No soy un viajero ni me gusta viajar mucho. Cambiar de sitio me parece, la más de las veces, una acción inútil y fatigosa. Los días y las noches viajando en ferrocarril, en ómnibus, en el propio automóvil recién estrenado, en avión con el sueño agitado, con dolores de cabeza y pinchazos y hormigueos en las piernas para sufrir además el fastidioso jet lag, el despertar deslomado y quebrantado en estos inefables rodantes terrestres o aéreos, tener esa sensación de suciedad en la piel, esas comidas espantosas en las paradas o en las envasadas con gusto a goma de borrar son, a mi parecer, detestables consecuencias del hecho de viajar.
Después de llegar a destino tenemos las tristezas del hotel tan lleno de gente y tan vacío, la habitación desconocida, lastimosa, la cama sospechosa cuando no reemplazaría jamás mi cama que me gusta más que ninguna. Mi cama es el santuario de mi vida. Le entrego mi carne fatigada para que la reanime y la descanse entre la limpieza de las sábanas y el calor del colchón y las almohadas. Allí es donde encuentro las más dulces horas de mi existencia, las horas de amor, de sueño, de recuperación de mis achaques y enfermedades, de lecturas agradables y profundas. La cama es sagrada. Debe ser respetada venerada por nosotros y amada como lo mejor y más dulce que poseemos en la tierra sobre todo en las horas de abandono, aislamiento y soledad. Es en estos momentos cuando vemos bien toda la vida de una sola ojeada, al margen de la idea de esperanza eterna, al margen del engaño de los hábitos adquiridos y de la espera de la felicidad siempre anhelada. Es al irnos lejos cuando comprendemos cuán próximo, lejano, corto y vacío es casi todo; recorrer largas distancias permite ver cuán pequeño y casi semejante es nuestro vapuleado planeta.
Adoro esta región que elegí libremente para vivir, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, raíces profundas y delicadas que me unen a esta tierra donde no nacieron y murieron mis abuelos y mis padres, esas raíces que me unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.
Todo lo que nos rodea, lo que vemos sin mirar, lo que rozamos inconscientemente, lo que tocamos sin palpar y lo que encontramos sin reparar en ello, tiene efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables sobre nosotros, sobre nuestros pensamientos y emociones.
Es evidente que la soledad resulta peligrosa para las mentes que piensan demasiado, nos lleva al aislamiento y la depresión y hay gente que viaja compulsivamente para huir de sí mismos. Necesitamos ver a nuestro alrededor a hombres que piensen y hablen. Cuando permanecemos solos durante mucho tiempo, poblamos de fantasmas el vacío.
La sociedad actual padece de una epidemia de soledad. El aislamiento de las personas en las sociedades contemporáneas, principalmente para los ancianos, es una asignatura pendiente para la salud pública. Se puede verdaderamente llegar a morir de soledad.
La soledad lleva al cuerpo a desarrollar enfermedades que provoca daños peores que los del tabaco o la obesidad; una mayor presión arterial y enfermedades del corazón.
El sentimiento subjetivo de soledad aumenta el riesgo de muerte en un 26%. El aislamiento social -o la falta de conexión social- y la vida aislada resultan ser aún más devastadores para la salud de una persona que el sentirse solos, factores que aumentan respectivamente el riesgo de morir. Las cifras superan a las de otros factores psicológicos, como la depresión y la ansiedad, que se asocian al aumento del riesgo de mortalidad en un 21 % y previamente hay cambios observables a nivel celular.
La soledad aumenta el grado de infelicidad de los ancianos, una población que ya se encuentra en estado de vulnerabilidad en la Argentina. Aquellos adultos mayores que viven solos ponen de manifiesto que estas personas carecen en gran medida de las relaciones sociales necesarias para llevar adelante una buena vejez.
Es débil nuestra razón cuando más envejecemos y cuán rápidamente se extravía cuando nos estremece un hecho incomprensible.
Cuando el viaje transcurre junto con la vida y envejecemos se afirman más nuestros principios pero somos incapaces de reconocer y admitir que esos principios pueden ser necios, viejos, inútiles, estériles y falsos y que nuestras ideas son ciertas e inmutables sin darnos cuenta que en este mundo nada es seguro y muchas de las cosas son ilusorias.
En casi todas las personas envejece el corazón al mismo tiempo que el cuerpo pero en algunos viejos el cuerpo envejecido alberga un corazón joven.
Siempre se siente un tanto el que se vaya la vida. Muchos de los hombres de hoy, no piensan en estas cosas; son bolsistas, comerciantes, tecnócratas, gente práctica en una humanidad actual cuya marca o sello parece ser el desdén y el desencanto; son legión los desengañados, los que han derribado sus creencias, sus esperanzas, sus quimeras; que han desistido de sus aspiraciones, han asolado la confianza en sí mismos y en los demás, han matado el amor, han destrozado las ilusiones.
