Hoy atendí a Noelia por tercera vez en dos semanas. Tiene catorce años, es hija de un paciente a quien conozco desde hace mucho tiempo. Es blanca hasta la transparencia y delgadísima. Tiene unos enormes ojos verdes y una expresión de nena asustada que conmueve. Te dan ganas de protegerla y de mimarla. Usa jeans, una remera violeta con el dibujo de la cara desfigurada de The Wall y zapatillas negras con los cordones desatados. Su padre la trajo porque se queja de palpitaciones, ahogos y mareos. Se ha sentido tan mal que no ha podido comenzar las clases este año. Fue dos veces al colegio, pero tuvieron que ir a buscarla porque estaba pálida, vomitaba y en una ocasión hasta perdió el conocimiento. Según su madre, ha dejado de comer y apenas toma líquido en forma de infusiones. No duerme bien. Por las noches la escuchan llorar desconsolada y desde hace algunos días se pasa a la cama de sus padres en plena madrugada. Se duerme acurrucada en medio de ellos como cuando tenía dos o tres años. Su madre me deslizó un papelito con disimulo sobre el escritorio. Había una sola línea escrita con una caligrafía perfecta de maestra de escuela: “Noelia se hace pis en la cama desde hace unos días”.
Hoy me trajeron los análisis que le pedí en la visita anterior. Son normales, perfectos. Volví a examinarla durante un largo rato. No encontré ninguna alteración en su examen físico. Al tocarla sentí en mis dedos la transpiración de su piel y el galope enloquecido de su corazón cada vez que me acercaba. Me miraba en todo momento con los ojos desmesuradamente abiertos y sin pestañear. Apenas me habló desde que nos conocimos.
Cada vez que le pregunto algo, responde su madre o su padre, y ella mira al piso sin decir una palabra. Su mamá no para de hablar: “la nena juega hockey sobre césped, hace natación en el equipo de la escuela, estudia inglés y va los sábados por la mañana al Collegium Musicum desde los seis años. Nunca sale, pero tiene muchas amiguitas que vienen a casa y se quedan a dormir”.
— Noelia no tiene nada anormal —les digo mirándolos a los tres.
— Algo tiene que tener doctor, nunca se ha quejado de nada, siempre ha sido sana. Ahora está desconocida, le pasan cosas raras. Estamos muy preocupados.
Ella baja la cabeza. Me siento a su lado sobre la camilla. Le paso mi brazo sobre los hombros:
— Noelia, ¿querés contarme algo que no me hayas dicho todavía?
Me mira aterrorizada y muda. Le tiembla el labio inferior. Me dice que no con la cabeza y vuelve a mirarse las zapatillas. Tiene una perla diminuta sobre el dorso de la nariz. Es una piedrita esférica y brillante, incolora como si fuese de agua. A veces emite un destello de luz, parece una noctiluca posada sobre el ala de su minúscula nariz. Me parece que va a llorar, pero no lo hace.
Yo siento algo extraño en la boca del estómago. Ya me ha ocurrido otras veces cuando atiendo a un paciente y no sé qué le ocurre. Es un aura, una revelación. Me hace adoptar conductas que no puedo explicar, pero que siempre me han resultado muy útiles. Como quien dispara al aire y ve caer un pato:
—Noelia vamos a tener que hacerte un nuevo análisis ahora mismo. —Todos me miraron sin comprender.
— ¿Ahora doctor? —me pregunta el padre.
— Sí, ahora mismo.
Se miran entre ellos. Noelia no me quita los ojos de encima.
— Pero la nena no está en ayunas.
Le froto las manos para tranquilizarla.
— No importa, no es necesario. Noelia se quedará conmigo en el consultorio hasta que me pasen el resultado por teléfono desde el laboratorio. Ustedes vayan a casa. Es algo rápido y sencillo, no se preocupen.
Una de las pocas ventajas de ser médico es que algunas personas te hacen caso sin pedirte demasiadas explicaciones. Los padres dejaron a Noelia en la sala de espera. Se quedó hojeando revistas y escuchando música en su MP3 mientras yo atendía a otros pacientes. A las seis de la tarde sonó el teléfono. Escuché a la secretaria hablando y después el sonido del fax. Entró con una hoja en la mano, que me entregó mientras fruncía la boca y estiraba los músculos de la frente en un gesto que le conozco de sobra. Al salir dejó la puerta entreabierta. La escuché cuando decía:
— Noe, pasá, el doctor quiere hablar un ratito con vos.
Ahora la tengo recostada sobre mi pecho. Llora con un llanto infantil repleto de sollozos, de mocos y de hipo. Me moja la camisa. La sacude un temblor que empieza en los pies y le llega a la cabeza. Se seca las lágrimas con el dorso de la mano. Tiene un desconsuelo de nena aterrorizada. Le doy palmaditas en la espalda y le acaricio el cabello mientras espero que se serene para llamar a sus padres. La acuno entre mis brazos como si fuera un bebé. Le digo: “tranquila, todo va a estar bien”. Me mira, insinúa una sonrisa. “Tengo miedo”, me dice. Y se acaricia la panza.