Drama y vértigo en el shock room | 21 JUN 24

Con R de Rojo Trauma

En todo momento de nuestra vida estamos tomando decisiones
Autor/a: Dr. Guillermo Barillaro 

Dedicado a todos aquellos, pacientes y personal de salud, que atravesaron ese lunes lejano de trauma, decisiones y fuego. En todo momento de nuestra vida estamos tomando decisiones.               

Siempre me pareció que levantarse temprano era una buena forma de aprovechar la mañana y el día.  Comenzar antes del amanecer y en medio del silencio con la rutina de una lectura pendiente y acompañar ese ritual con unos mates daba una cierta sensación de seguridad, de preparativo minucioso, antes de cualquier jornada de curso incierto como solían ser los días de un cirujano de urgencias. Se sabía cómo comenzaba el día, pero no como terminaría, y estar preparado mentalmente para cualquier incidente demostraría ser, con el paso del tiempo, una actitud que protegía a nuestros pacientes y a nosotros mismos.   

Luego, el hecho de llegar temprano al Hospital Municipal, el HMR, era otro hábito que también otorgaba la tranquilidad de poder controlar de antemano muchos detalles de la asistencia quirúrgica, de manera que nada nos tomara desprevenidos. De ese modo, minutos después, estaba en los vestuarios de los quirófanos del tercer piso cambiándome con la ropa de operaciones, antes de que llegara el paciente de la primera de las tres cirugías programadas para esa mañana.  

Pero no alcancé a ingresar en el área de las salas quirúrgicas. Cuando ya tenía el ambo puesto, irrumpió en el vestuario Oscar M., el jefe del servicio de emergencias, quien anunció sin soltar el picaporte de la puerta de los vestuarios: 

—Vamos a parar el plan quirúrgico programado… Llamaron recién avisando de un choque vehicular múltiple en la ruta. Bajemos a la guardia. 

Un Código Rojo. 

Pero además un desafío doble, por ser un Código Rojo múltiple. 

Decidir que hacerles a varios traumatizados graves, pero antes de eso decidir a quién atender primero, en base a su gravedad y a su posibilidad de supervivencia. 

Oscar era un cirujano experimentado, y también expeditivo y drástico para tomar decisiones en los momentos críticos. Descendí los tres pisos por detrás de él en las escaleras y noté que mientras lo hacía me sentía cada vez más liviano. Algo que me tornaba más fuerte estaba sucediendo en ese momento, y me sorprendía una vez más cómo nuestra jornada laboral podía dar un giro completo de un momento para otro. 

Al entrar en la sala de guardia vi el habitual movimiento de esas circunstancias. Habían despejado toda el área, transfiriendo los pacientes que estaban allí a los consultorios externos, y los enfermeros preparaban todo lo necesario para asistir a un incidente con víctimas múltiples. Como siempre, el entusiasmo y la preparación del excelente plantel de enfermería del HMR alentaba a todos a trabajar en comunión. El día lunes y el horario en que todo eso estaba sucediendo también era algo a favor, dada la gran disponibilidad de médicos y del plantel completo del servicio de cirugía. Entonces entendí porque me sentía más fuerte a la hora de decidir y de hacer, con el aval de una urgencia ineludible y con la necesidad vital de un trabajo en equipo que se avecinaba. 

Sin embargo, también pensé que podría tratarse de demasiado personal actuando a la vez y que eso podría entorpecer el manejo más dinámico de los traumatizados. Oscar pensó en lo mismo, y de inmediato dijo: 

—Vamos a organizar cuatro equipos de Trauma. Los cirujanos van a ser los líderes —y designó en ese rol a Diego R., a Fernando P. y a mí, mientras él también ocupó ese puesto en un cuarto equipo. 

Los equipos de Trauma estaban constituidos en el HMR por cuatro integrantes: un líder, que era uno de los cirujanos, otro médico y dos enfermeros. Cada equipo tenía como objetivo asistir a un paciente y realizar en el mismo la revisión en base a las normativas del curso ATLS, una de las sistemáticas del manejo inicial del traumatizado más difundidas en todo el mundo. Dado que en ese momento había suficiente personal y recursos para asistir a varios traumatizados de modo simultáneo, iba a correr con ventaja el proceso del llamado triage, que definiría en qué orden atender a los pacientes en base a sus prioridades. Pero también sabíamos que nunca se debía subestimar al Trauma, y menos aún al Trauma que nos traía varios lesionados al mismo tiempo. 

