea lo mismo que frialdad. A medida que voy envejeciendo, creo que una de las más grandes virtudes humanas es la bondad, la calidez. Pero objetividad no es frialdad. La frialdad se relaciona con hostilidad y distanciamiento.
Existe la necesidad de que lo que la ciencia hace, lo que piensa y las categorías con las que hoy construye sus descripciones sean contadas. Según Jeremy Bentham “de lo real no se puede dar ninguna explicación clara sin ayuda de la ficción”. Es el poder ficcional del lenguaje lo que constituye una idea. Ya comienzan a producirse encuentros que superan el encierro disciplinar. Ejemplos de calidad aún desigual pero que muestran lo que se está gestando en el poderoso cerebro colectivo de una época. Se escucha el habla todavía balbuceante de un lenguaje que no existe pero que quiere hacerse oír. Porque hay algo que muchos vemos y que de ninguna otra manera podríamos nombrar.
D.F.
*Imagen Jackson Pollock