Las personas hoy por hoy son seres que están numerados. Cuando nacen se les da un nombre, se les registra, se les bautiza, cuando envejecen también. La Ley, las normas, las instituciones, el Estado, el mercado los posee. El ser que no está inscripto en algún lugar no cuenta ni existe. Quién se ocupará, por no saber dónde están, de los viejos sin pan, sin esperanza, sin familia, sin dinero, habitantes marginados en el país profundo sin ninguna otra cosa que la muerte delante de ellos. Pocos piensan en las lágrimas de esos ojos apagados de los viejos que fueron brillantes, emotivos y joviales en otro tiempo; mientras tanto viajo para dejar estas y otras cosas atrás agradeciendo a la desmemoria que me aqueja.
La muerte nos acecha en todas partes, a todas horas; vivimos de milagro. Un accidente imprevisto, una caída, una enfermedad repentina, un vuelco del vehículo en el que viajamos…acaban con nosotros.
Los cuidados que se ciernen sobre nosotros no siempre son suficientes y efectivos, las preocupaciones nos acosan y a veces ni siquiera nos dejan la posibilidad de dedicarnos a las cosas buenas que tenemos al alcance de nuestra mano. Nuestro carácter está lleno de aristas. Todos los días en la porción de la vida activa nos levantamos de la cama, corremos al trabajo, llueva o hiele, luchamos contra la competencia, las rivalidades, las enemistades. Hay veces que cada hombre es un enemigo del que hay que temer y al que hay que derribar; con el que hay que rivalizar en astucias. El mismo amor tiene entre nosotros ciertos aspectos de victoria y derrota. Es también una lucha. Para algunos es preocupante las cotizaciones de Bolsa, las fluctuaciones de valores, de todas las inútiles idioteces en que derrochamos nuestra existencia, corta, miserable y engañosa. ¿Para qué tantos esfuerzos, sufrimientos y luchas? Cuanto más vale descansar, estar tranquilos, disfrutar, viajar al abrigo de todas las inclemencias de la vida real sobre todo en la vejez sin continuar igual que siempre, viviendo como viven los burócratas, adormecidos en su pasiva tranquilidad, sin esperanzas y sin ilusiones levantándose a la misma hora todas las mañanas, recorriendo las mismas calles, entrando siempre por la misma puerta soportando tonterías, bajezas, perrerías y el irresistible disgusto que nos inspiran las palabras fuera de propósito o neciamente tiernas…
Nada de lo que se dice a tiempo molesta pero también hay que saber callar, y evitar en ciertos momentos los conflictos cotidianos.
Cuando se es viejo se advierte lo engañoso del trato social, se percibe que se piensa de un modo y se habla de otro —a veces contrario— que se dice una cosa y se hace otra, generalmente opuesta; nos damos cuenta que vivimos en lucha con todos, o en una paz armada, sin sospechar que a los inocentes los engañan, a los sinceros los burlan y a los buenos incluyendo a la mayoría de los viejos los maltratan.
Para muchos adultos mayores el cruel tormento de su existencia, proviene de que están eternamente solos, y fracasan todos los esfuerzos, todos los actos que tienden a huir de esa soledad en que se vive. Hacer cesar ese aislamiento es difícil y pocos advierten que esa soledad es un atroz sufrimiento que deprime y mata. Musset, el poeta, ha dicho: ¿Quién viene? ¿Quién me llama? Nadie... Estoy solo; es el reloj que suena... ¡Oh, soledad! ¡Oh, miseria! Gustave Flaubert, el gran escritor, fue uno de los hombres más desgraciados de este mundo, por lo mismo que era uno de los más lúcidos, escribía a una amiga suya esta frase desesperante: 'Todos vivimos en un desierto. Nadie comprende a nadie. Sí, nadie.”
Dr. Leonardo Strejilevich, médico- Master en Gerontología Social Universidad Autónoma de Madrid. Dedicado a la Neurogerontología– Neurogeriatría y Gerontología Social. Periodista científico. Ensayista. Ex – Docente Facultad de Medicina y Facultad de Farmacia y Bioquímica de la Universidad de Buenos Aires. Ex Profesor Regular Adjunto Facultad de Ciencias de la Salud de la Universidad Nacional de Salta. Ex - Director General Comisión Permanente de Carrera del Ministerio de Salud Pública del Gobierno de la Provincia de Salta. Ex – Miembro activo del Laboratorio de Investigaciones Neuroanatómicas Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires.