Hay escasos momentos en la vida de las personas en los que se define con claridad lo que desde entonces dejará de ser y lo que será. Graduarse en la carrera de Medicina es uno de ellos. Se deja de ser “un estudiante avanzado” para convertirse en un “médico inexperto”. El paso del tiempo –para quienes ya casi olvidamos aquél instante- reconfigura los recuerdos a la medida de lo que ahora suponemos ser. Ya se sabe, la memoria es pura creación. Un recuerdo es más un relato vivo y en permanente transformación que un testigo inerte. Así son las cosas, la memoria también es un producto de la imaginación.
Pero, ¿qué sentirán los jóvenes que hoy ingresan a la profesión? ¿quién les dará la bienvenida? ¿quién les abrirá las puertas?.
Cuando un colectivo profesional funciona de espaldas a quienes llegan a él corre el riesgo de que los novatos se encuentren sin historia, sin un pasado encarnado en otras personas que los encadene a los fundamentos que lo sostienen. Sin modelos a imitar, sin una mano que los acompañe y los introduzca en ese mundo nuevo, el ingreso a la Medicina como ejercicio y como práctica puede resultar una experiencia desoladora.
Cuando todo objetivo está referido a uno mismo, cuando no hay más horizonte que el espejo ni más deseo que el de satisfacerse, no es posible entregar lo que hemos recibido a quienes nos sucederán. Enseñar es el acto más generoso de cuantos puedan cometerse. Es dar lo que se posee para acortar las diferencias con el otro. Es entregarse hasta que uno mismo resulte innecesario o superado por quien recibe. Esa es la medida del éxito, la completa disolución de la necesidad del maestro.
Es posible que mientras se ejerce un culto vulgar a la novedad sin importar lo que ésta es y se relega a los viejos sin que importe lo que aún son, nos condenemos al ejercicio automático de una tarea sin pasado y, lo que es peor aún, sin futuro. Nuestros mayores en la Medicina transportan en su memoria y en sus cuerpos unos saberes tan inexpresables que raramente logran ingresar a los libros. Ellos saben lo que los papers no pueden nombrar y perciben lo que la pedantería o el exhibicionismo esconden. Es por ello, por su inexplicable habilidad para desnudar las máscaras, que los viejos son temibles. Desecharlos, esconderlos en instituciones sin contacto con las nuevas generaciones, homenajearlos mediante el ostracismo y la reclusión es una estrategia que facilita la supervivencia de los impostores pero compromete la de toda una profesión.
Hay un conocimiento experiencial que debe ser transmitido. Una historia personal que debe guiar a quienes llegan para ayudarlos a construir la suya propia. Nadie tiene derecho a privar a los más jóvenes del contacto con quienes los antecedieron ni a ellos de sentir que lo que tienen aún es útil, es deseable, es valorado. Lo malo de la vejez no es que los viejos necesiten de los demás, lo terrible es que ya nadie necesite de ellos. Enceguecidos por el presente, seducidos por el incierto futuro, ya casi nadie tiene tiempo para mirar atrás.
¿Quién está dispuesto a recibir a los jóvenes colegas? ¿Qué verán ellos en nosotros?
Mientras los relatos que fundan una profesión estallan en multitud de discursos fragmentarios e inconexos y el “mercado” se establece como el nuevo gran relato que todo lo explica y todo lo puede. Mientras nadie les cuente las historias que los precedieron, ¿quién les dará a los más jóvenes los elementos con los que constituir su propia identidad? ¿Quién les dirá cuáles son las auténticas fuentes de la recompensa y de la felicidad para quienes ejercemos esta profesión? ¿En qué mentiras creerán si nadie les cuenta la verdad? ¿Quién les dirá –y resultará creíble- cuáles son las cosas que no tienen precio cuando todo parece tenerlo?
Ninguna persona puede construirse a sí misma como sujeto solidario y preocupado por el bienestar y la felicidad del otro cuando ingresa a un mundo en el que nadie se ocupa más que de la propia. Es ingenuo suponer que los jóvenes aprenden de los libros, ellos aprenden de nosotros. Nos miran despiadadamente y sin prejuicios. Entonces, deciden a quién parecerse. Eso, tan sólo eso es un ejemplo. Un espejo que nos devuelve la imagen, ya no de lo que somos, sino de lo que queremos ser. El egocentrismo neurótico no despierta el deseo de nadie. Más bien produce lo contrario. Un rechazo saludable y la espantosa sensación de que se está solo, brutalmente solo, y que todo debe ser fundado nuevamente.
¿Alguien se ha detenido unos minutos para preguntarles a los estudiantes de los últimos años qué necesitan? ¿qué quieren saber? ¿a qué le temen? ¿qué decisiones deben tomar y no saben cómo hacerlo? ¿cuáles son sus sueños? ¿qué están dispuestos a hacer para lograrlos?
Los estudiantes a punto de finalizar su carrera viven momentos de decisiones intensas, incluso cuando algunos no lo perciban. No los define todo lo que ignoran sino la potencia enorme de lo que pueden aprender. No es cierto el prejuicio arrogante que los ve insustanciales y desapasionados. Son el producto de un esfuerzo enorme en condiciones a menudo adversas para ellos y sus familias. Son tan lúcidos y perceptivos que se protegen de nosotros. De esa sensación de eterna insatisfacción y del lamento constante. Del reclamo, justo pero insuficiente, que exige recompensas que merece pero jamás recibe mientras ignora los privilegios y los premios que esta profesión regala a cada momento pero a los que nos hemos hecho ciegos. Lo lamento, ellos no quieren ser nosotros. Y les sobran motivos para ello. Es una verdad incómoda y no me hará ganar amigos. Pero no es justo para con ellos que nadie les diga que pese a la indignidad y la humillación, el ejercicio diario de la Medicina es un privilegio que se han ganado. Que mientras reclaman lo que es justo y que no tendrán, como no tenemos nosotros, se les abrirá de pronto un escenario de emociones compartidas, de contacto profundo con sus semejantes y conocerán la felicidad inexpresable del agradecimiento y la satisfacción de hacer lo que eligieron hacer.
Las retribuciones son un asunto de justicia. Pero si el dinero, la más idiota de ellas, se transforma en la única forma posible de recompensa, entonces habremos permitido que definan el propósito de nuestras vidas los menos inteligentes, los más miserables. Los estudiantes lo saben, y nosotros damos la impresión de haberlo olvidado.
Propongo una pausa en el vértigo de moléculas y algoritmos. Un espacio robado a la burocracia de la información para entregarla al territorio de las emociones y la perplejidad que momentos como la graduación inminente producen en las personas.
Propongo abrir una alternativa para el diálogo sin agenda y sin programa entre jóvenes y viejos. Un refugio de silencio para escuchar lo que los estudiantes tienen para decirnos y nuestros maestros para entregarnos.
Los jóvenes que llegan a la Medicina tienen el derecho a la bienvenida y a sentirse poseedores de un pasado. Si nadie les abre la puerta, si no encuentran un modelo a imitar, no sólo los estaremos privando de algo que genuinamente se han ganado, nos estaremos condenando a recibir lo mismo que hoy a ellos les negamos.
Los invito a todos, estudiantes y graduados, a dejar comentarios que nos permitan conocer lo que quisieran recibir y lo que estamos dispuestos a dar. En todo caso, en nombre del viejo sueño que nos llevó a recorrer el mismo camino que ustedes hoy transitan, les doy la bienvenida.
Daniel Flichtentrei
"La sabiduría suprema es tener sueños lo bastante grandes como para no perderlos de vista mientras se persiguen" William Faulkner