Llegaron tres ambulancias, el sonido ambiental se incrementó y todo empezó a moverse en cámara rápida. Dos camillas entraron juntas, casi colisionando entre sí como autos chocadores. Una de ellas traía a un muchacho corpulento, quien se encontraba lúcido e intentaba tranquilizar a todos afirmando: 

—Estoy bien, yo estoy bien… 

Lucía una amputación traumática en la mitad del muslo izquierdo, y ese muñón sin sangrado parecía un florero del cual salían unos yuyos verdes, los cuales se habían incrustado en esos tejidos. Los paramédicos le habían colocado una vía venosa para darle morfina y un torniquete ancho cerca de la raíz de ese muslo.  Respiraba bien y parecía no tener nada más. Lo traía Esteban, uno de los paramédicos, quien al ingresar exclamó: 

—Moto… ¡Muslo con torniquete desde hace veinte minutos, resto bien! 

La otra camilla traía a una chica alta y delgada, muy rubia y pálida, con el rostro contraído por evidente dolor. Con ella venía Andrés, otro paramédico:  

—Auto con cinturón… ¡Satura 90, sistólica de 80! 

Nuestros paramédicos eran grandes aliados para nosotros. En pocos segundos, con esos telegramas escuetos que ellos nos enviaban y con la visión veloz de ambos pacientes, ya teníamos información para empezar a decidir. Yo estaba en el centro del corredor que llevaba a la sala de shock y cuando las dos camillas se detuvieron a mis pies, me puse delante de la camilla del muchacho y le dije a Andrés: 

—¡La chica al shock room

Andrés siguió de largo y Diego tomó el comando del manejo del motociclista, a quien desvió hacia uno de los boxes laterales. La guardia lucía extraña con tantos médicos y enfermeros junto a pocos pacientes, teniendo en cuenta lo que era habitual. Eso daba confianza para actuar, pero no debíamos olvidar que solo teníamos dos camas con respiradores mecánicos en la sala de shock. Debíamos elegir a través de un triage cuidadoso a quién poner allí y una de esas camas ya estaba ocupada por la chica. 

Allí fui. La paciente se quejaba con mucho dolor ante las manipulaciones y estaba claramente en estado de shock. La dejaron en la tabla de transporte y con el collar cervical colocado, pero le cortaron todas las ropas por delante, las cuales empezaron a caer hacia los costados en varias capas.  Tenía las dos marcas rojas del cinturón de seguridad y una de ellas, la marca abdominal transversal, se hallaba a la altura del ombligo. 

—¡Satura 85, 70 de sistólica! —disparó uno de los enfermeros de la sala de shock.  

La chica dejó de responder ante los estímulos y se veía más pálida que nunca. Le quité el collar cervical y palpé aire bajo su piel. Tomé el estetoscopio y noté que no entraba aire en su pulmón izquierdo. 

—¡Dame un catéter 14 con una jeringa! —le pedí a uno de los enfermeros. 

Clavé ese catéter en el segundo espacio intercostal izquierdo y surgieron burbujas de aire en la solución salina que la jeringa portaba. Le había drenado un neumotórax con mucha tensión y ahora la saturación se había elevado a 90. Le practiqué una incisión en la zona lateral de ese hemitórax y le coloqué un drenaje pleural que evacuó más aire y sangre. La saturación subió a 95, pero igualmente a la chica no le sobraba nada y continuaba obnubilada. El abdomen estaba tenso y distendido. 

—Una bandeja de lavado peritoneal —le dije al enfermero, quien enseguida me abrió ese set. 

En esa semana no disponíamos del ecógrafo en la guardia y se había producido entonces el regreso de un caballito de batalla de los ‘90: el lavado peritoneal diagnóstico. Una pequeña incisión longitudinal por debajo del ombligo y la rápida colocación de una sonda nasogástrica orientada hacia la pelvis ayudaban mucho a saber qué estaba pasando dentro del vientre. Apenas ingresada esa sonda en la cavidad abdominal de la joven se llenó de sangre roja rutilante. 

—No me digas que la tenés que abrir a esta chica… Es una muñeca esta piba —de pronto me habló al oído, desde detrás, uno de los cirujanos más antiguos del servicio de cirugía, quien había bajado a colaborar en la guardia.  

Miré el monitor: 70 de sistólica de nuevo, a pesar del Ringer que fluía a chorro por las dos vías de ambos miembros superiores. 

No debería morir nadie hoy. 

Hagamos lo que sea necesario. 

Una frase se escapó de mi boca, como si estuviera pensando en voz alta: 

—Una mediana…. Una mediana para la princesa. 

La conducta con esa paciente estaba definida. Le indiqué a un enfermero que pidiera unidades de sangre y de plasma a hemoterapia y avisara a quirófano que íbamos a subir para una laparotomía. En ese momento me sobresaltó el ruido de otra camilla de transporte que entró violentamente a la sala de shock y golpeó contra la camilla de al lado, esa que reservábamos para otro paciente grave.   

—¡Está en paro! ¡Venía con shock! —gritó Adrián, el paramédico que la traía y que se notaba exaltado. 

—¿Tenía signos vitales en el viaje? —le pregunté. 

—Hasta hace 2 minutos, ¡sí! 

Era otra mujer joven, inconsciente y con la piel de color ceniciento. Uno de los emergentólogos le practicó sin dificultad una intubación oro traqueal, mientras le quitábamos la ropa. Tenía otra marca gruesa y roja de cinturón de seguridad, pero en su caso era única y estaba muy por encima del ombligo. Recordé que algunos autos llevaban cinturones con una sola banda horizontal en el asiento posterior central. Pensé que esa banda habría roto algo grande dentro del abdomen y que la paciente podía estar exsanguinada. Alguien había comenzado a realizarle un masaje cardíaco con compresiones torácicas, pero yo sabía que eso no sería tan efectivo para su parada cardíaca por un Trauma como un masaje directo y abierto. 

—¡Cuidado! —le advertí al clínico que masajeaba a la paciente para apartarlo, y con una hoja número 24 de bisturí abrí el tórax de la mujer justo por debajo de su mama izquierda. La maniobra fue muy rápida, favorecida por la delgadez de la paciente, y sorprendió a todos los demás que se quedaron paralizados. Seccioné dos cartílagos costales y pude colocarle el separador intercostal de Finocchieto al cual abrí rápidamente. El pulmón izquierdo emergía por la herida con cada compresión de la bolsa ventilatoria que ejercía el emergentólogo.  

—¡Hay que clampearle la aorta, está exsanguinada! —exclamé, mientras buscaba esa arteria para apretarla contra la columna vertebral y detener así el flujo de más sangre hacia la hemorragia abdominal que sospechaba.  

Al entrar al tórax no hallé otras posibles causas de paro, como un taponamiento cardíaco o una hemorragia masiva allí mismo. Era un tórax blanco, como le decíamos a esas cavidades torácicas sin lesiones en las cuales ingresábamos a través de una toracotomía de reanimación, realizada en un contexto de grave hemorragia abdominal. 

Oscar envió a Diego con la chica de al lado al quirófano y se puso frente a mí, que a mi vez con una mano masajeaba el corazón y con la otra comprimía la aorta torácica contra la columna dorsal.  

—¡Hacele un lavado peritoneal, Oscar! —le pedí, sin darle tiempo a que dijera algo. 

Su maniobra rápida con ese test abdominal volvió a ser positiva para sangre, pero esa vez evidenciado sangre negra que comenzó a fluir por dentro de la sonda colocada.  

Los quirófanos del HMR estaban ubicados en el tercer piso y esa distancia me pareció un abismo para el traslado de esa paciente in extremis. Otra vez una maniobra automática se escapó de mí, y con la misma hoja de bisturí y una tijera fuerte le abrí esa vez el abdomen, practicándole una larga incisión mediana, mientras Oscar me reemplazaba en la reanimación cardiaca y Fernando se sumaba para ayudarme en el abdomen. Brotó por esa laparotomía un torrente de sangre oscura que rebalsó la camilla por ambos flancos y cayó al piso como dos cataratas, una cada lado. En medio de toda esa sangre apareció flotando un órgano suelto. Pensé que se trataba del bazo, arrancado de su pedículo a raíz del trauma brutal. Lo tomé, y cuando lo giré vi que detrás tenía la vesícula biliar adherida: era una gran parte del lóbulo derecho hepático, casi su totalidad. Entendí que ese lóbulo había sido cizallado por el único cinturón de seguridad que la paciente llevaba ajustado, con una ubicación alta y horizontal contra su abdomen.  

Ese pedazo enorme de hígado flotando en la sangre era el signo del témpano y el de una lesión letal, ominosa. Cuando la vi, detuve la reanimación. 

—No podemos hacer nada… —solo atiné a decir y levanté la mirada.  

En ese momento me di cuenta que todos los demás me estaban mirando a mí y no a la paciente. Nadie se movía y se abatió un silencio denso en la sala. Esa muerte que estaba ahí al lado nos mostraba el tipo de enemigo poderoso contra el cual luchábamos y que acababa de dañarnos de modo irreparable. Ese día ya era trágico, y mucho más que solo una guardia agitada. Pensé en la chica que habían subido al quirófano y temí que también muriera. 

 

Comentarios

Para ver los comentarios de sus colegas o para expresar su opinión debe ingresar con su cuenta de IntraMed.

AAIP RNBD
Términos y condiciones de uso | Política de privacidad | Todos los derechos reservados | Copyright 1997-2024